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WITTGENSTEIN

Orifico en un techo. Foto: Francis Sánchez

«De lo que no se puede hablar, lo mejor es callar». Ludwig Wittgenstein. Tratactus Logico-Philosophicus, 7.

La lectura de las enigmáticas palabras de Wittgenstein me produce una profunda sensación de sosiego, fascinación puedo decir también, que me ha hecho, luego de releer el Tratactus Logico-Philosophicus, buscar en Wittgenstein respuestas a mis propias dudas, a mi necesidad de hablar y de enfrentarme a ese silencio, en el cual está, como afirma Wittgenstein, lo único importante.

Wittgenstein es sin duda uno de los más grandes filósofos del siglo XX, para muchos el más grande y uno de los hombres más inteligentes, honestos y serios que produjo el siglo. John Maynard Keynes, el gran economista, quien fue su amigo, escribió cuando Wittgenstein regreso a Cambridge en 1929. «Dios ha llegado. Me encontré con él en el tren de las 5.15».

Su influencia ha sido enorme, principalmente en el campo de la filosofía analítica y en el positivismo lógico, el denominado Círculo de Viena, que basó su pensamiento en el Tratactus, contra el propio Wittgenstein quien decía que desvirtuaban su pensamiento. Y se ha ido extendiendo más y más a otros campos del pensamiento y el arte según se conoce más de su obra y sus ideas se separan de la reducción a lo estrictamente lógico matemático que una primera interpretación le impuso.

En vida Wittgenstein publicó un solo libro, el Tratactus Logico-Piholosophicus. Poco después de su muerte en 1951, vieron la luz las Investigaciones Filosóficas, en las cuales corrige y amplia las ideas del Tratactus, introduciendo sus famosos juegos de lenguaje. La publicó principalmente por lo que dije más arriba, sentía que sus ideas estaban siendo desvirtuadas. Y aunque afirma en el prólogo que reconoce los errores de su anterior obra, la esencia de su propósito sigue siendo el mismo: la clarificación del pensamiento que permita la búsqueda de lo inexpresable, del sentido de la vida.

Luego de su muerte una ingente cantidad de notas y reflexiones han venido a iluminar otras esferas de su pensamiento. Para mí son especialmente cercanas las notas de Cultura y Valor donde aparecen muchas de sus reflexiones sobre música y religión, entre otras meditaciones sobre la cultura.

El Tratactus versa sobre los límites del lenguaje. La mayoría del libro trata de una compleja exposición de la teoría del significado. Al final, no obstante, algunas observaciones, o proposiciones, sobre ética estética y el sentido de la vida, enfatizando que, si su visión acerca de cómo las proposiciones pueden ser significativas es correcta, entonces, como no hay proposiciones con sentido acerca de las formas lógicas, no puede haber proposiciones que contengan sentido sobre este asunto. La lógica enmarca el horizonte del significado, de lo verdadero y falso, pero no puede darse significado a sí misma. De ahí Wittgenstein concluye que cualquiera que haya entendido sus ideas finalmente las reconoce sin sentido. Ellas ofrecen una escala que uno debe descartar una vez que la usado para ascender. De hecho en el prefacio afirma creer haber resuelto todos los problemas de la filosofía, y a la vez, reconoce que con esto no se logra gran cosa para los asuntos realmente importantes de la vida humana «La verdad de los pensamientos que he comunicado aquí, dice, me parece inexpugnable y definitiva. Y, si no estoy equivocado en mi creencia, la segunda cosa en la cual el valor de este libro consiste es que muestra cuán poco se logra cuando estos problemas son resueltos».

Lo verdaderamente significativo, Wittgenstein lo deja bien claro, no está dentro de las proposiciones de la lógica, donde los criterios de verdad y falsedad, al modo de las ciencias naturales, puedan informar sobre los hechos del mundo.

«La proposición no puede representar la forma lógica, se refleja en ella».

Lo que en el lenguaje se refleja, nosotros no podemos expresarlo por el lenguaje.

La proposición muestra la forma lógica de la realidad. La exhibe. Dice la proposición 4.121 del Tratactus, pero la forma lógica no tiene sentido en sí misma, es como la pintura donde los hechos del mundo se reflejan en el pensamiento.

Dicho de otra manera, lo que se conoce como la teoría lógica del significado, las proposiciones pueden expresar los hechos en virtud de participar de una estructura común, o formas lógicas. Estas formas lógicas, no obstante, precisamente porque hacen la «descripción» posible, no pueden describirse a sí mismas, ser descritas. De ahí se sigue que la lógica es inexpresable, y que no hay verdades lógicas o hechos lógicos. Las formas lógicas deben ser mostradas, más bien que dichas, y aun cuando en algunos lenguajes o métodos del simbolismo puedan revelarse más claramente que en otras, no hay simbolismo capaz de expresar tales estructuras.

La filosofía no es una ciencia, al modo de las ciencias naturales, no es buscando explicaciones teóricas acerca de la naturaleza y el significado de palabras como verdad, justicia, mente la forma correcta de abordarla. Semejante método, creía Wittgenstein, sólo lleva a confusiones, los problemas filosóficos no se adecúan a tal tratamiento. Lo que se requiere no es una doctrina, sino una clara visión que despeje la confusión. Y el problema fundamental muchas veces reside en una visión inflexible del lenguaje que presupone que si una palabra tiene significado entonces debe haber algún tipo de objeto que corresponda a ella.

«La solución del enigma de la vida en el espacio y el tiempo yace fuera del espacio y el tiempo. (No es ciertamente la solución de ningún problema de las ciencias naturales lo que se requiere.)» (Tratactus. 6.4313) dice Wittgenstein para confirmar su pensamiento, y más abajo, las proposiciones 6.52, 6521, 6522:

«Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no habría sido más penetrado. Desde luego que no queda ya ninguna pregunta, y precisamente ésta es la respuesta.

La solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema.

(¿No es ésta la razón de que los hombres que han llegado a ver claro el sentido de la vida después de mucho dudar, no sepan decir en qué consiste este sentido?)

Hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico».

Wittgenstein tuvo un profundo interés en la religión, afirmó varias veces que veía todo problema desde un punto de vista religioso. Pero esto no significaba adscribirse a una religión determinada, sino precisamente enfrentarse a lo inefable, donde radica el verdadero, según su pensamiento, propósito de la vida. Frecuentemente habló de ética y religión conjuntamente. Vivir una vida digna, decente en sus palabras, es un acuerdo con el Mundo, o la Vida, la voluntad de Dios o el Destino. Y quien vive la vida de este modo verá el mundo como un milagro, no hay una solución al problema de la vida, como cité más arriba, sino una desaparición del problema, que sería como una revelación, o una redención, o un irse sobre él.

De ahí que se opusiera a toda reducción científica de los problemas esenciales al ser humano, al cientifismo contemporáneo. Lo esencial es inexpresable, y el intento de reducirlo a las categorías del discurso lógico, esto es de las ciencias, es profundamente peligroso. Es la idolatría de la modernidad, creía Wittgenstein.

«A la base de toda la moderna concepción del mundo está la ilusión de que las llamadas leyes naturales sean la explicación de los fenómenos naturales». (Tra 6.371)

No es que Wittgenstein negara para nada el papel y la importancia de las ciencias naturales, es que vio como pocos el peligro que lleva para el mundo de la cultura y el hombre la reducción o el olvido de lo que es verdaderamente importante.

De hecho, su deseo angustioso de claridad intelectual era una forma de la decencia moral, parte de un mismo deseo por encontrar el sentido y propósito de la vida. La clarificación que pretende en el Tratactus, y en las Investigaciones Filosóficas, es la manera de librarse de los errores del lenguaje que impiden una correcta visión de las cosas, y dejar entonces abierto el espacio de lo esencial. Como le comentara muchas veces a Bertrand Russel, consideraba su pensamiento sobre lógica y su esfuerzo por ser una mejor persona como dos caras de un mismo deber moral.

En cierta ocasión, en la habitación de Russel en Cambridge, donde el joven Wittgenstein irrumpía en horas intempestivas a comentarle sus ideas y cuitas, luego de haber estado una hora en silencio Russel le pregunta: Ludwig, ¿estás pensando en tus pecados o en los problemas de la lógica?, y Wittgenstein responde con lo que es la nota de su vida, en ambos.

Pero tampoco ética y estética están separadas para Wittgenstein, ambas están en ese campo de lo que no puede expresarse con criterios de la lógica, ese campo donde reside lo esencial. “Es claro que la ética no se puede expresar. «La ética es trascendental. (Ética y estética son lo mismo)» afirma la proposición 6.421 del Tratactus. Y esto es algo que se transpira en la lectura del libro. «La filosofía debe realmente ser escrita sólo como una forma de la poesía» dice Wittgenstein en Cultura y Valor. Y ciertamente el Tratactus puede leerse como un poema; la impresión que produce en el lector la monumental obra de Wittgenstein, por lo demás muy breve, son sólo 75 páginas, es la de la gran literatura. La extrema concisión de las sentencias evoca a Heráclito, o al ritmo del Tao Te Ching. Su búsqueda de la claridad máxima encuentra la dimensión de lo cósmico, y se hace entonces de una profundidad abismal. El estilo se puede afirmar que suena. Y esto es sin dudas uno de sus extraordinarios méritos. Wittgenstein, fiel a su objetivo, está mostrando lo que no se puede decir. La exposición a modo de aforismos, el tono cortante y seco, despojado de toda ornamentación literaria y de jerga técnica, purificado por una ascesis intelectual y escritural, fluye como un poema. Hay música en el Tratactus. Wittgenstein, quien poseía un oído absoluto y era un excelente clarinetista, amén de que podía silbar movimientos completos de sinfonías, logró en él lo que sólo los más grandes filósofos han podido hacer: la belleza condensada a su máxima posibilidad, la desnuda simplicidad de lo más profundo. Proposiciones como la 6.13 «La lógica no es una doctrina, sino un reflejo del mundo. La lógica es por tanto trascendental». producen el impacto estético de una sinfonía de Beethoven, a quien Wittgenstein, por lo demás, admiraba profundamente.

Es verdad, como alguien ha dicho, que se pueden establecer vínculos entre Mallarme y Wittgenstein. En el Tratactus lo que se revela es justo esa dimensión trascendente donde la auténtica poseía y filosofía encuentran su hogar, y desde donde la peculiar paz, la consolación de la que hablaba Beocio, toma al lector. Embarga, hechiza se puede afirmar sin temor a equivocarse. Pero el hechizo de Wittgenstein es un hechizo purificador, no el mero sonido que pretende quedar en su resonancia enervante, tiene la seducción y el poder de los profetas bíblicos. Algo que era sentido por quienes lo conocían, y que lo separaba, y enajenaba, de la filosofía como se practica en la academia, del intelectual para quien el saber no es una cuestión vital.

El propio Wittgenstein en su famosa nota a su amigo Norman Malcolm lo deja claro, dando una lección a toda esa vacía especulación que es la norma de la academia: «¿Cuál es el sentido de estudiar filosofía si todo lo que te permite es hablar con alguna plausibilidad acerca de algunas abstrusas cuestiones de lógica, etc., y si ello no mejora tu pensamiento acerca de las cuestiones importantes de la vida diaria?… Como ves, yo sé que es difícil pensar bien acerca de “certeza”, “probabilidad”, “percepción”, etc. Pero es mucho más difícil pensar, o tratar de pensar honestamente acerca de tu vida y la vida de los otros».

Wittgenstein tenía el tono de los profetas bíblicos, la misma integridad moral, la misma pasión total por la verdad y la decencia. Sus ideas eran fogonazos brotando como la creación artística, ciertamente el enorme esfuerzo de su pensamiento está detrás, pero el producto surge como un destello, como la obra de arte.

El propio Malcolm describe su manera única de impartir clases en Cambridge: «Es difícil hablar de esos encuentros como conferencias, aunque era así como Wittgenstein les llamaba. Estaba llevando a cabo una investigación original en esos encuentros… A menudo el encuentro consistía principalmente de diálogos. No obstante, a veces, cuando estaba tratando de sacar un pensamiento de sí mismo, prohibía, con un movimiento perentorio de su mano, cualquier pregunta o comentario. Había prologados y frecuentes periodos de silencio, con sólo ocasionales murmullos de Wittgenstein, y la más tensa atención de los otros. Durante estos silencios estaba extremadamente tenso y activo. Su mirada era concentrada, su rostro vivo, sus manos hacían movimientos llamativos, su expresión severa. Uno sabía que estaba en la presencia de una extrema seriedad, absorción y fuerza del intelecto. La personalidad de Wittgenstein era amedrentadora en esas clases».

Por su parte Rudolf Carnap, uno de los fundadores del círculo de Viena, habla de lo mismo en su autobiografía. «Hay una profunda diferencia, dice Carnap, entre la actitud hacia los problemas filosóficos de Wittgenstein y la de Schick y la mía. La nuestra no es muy diferente de la de que tiene un científico hacia sus problemas. Su punto de vista y su actitud hacia la gente y los problemas, aun los problemas teóricos era mucho más similar a la de un artista creativo que a la de un científico; uno podría casi decir, similar a la de un profeta religioso o un visionario… Cuando finalmente, algunas veces luego de un prolongado y arduo esfuerzo, sus respuestas surgían, aparecían frente a nosotros como una recién creada pieza de arte, o una revelación divina… la impresión que dejaba en nosotros era como si su percepción viniera hacia él a través de la inspiración divina, así que no podíamos dejar de sentir que cualquier comentario sobrio, racional, analizándola, sería una profanación».

Una combinación de monje (de hecho, quiso convertirse en monje poco después de la Primera Guerra Mundial, y no alcanzó su propósito porque el abad del monasterio benedictino donde solicitó la admisión lo persuadió de no hacerlo, fue jardinero del monasterio por un tiempo), místico, artista y mecánico (estudio ingeniería y estuvo muy ocupado con experimentos con cometas y el diseño de un tipo de motor, que luego, aunque no directamente por su trabajo, se aplicaría en el helicóptero). Un intelectual del más alto nivel pero que buscaba relajación en la lectura de novelas de detectives. Dedicado a profundas investigaciones de lógica pero teniendo como ideal la simplicidad de Tolstoi (durante la Primera Guerra Mundial, en el frente, leyó El Evangelio en Breve de Tolstoi, decía que el libro le salvó la vida, sus camaradas solían nombrarle como el hombre del evangelio, y leyó también Los Hermanos Karamazov de Dostoievski, obra de la cual se sabía pasajes completos de memoria). Un hombre que se convertiría en uno de los más ricos de Europa, al morir su padre, pero que renunciaría a toda su fortuna (luego de haber destinado 100000 coronas, para ayudar a artistas en problemas, sería más o menos el equivalente de 100000 dólares actuales), y viviría toda su vida con una simplicidad espartana, en habitaciones rentadas. Propenso a las depresiones, estuvo a punto de suicidarse varias veces, pero de un valor a toda prueba, recibió las más altas condecoraciones por su coraje en la Primera Guerra Mundial (se alistó voluntario pese a que había sido declarado no apto para el servicio militar, y pidió el traslado al frente en una posición de combate). Un solitario que fue amigo de muchos de los más grandes pensadores e intelectuales de su tiempo. Muy reacio a las confesiones personales, pero quien tenía Las Confesiones de San Agustín como uno de los libros más valiosos jamás escrito, y varias veces irrumpió en casa de amigos y conocidos para confesar, y pedir perdón por ella, alguna falta menor que había, o creía haber cometido tiempo atrás.

No comulgaba con el arte contemporáneo, decía que luego de Brahms la música había perdido algo, pero tuvo trato personal con los más grandes artistas y compositores de la Viena de finales del siglo XIX (Mahler, Richard Strauss, Clara Schumann, Bruno Walter, el propio Brahms y muchos otros eran comensales habituales en la mansión de sus padres, Freud solía asistir a menudo. Ravel compuso su famoso concierto para una sola mano para el hermano del filósofo, Paul, quien perdió un brazo en la Guerra, y Gustav Klimt no sólo pintó un retrato de su hermana, sino que sus cuadros podían verse en las tertulias familiares), y diseñó para su hermana Margarete Stonborough una casa ultramoderna, simplemente bella, y no sólo la diseñó, sino que participó en los detalles de la construcción desde los radiadores de la calefacción hasta las manijas de las puertas.

Uno de los más grandes lógicos del siglo que constantemente dudaba de su talento por simple entereza y honestidad intelectual. «Forzar mis pensamientos en una secuencia ordenada es un tormento para mí», confiesa en Cultura y Valor.

Freeman Dyson, quien vivió en la misma casa que el filósofo en Cambridge, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, lo oyó a menudo murmurando para sí mismo mientras subía o descendía las escaleras, «me estoy volviendo más y más estúpido cada día». Algo que solía ocurrir también en medio de sus clases, cuando se interrumpía diciendo, soy un idiota.

Para Wittgenstein filosofía y vida no podían separarse, la integridad intelectual no podía estar alejada de la integridad moral.

Russel cuenta que al final de su primer periodo de estudio en Cambridge, Wittgenstein se dirigió a él, y le preguntó, «¿Sería tan amable de decirme si soy un completo idiota o no? » Russel le respondió: «Mi querido compañero, no lo sé. ¿Por qué me lo pregunta? » A lo que Wittgenstein replicó: «Porque si soy un completo idiota me haré ingeniero aeronáutico; pero, si no lo soy, me haré filosofo». Russel le dijo que escribiera algo durante las vacaciones sobre algún tema filosófico, y que entonces le diría si era un completo idiota o no. Al inicio del nuevo periodo de clases Wittgenstein le trajo un escrito. Después de leer una sola frase Russel le dijo «No. Usted no debe hacerse ingeniero aeronáutico». Poco después Russel admitió que no tenía nada más que enseñarle sobre lógica.

En Wittgenstein nuevamente se reúne algo que la filosofía occidental había perdido mucho tiempo atrás, y que no ha vuelto a recuperar después de él: la coherencia moral, el rigor lógico, la indagación en los fundamentos de la lógica, con las interrogantes estéticas, éticas y religiosas. Se unen hombre, pensamiento y obra como en el ideal griego. 

Tener a Wittgenstein cerca, leerlo, sentirlo, tomar de su valor y honestidad, no sólo devuelve la confianza en el poder de la filosofía para iluminar la vida y dar sentido, sino que como un choque obliga al coraje del pensamiento, sostiene el acto de escribir y vivir. Mis propias dudas se hacen insignificantes ante la total integridad moral e intelectual del hombre Wittgenstein. Oyéndolo decirme en las Investigaciones Filosóficas: «Yo no debo ser más que el espejo en el cual mi lector vea su propio pensamiento con todas sus deformidades, y con su asistencia pueda ponerlo en orden», mi propio pensamiento no sólo se aclara, sino que se fortalece y el propio sentido de pensar, buscar la decencia y la integridad moral toman la dimensión absoluta que solamente es capaz de ofrecer sentido en la vida. Cuando leo sus palabras en la Conferencia sobre Ética «(…) de repente veo con claridad, como si se tratara de un fogonazo, no sólo que ninguna descripción que pueda imaginar sería apta para describir lo que entiendo por valor absoluto, sino que rechazaría ab initio cualquier descripción significativa que alguien pudiera posiblemente sugerir por razón de su significación. Es decir: veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia. Porque lo único que yo pretendía con ellas era, precisamente, ir más allá del mundo, lo cual es lo mismo que ir más allá del lenguaje significativo». El ultimo sentido de la escritura, y del pensar, aparece claro: su dimensión absoluta, aun cuando condenada a un imposible. Unas líneas más abajo Wittgenstein continúa en la misma conferencia diciendo: «Mi único propósito —y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o religión— es arremeter contra los límites del lenguaje. Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado». Yo añadiría que no sólo quienes escriben sobre ética y religión, sino todo aquel, que como yo, aun sin tener ni la grandeza ni el talento ni el tesón, haya sentido la necesidad de romper las jaulas del lenguaje y de la limitación de su pensamiento, expresión y persona. Pero ¿qué se necesita para ser fiel a ese propósito desesperanzado, el cual no sólo Wittgenstein respetaba al máximo, sino que no hizo otra cosa que seguir, e invita a todo el que se acerca a él a seguir? En Cultura y Valor lo dice: «Puedes poner precio a los pensamientos. Algunos cuestan mucho, otros poco. ¿Y cómo uno paga por los pensamientos? La respuesta es, creo, coraje».

Ludwig Wittgenstein murió de cáncer el 29 de abril de 1951 a los 62 años de edad. Cuando su médico le dijo que le quedaban pocas horas de vida sólo profirió un rotundo ¡Bien! Sus últimas palabras fueron la confirmación de que su propósito tuvo sentido, y que asumir semejante empeño vale la pena. Minutos antes de perder la conciencia y entrar para siempre al Silencio que buscó con su vida y obra dijo: «Díganles que he vivido una vida maravillosa».

Arturo González Dorado

Arturo González Dorado, revista cultural cubana Independiente Árbol invertido

(Cienfuegos, Cuba, 1971). Premio “Farraluque” de Literatura Erótica, 1998. Premio de “Cuentos de Amor de Las Tunas”, 1999. Gran Premio de Ensayo en el IV Coloquio Iberoamericano sobre la obra de Dulce María Loynaz y del Castillo. En 1991 fundó en su ciudad natal, junto con un grupo de amigos, el “Movimiento xtropista“, de carácter artístico, lo que provocó que al siguiente año fuera expulsado de la universidad. Se exilió en Londres.

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