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Barredoras de nieve en La Habana

Barriendo nieve en La Habana
Imagen: Francis Sánchez

Dice Marcos que eso lo hicieron porque en Cuba hacen cualquier mierda con tal de ganarse un viaje y unas prebendas. Tanto ha visto (o dice haber visto) a sus 62, pero nada que emule con la compra de una barredora de nieve para limpiar La Habana.

Eso: barredora, nieve, Habana. Las tres palabras unidas en un mismo recuerdo.

 

Marcos no fumaba tabaco y la barba de hoy aún no le nacía, cuando madrugada a madrugada salía una pipa a higienizar La Habana. “Más grande es la noche y se barre cada noche”, oía replicar ante las excusas para no enfrentar grandes tareas.

—Calles como Infanta y Galiano, calles feas —acota Marcos—, se limpiaban siempre.

Luego de aquella habitual limpieza en las paradas, disparando un chorro de agua que se llevaba la peste a orines y empapaba a algún borracho sin rumbo, la basura arrastrada a las cunetas de las grandes avenidas era devorada por una barredora mecánica, que “humanizaba el trabajo”.

Se comentaba sobre la necesidad de sustituir las viejas maquinarias, y el Ministerio de Comercio Exterior (Mincex), privilegiado comprador de la Revolución en el extranjero, se encargaría de ello.

Marcos, profesor entonces del Instituto preuniversitario Saúl Delgado, atestiguó cómo, al tiempo, apareció en la ciudad una mole semejante a una aplanadora. Las diferencias: cepillos giratorios en las puntas, uno gigante en el centro y ningún repositorio para engullir basura.   

—Oye, el vendedor vende hasta a su madre, pero el comprador no puede irse con la primera.

El nuevo artefacto ponía la basura a un lado. Los habaneros noctámbulos presenciaban su fallida labor.

—Claro —dice Marcos—, habían comprado una apartadora de nieve. ¡Y armaba una cagazón! La tierra y la basura las sacaban de la cuneta, sí, pero para regarlas en la calle.

Al ministro responsable, se pregunta, ¿lo habrán metido debajo del cepillo de la barredora?

 

Máximo Bergman, el primer ministro del Comercio Interior que tuvo Cuba fue quien importó las barredoras de nieve. Eso cuenta Tania Díaz, una periodista que, en 1964, empezando su vida en el oficio, conoció al hombre castigado por Fidel Castro en Guanahacabibes.

Berman contó a la muchacha de los cortes de caña en esa zona remota del extremo occidental cubano, de lo mal que se sentía, probablemente, por haber decepcionado al líder de la Revolución.

“Una de las primeras tareas de Berman como ministro fue hacer un largo viaje por los países socialistas. Llevaba dinero suficiente para comprar productos de primera necesidad, sobre todo alimentos que ya escaseaban en Cuba, para distribuirlos a través de la Libreta de Abastecimiento (cartilla de racionamiento), instaurada el 19 de marzo de 1962”, escribió Díaz.

Llegado a Moscú, maravillado por la belleza —y posiblemente la limpieza— de la capitales esteuropeas, no dudó en invertir el presupuesto que sacó de Cuba en cientos de máquinas para barrer la nieve.

Una vez enterado de la factura Fidel estalló como pólvora.

—Yo no tenía ninguna experiencia en el comercio. Era sólo un militante del viejo partido comunista— le confesó apocado el exministro a la joven.

Ella, quizá conmovida, armó una entrevista y la entregó a Ramón Rubiera, director de la Revista Trabajo, para la que reportaba.

“La entrevista se quedó en una gaveta. No podía publicarse. Meses después, supe del fallecimiento del ex ministro, cuando al parquear su auto en una calle del Vedado, reclinó la cabeza sobre el timón, como si fuera a dormir y allí mismo quedó muerto por un infarto masivo”, comentó Díaz.

 

Marcos, que en 1995 empezó a trabajar en el Mincex, ha oído repetir la historia de la barredora como un chiste de pasillo entre viejos funcionarios.

Me notifica un dato que nunca había oído. Hubo un segundo viaje para comprar barredoras para La Habana. Un segundo viaje que, otra vez, falló. Pero hubo una novedad: el lote estaba equipado con mangueritas que soltaban chorritos de agua.

—Se perfeccionaron —bromea Marcos.

La gente decía que era agua caliente. Cosa a la que él le halla sentido: frente a las nevadas, se riega agua caliente para derretir los copos. Y agrega: “posiblemente con sal”.

La Habana, desde entonces, se saló en verdad, no se volvió a barrer.

 

Tania recuerda el suceso en los 60. Marcos en los 70 u 80. La barredora y su inservible cepillo se vuelven gaseiformes en las líneas temporales. Pero todo un país la echa a andar con el gasoil de la repetición.   

En mayo de 2014, la prensa oficial publicó un comentario que tomaba como metáfora de la mala inversión administrativa en Cuba la historia que nos ocupa, dándole, si es que quedan dudas, un poco de crédito al mito. “Cuba no ha podido librarse del síndrome de la barredora de nieve, después de tanto tiempo y tanta tempestad”, firmaba el periodista Ricardo Ronquillo.

“La compra de semejante artefacto está entre los Guinness de las torpezas en la estrategia importadora nacional —escribió—, pese a que entre este montón de islas e islotes calentones y húmedos es imposible que caiga ni un ‘copito’.”

Yoe Suárez

Yoe Suárez

(La Habana, 1990) Autor de los libros de no ficción La otra isla (Finalista Beca Michael Jacobs 2016 e International Book Latino Award 2019), En esta ribera mi cuerpo (Mención Premio Casa de las Américas 2018), El soplo del demonio. Violencia y pandillerismo en La Habana (2018), llevado al mediometraje documental Punkie. Coordinó Espectros (2016), primera antología de periodismo narrativo cubano. Traducido al inglés y al italiano. Premio de Reportajes Editorial Hypermedia 2017 y  2018. Publicó en Newsweek, Univisión, Vice, El Español. Fue corresponsal del canal estadounidense CBN News. Documentalista. Cuentos suyos fueron llevados al audiovisual, y varios reportajes al cómic en el libro Quiebre de espíritu. Aparece en antologías de poesía y ensayo dentro y fuera de Cuba.

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