Pasar al contenido principal

Tremendismo a lo Luis Cabrera

Barco y ventana con libros. Foto: Francis Sánchez
Imagen: Francis Sánchez

Desde hace años deseaba devolverle a Luis las múltiples delicadezas que ha tenido conmigo y con la muy humilde obra que he ido labrando bajo la protección de su mirada. Nos vimos por primera vez a mediados de los años noventa, aunque ya yo le conocía a través de la copiosa y renovadora literatura con la que ha desbordado la escena para niños y adolescentes. El encuentro se produjo en el amplísimo corredor de la casona avileña donde viví más años de los que estoy dispuesto a reconocer, y a partir de ese instante no solamente fui seducido por su obra sino también por su persona, plagada con una humildad y decencia casi inexistente en la suciedad literaria de aquellos años, cuando el Periodo Infernal, no solo nos dejó desprovistos de alimentos sino que también hizo estragos en nuestras formas de relación.

Me llevaba de obsequio el ejemplar de uno de sus libros menos conocidos: Raúl, su abuela y los espíritus, que muy pronto se convertiría en uno de mis textos más recorridos. También traía la noticia de que —junto a Ariel Ribox (EPD) y a Pedro Pérez Rivero— había decido premiar mi Libro del holandés, en el certamen literario Eliseo Diego. Entonces no solamente lo admiré, sino que lo amé con frenesí. Se trataba de mi primer premio en el género y también de la primera vez en la vida en que tendría juntos 5 mil pesos. Cinco mil pesos por separado no producen el mismo efecto que cinco mil pesos juntos. Uno los manosea, los mira, vuelve a manosearlos y se queda como un bobo, con las manos temblorosas, los ojos dislocados y una apretazón en el pecho que no se quita hasta que el mecánico del refrigerador se lleva más de la mitad. Soy Leo, nacido el 13 de agosto, y los que comparten conmigo la fortuna del signo zodiacal saben lo exótico que resulta tanta plata, y encima de ello el reconocimiento de un autor de las grandes ligas. Porque Luis —cuando yo construía mis primeros puentes— era ya un autor referenciado en todos los estudios serios que se hicieron sobre la literatura infantil y juvenil cubana.

Luis —ante mis ojos de lector vicioso— significa un punto y aparte; su obra supo conectarme, desde el plano nacional, con las de aquellos escritores bestiales: Alain Fornier, Jerome D Salinger y Hermann Hesse, que se disputaban mis noches de errancia junto Holden Caulfield, Sidartha y El Gran Meaulnes. Hoy abruma el peso de los personajes caóticos y las historias dolorosas; de la exposición de las desigualdades, de los adolescentes atascados en medio de la nada, del sufrimiento que padecen los que aman a personas del mismo sexo o de los muchachos atrapados en el interior del aro flamígero de la intolerancia, pero para entonces, cuando Luis nos trajo sus noticias, contadas como si las susurrara al oído unas veces y otras como si las gritara en medio de la plaza, estábamos sumergidos en un bosque de animalitos pintorescos o nos tiraban del cuello los refritos del tiempoespaña, con sus cimarrones y las jaurías. Con muy distinguibles excepciones, la literatura infantil y juvenil cubana, se desentendió de la verdadera, auténtica vida que palpitaba en la isla.

Hacia ese tema me hubiera perfilado en este coloquio de no ser porque cuando me convocaron por fin, ya venía la invitación con el encargo. Carmen Sotolongo me dijo: Luis quiere que tú hables sobre su literatura para adultos. Al principio me sentí inconforme, pero luego comprendí el interés del autor: su obra infantil y juvenil posee varios estudios, pero muy poco se ha escrito sobre sus incursiones en otros territorios de la creación. Sus estudios literarios, por ejemplo cuyas investigaciones o ensayos sirven de referencias a varios analistas, estudiantes o periodistas, apenas han sido aplaudidos; sus cuentos no son visitados por la crítica o reseñados y de sus novelas para adultos apenas si aparecen noticias. Y es que vivimos en la era de la estigmatización, donde se le ubican apellidos a un autor y luego puede escribir su obra cumbre en otro género, que no hay forma de sacarlo del escaque asignado. No importa que el mejor libro de Padura sea de tema histórico, siempre será un escritor policíaco; no importa qué haya escrito Agustín de Rojas, siempre será un escritor de Ciencia Ficción; no importa que Luis Cabrera haya escrito Cafetín de Buenos Aires, Foto de familia y Querida Zoelia, siempre será apellidado con el término más horrendo de todos los que sirven para clasificar: escritor infanto-juvenil.

Según mi percepción el escritor, cuando consigue serlo es escritor a secas —que ya es mucho— y puede moverse, según su interés y capacidades, en varias modalidades de la creación. Luis, por ejemplo, es el más heterogéneo de nuestros autores; además de los géneros ya mencionados ha escrito muy buen teatro y amenaza constantemente con un poemario del que envía señales a cada rato; sus crónicas, llenas de equívocos, desencuentros y travesuras, son para desternillarse de la risa. Muchas veces le he recomendado que junte todo ese material y componga un libro de viajes. Y quizás al fin me haga caso y líe el volumen para nuestro gozo como mismo decidió un día deslindarse del cerco infantil y brindarnos su narrativa para adultos.

En la antología del cuento espirituano, Abrir otras ventanas, aparece “Dos posibles personajes para la literatura”, uno de los relatos que Luis ha publicado. Es, créanme, una joyita del ingenio y la pericia técnica. Sujeto por cuatro cuerdas firmes: la fabulación incontenible, la verosimilitud, la permutación del narrador y las mudas temporo/espaciales avanza, en espiral inversa, la exposición de esta obra. En el proemio del cuento, aparece una escena muy cinematográfica, que coloca en primer plano al dirigente universitario dormitando sobre su cama, y en un rincón del albergue, de manera difusa, cerca de los baños, los dos personajes protagónicos en plan amatorio. Eran los tiempos de la purga, los tiempos en que el sexo entre hombres se consideraba una aberración ideológica y costaba la expulsión de los centros escolares, la denigración pública, una mancha de caca en la hoja de la vida. Los muchachos, sabedores del precio de sus juegos eróticos, eligen cuidadosamente el lugar sin darse cuenta que desde el único sitio que podían ser observados era desde donde estaba el presidente de la FEU, quien de pronto se despabila, estornuda y de manera abrupta, de un manotazo se finiquita la trama, desaparece el narrador omnisciente y aparece la voz del autor para escamotearnos el dato y comenzar la construcción de las vidas de estos dos personajes a los que llamará Pedro y Juan, a los que le otorgará dos trazados absolutamente distintos.

Los que hemos tenido la fortuna de zambullirnos en ese mar de animales humanos que travesean en la novelística española de los años 40 y 50, podemos encontrar en esta ruptura la primera conexión de Cabrera con el tremendismo. La irrupción del narrador esconde si los amantes fueron sorprendidos o no, y utiliza el recurso para crear en nosotros la idea de que la tragedia es inminente. Luego, dejará que la importancia del suceso principal se diluya por el aluvión de anécdotas que coloca a los personajes.

En la existencia de Pedro el uso de lo verosímil es imprescindible; su vida, desde la niñez, está plagada por una suerte de episodios tan alucinantes que de no ser por la maestría del autor en el uso de ese recurso se quedaría en el escenario de lo imposible, lo irreal, la vaguedad. Luis elige escenarios históricos reales para contarnos el cuento de Pedro, empieza con los sucesos de la huelga del 9 de abril y a través de un equívoco trascendente, verificable, se desencadena el resto de la historia. Durante el revolico, el padre de Pedro sufre lo que el narrador llama “un ataque al corazón”, su traslado al hospital se retrasa por los sucesos y muere; cuando ya estaba en la morgue entra un huelguista que huye de la policía y lo cubren con una sábana, es descubierto por los esbirros y asesinado sobre la misma camilla, la sangre salpica la sábana que cubría el cadáver del padre de Pedro; los policías, en medio de la confusión cargan con el muerto que no era y se lo llevan; al día siguiente permiten que la madre de Pedro vaya al entierro de su marido; ella trata de explicarle al jefe de los soldados que su marido no era un revolucionario sino que había muerto del corazón: mírele el cuerpo —le dice en su desesperación—, ni una sola herida; entonces el militar saca la pistola, le da un disparo al cadáver y ordena enterrarlo.

A partir de tal equívoco la vida de Pedro transita de manera coherente, muy verosímil, por todos los estadios de la simulación; con el triunfo de los barbudos, es convertido en hijo de un mártir revolucionario y con ello le llegan todo tipo de prebendas y oportunidades. Pedro simula, no hace nada para esclarecer la verdad y se empieza a elaborar una vida absolutamente plagada por la traición y la engañifa.

Por su parte, el autor no le permite una vida coherente a Juan. En un juego de desplazamientos en el tiempo y en el espacio, coloca cientos de derroteros al personaje; cientos de situaciones que pudieron ser y no fueron, o que fueron en circunstancias absolutamente distintas a las propuestas en una primera instancia. Si hasta el final de la vida de Pedro, el cifrado escritural traía una acentuación marcadamente verosímil, en la vida de Juan, el autor (que no es Luis, sino el narrador electo por él, que se muda de omnisciente a narrador personaje, y de este a un narrador equisciente) se olvida de la verosimilitud y anega su exposición con un tremendismo a lo Cela, donde todo es real y nada lo es, donde el supuesto es más valioso que la certeza, donde los sucesos se atomizan y la historia llega como el fuego proteico a iluminarnos y dejarnos a oscuras, para inmediatamente después volver a irradiar con el ejercicio de la multiplicación de las fábulas. Luis es, por mucho, el fabulador más incontinente que he conocido en la vida. Las inventa en el aire y luego usa su sapiencia para interconectarlas, tejerlas, crear un único colchón con todas ellas.

Tales valores también sirven para enjuiciar el cuento “De mi época universitaria”, que a pesar de un título tan pedestre y anodino, recibiera Mención Especial del Jurado en el VI premio ARTÍfice de relato corto en Loja. Tal vez posea secuencias un poco más lineales, menos trapizóndicas, pero la esencia tremendista, en términos de bifurcaciones de fábulas y el interés por otorgar connotación a pasajes y personajes intrascendentes, le conectan con aquella inolvidable novela del padre del tremendismo que se titula El asesinato del perdedor. La energía desplegada por Cela para construir diversos escenarios es similar a la que usa Luis para edificar posibles personajes. Si en Cela la visualización total del espacio en que van producirse los sucesos cobra relieve singular (recordar La Colmena, Café de artistas y Pabellón de Reposo), en el tremendismo a lo Luis Cabrera, la cobertura del personaje viene a ser lo esencial. Todo lo demás permanece en penumbras, como si el narrador (no solo el equisciente a quien le toca de facto) agarrara una litera y pegado a la solapa del personaje fuera iluminando su trayectoria.

Es un ejercicio complejo, arduo, porque para salir bien librado de él necesita que todos los decorados del relato se iluminen por sí mismos y a la vez permitan que el personaje vaya incorporándose armónicamente a los sucesos que no dependen de él, a las estancias que no ha construido; sucesos y estancias que por su parte posean matices más ligeros que los que arrostra el personaje. En los cuentos de Luis, lo que arrostra el personaje es pura fabulación; las estancias y los sucesos que no dependen de su trayectoria constituyen verdades históricas o por lo menos situaciones y lugares históricos aceptados por la tradición. Juega —otra vez como Cela— con los dos contornos: sucesos históricos comprobables y muy conocidos, versus personajes de existencia improbable, pero que perfectamente pudo ser la de cualquiera de los lectores.

Gusta esa aceleración del pulso narrativo, ese domesticar las herramientas del arte literario para conseguir más que la fascinación inmediata una vocación de trascendencia. Gusta esa manera creativa que según Vázquez Zamora, “se caracteriza por una especial crudeza en la presentación de la trama (recurrencia de situaciones violentas), el tratamiento de los personajes (habitualmente, seres marginados, con defectos físicos o psíquicos, prostitutas, criminales, simuladores, traidores etc.) y en el lenguaje, desgarrado y duro”.

 Querida Zoelia, libro publicado en la colección Estilo de Capiro en el 2009, con ingredientes semejantes, es leña de otro brasero. Un libro raro, que se columpia entre géneros, para —según mi percepción— caer en los territorios de la novela. Se trata de un paquete de cartas escritas durante el año 90 por un tal Luis Salgado, cuya destinataria es una mujer que se llama Zoelia. Los literaticos, más enterados del juego que el lector común, adivinaremos de repente las características básicas de ambos personajes, pero Luis Cabrera, que escribe sobre todo para el lector común, dosifica los códigos de la realidad real durante el trayecto y ubica a la destinataria en Bayamo, pinta su piel de jacarandosa mulatez, le dice poeta y para coronarla, la adorna con todas las maravillas físicas e intelectuales que reconocemos en la poeta cubana Zoelia Frómeta.

La modalidad de la epístola, el juego con nombres verdaderos, de dominio público y el narrador-protagonista, son las primeras herramientas técnicas que avisan del carácter confesional de este libro. La carta, como vehículo, le propicia esos valores, le permite volcarse sin recelos ni cuidados; esgrimir recursos que tipifican la empatía entre confesante y confesor. Es demoledoramente cierto que el método huele a manido, que la estructura epistolar ha servido como composición literaria en muchas obras, pero en Querida Zoelia, el uso de la forma se justifica por la urgencia de que la noticia llegue cuanto antes a su destino. Ya sea para evitar que su amiga pase por las experiencias del narrador con el Circo Nacional, para detener el destino loco que le ha tocado al equipaje de mano, para que ella sepa de sus infortunios amorosos o de las diversas formas que ha inventado el cubano para acceder a los andenes.

Me permito nuevamente llamar a Vázquez Zamora, quien nos asegura que: “El tremendismo es una forma particular de describir la realidad bajo la óptica de la exageración, utilizada a veces para crear en terceros la idea de que una tragedia es inminente, con el fin oculto de inducir a una determinada decisión, que se hace ver como la única capaz de evitar el suceso nefasto”. O sea, si quieres que te hagan caso, exagérate el cuento. Un ejemplo magnífico se encuentra en la primera carta. Luis Salgado había quedado en enviarle a Zoelia una colaboración literaria e incumplió. Para justificarse, echa mano a la mala memoria de su familia; coloca a un abuelo que es capaz de olvidar su propio nombre, a una madre fregada de la memoria, incapaz de recordar que le dio de mamar a su hijo y vuelve a hacerlo, quien no recuerda que le había levantado el castigo a Luis y lo pone otra vez de penitencia; una olvidadiza crónica que abandonó la cazuela en el fogón e incendió su casa por octava vez; nada más y nada menos que por octava vez.

Aunque también en Foto de familia el autor reduce la fabulación al plexo familiar, con humor de rica y pintoresca estampa, es en Querida Zoelia, donde ese mismo humor aparece con las firmes pinceladas de lo sardónico, a veces tan descaradamente mordaz que en vez de risa provocará desconcierto. Quien haya leído La familia de Pascual Duarte, de Camilo José, o Lola, espejo oscuro, de Darío Fernández Flores, encontrará los vasos nutrientes de esta vocación irónica que en el tremendismo a lo Luis Cabrera viene enjaezada con la jovialidad propia de lo sencillo. Luego del incendio donde se le quema toda su obra, Luis Salgado no injuria, no se descompone, se limita a agarrar su máquina de escribir y ponerla a refrescar dentro de una palangana con agua. A veces se complejiza verbalmente la ironía cuando un sencillo gesto puede ser ocho veces más destructor que ocho incendios.

Y es que lo sencillo, no lo simple que es otra cosa, lo sencillo es el dardo más eficaz que usa Luis Cabrera para seducirnos, para controlarnos. Su prosa no persigue frondas, no tupe el follaje, no enmascara; surge desde la transparencia y quema desde la transparencia; inmoviliza con el ritmo y nos va adormeciendo porque le entendemos el retrato social de la isla con todos sus tonos, porque lo acompañamos en esa suerte de realidad que inventa como quien crea un juego muy serio, como quien crea otra vez el mundo.

Podría pasarme hasta los días de la indecencia diciéndole piropos a Luis, haciéndoles ver con antelación donde ustedes verán ahorita mismo o ya vieron y no han hecho más que soportarme la genuflexión. Solo me queda entonces decirte, querido Luis: alabanza, alabanza.

Otilio Carvajal

Escritor Otilio Carvajal. Foto en la revista Árbol Invertido

(Chambas, Ciego de Ávila, Cuba, 1968). Poeta, narrador, investigador y crítico literario. Reside en Santa Clara. Algunos de sus libros, son: Thanksgiving Day (Matanzas, Ed. Vigía, 1999), Libro del profanador (Santa Clara, Ed. Capiro, 1999), Libro del Holandés (Novela. Ed. Ávila, 2000), Oda al pan (Ed. Ávila, 2001), Ponme la mano aquí (Novela. Santiago de Cuba, Ed. Oriente, 2001), Los navíos se alejan (Ed. Ávila, 2002), Prohibido soñar en esta casa (Ed. Ávila, 2002), Pájaros de la noche (Teatro. Ed. Ávila, 2003).

Añadir nuevo comentario

Plain text

  • No se permiten etiquetas HTML.
  • Las direcciones de correos electrónicos y páginas web se convierten en enlaces automáticamente.
  • Saltos automáticos de líneas y de párrafos.