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Cine | Rusia es Andréi (tarkovskiana)

"El profeta ha cumplido su mensaje y puede morir tranquilamente, justamente cuando se acaba la guerra fría".

Hombre sobre arenas
Fotograma de 'Stalker' (1979). | Dir. Andréi Tarkovski

Me dicen que la agresión del nazi Put-In a la República de Ucrania ha desatado una rusofobia en el mundo. Mucho me temo que esa opinión procede de la propaganda de ese Adolfito redivivo y al revés, pero tal es la miseria actual del mundo, que es imposible descartar el odio simétrico a la cultura rusa como resultado de las justificaciones diabólicas del dictador. Es verdad que Put-In es ruso, como Adolfito era alemán (aunque nacido en Austria, a la que invadió porque estaba al lado y, hablando alemán el austríaco, incluso el judío, era pues parte de todas las Rusias, o más bien de todas las Alemanias arias, imaginarias, y criminales).

Que el pueblo ruso apoya a su nazi es tan interesante como las multitudes que aclamaban al hombrecito del bigotico. Pueblo y Patria son entidades muy distintas. Patria es el conjunto de valores creados por las mejores personas del pueblo histórico, y que lo mantienen en una comunión. Pueblo es la gente que hay ahora, sabia o estúpida, consciente o no de esos valores, leal o no a esos valores. Patria es pues Humanidad. Y la cultura pertenece a la Patria, no a esa gente. Put-In no es Dostoievski. Cien mil hijos de Putin aclamando al abusador no representan al pueblo de la Patria, y muchísimo menos a la Patria Rusa.

Rusia es Ucrania, es Estados Unidos de América, Rusia es Cuba.

Rusia es Andréi.

Tarkovskiana

rostro de hombre
Andrei Tarkovski, cineasta y escritor soviético. | Imagen: Pinterest

La aplanadora y el violinista

Andréi Tarkovski desdeñó siempre este mediometraje, su trabajo de diploma en la escuela de cine de Moscú. Otra cosa es que podamos desdeñarlo nosotros. Es verdad que el estilo del autor aun no se ha formado en este filme, aunque asoma en los ritmos pausados y en la riqueza de la fotografía, que todavía está vinculada al estilo soviético más avanzado, el de Katalazov. Pero ni remotamente enfrentamos una obra del realismo socialista, como han pretendido algunos. Es al revés: Tarkovski hace trizas, por realismo puro, la tesis soviética de la unión del artista y el trabajador. El joven trabajador es noble, es sensible, y por eso envidia y ama al niño que va a ser violinista. El niño ve en él una figura paternal de la que carece. Pero, escena genial, cuando el niño toca para el operario, se vuelve y toca para sí. El operario sobra, el operario comprende que ni siquiera puede comprender de veras esa música. Hay un abismo trágico entre la limitación del obrero y la riqueza del niño. Esta es la verdad de la vida, lo demás es ideología, mentira. Lo demás es la limpieza del niño que, en un plano inverificable, los une.

La infancia de Iván

El huérfano es sacrificado. Pero ya está muerto antes de que lo maten. La escena clave es el momento en que se enfrenta a los grabados de Durero y ve allí la constatación del carácter inhumano de los alemanes. Iván, Juan, que lleva el nombre del apóstol del amor, ha aprendido a odiar. Ha perdido el amor. El documento de los hijos de Goebbels asesinados por él mismo nos sugiere que un bando y otro han sacrificado sus niños al odio. Pero esa operación diabólica falla, tiene que fallar: los sueños y recuerdos de Iván le defienden, le defiende el autor que renuncia a una pasividad al mal: está previsto ese sacrificio, como el árbol, símbolo de la cruz hacia el que corre Iván sin saber lo que hace, amorosa, alegremente.

Andréi Rubliov 

La colectividad es la clave de este filme. No la colectividad soviética, que es la sugerencia o fraude que tal vez permitió realizarlo: la varia y concertada creatividad del pueblo ruso, de la que el pintor de iconos Rubliov sería un caso paradigmático, a pesar de su religiosidad. Se trata de la colectividad en sí: Rubliov pinta el dogma de la colectividad como Amor: la Trinidad. Pero lo pinta solo cuando él mismo ha visto a su pueblo levantarse del pecado a través de la fe, de la fe casi inocente del adolescente heroico. El paralelo entre las tres colectividades: la del pueblo creador, la del universo creado y la del Creador significan la armonía épica del ser, que lo justifica por encima del error y el sufrimiento.

dos monjes
Fotograma de 'Andréi Rubliov' (1966). | Dir. Andréi Tarkovski

Solaris

Solaris propone una idea que no sé si viene de Lem, autor de la novela base, pero que es extraordinaria en el cine: el conocimiento a través del amor. Pero este amor no es una dulzura, es una operación espiritual terriblemente dolorosa: vaciarse en la piedad. Los científicos de la estación, el sueño de cuyo racionalismo les regala monstruos, no pueden comunicarse con Solaris, la inteligencia universal. Kris el sicólogo lo logra a costa de vaciarse. Tiene que vaciarse incluso del contenido digamos erótico, nada fácil en él pero inmediato, del amor: la mujer y la madre. Obsérvese que al principio del filme vemos unas secuencias aparentemente inútiles en que el niño visitante saluda a la niña de la casa, como si se enamoraran.

Sí, eso de la pareja es elemental, infantil. Algún tonto cree que ese vencimiento del amor femenino es misoginia: como si no viéramos lo que le cuesta al personaje. Pero una vez que el sicólogo ha enfrentado su culpa de no haber sabido amar y se ha vaciado incluso de ese egoísmo de poseer el Eterno Femenino, entonces está en capacidad de ser él mismo sujeto de amor, de amar sin esperar nada a cambio. Solaris lo descubre y lo acoge en una réplica de la Casa del Padre. El amor del padre, la filialidad con el universo, la condición de hijo de Dios de Kris, el cristiano: la de todos nosotros. El hombre ha obtenido así el conocimiento absoluto, sin datos ni palabras, el único que de veras necesita. Kris está de rodillas.

El espejo

La tesis del filme es la incapacidad del hombre para vivir en armonía con la naturaleza universal y consigo mismo, con su propia naturaleza interior. La expone el médico más bien pecaminoso del principio del filme. La declara el maravilloso grito final del niño imitando un pájaro salvaje en el seno del paisaje ruso, grito de liberación y de resistencia al pecado desde el vigor de la inocencia. Es quizás la única vez en que la tesis de Tarkovski no es explícitamente cristiana. Pero de todas formas podemos leer esa resistencia al pecado como una nostalgia del paraíso original, de la inocencia original, contra el pecado original. No en balde ocurre en el jardín, el bosque.

La cámara sigue a la vieja con los dos muchachos, el varón suelto, gritando como los pájaros. La cámara amplía y retrocede, vacila, sigue tratando de entender, de explicarse. La escena es una subjetiva de la madre, que se ve a sí misma vieja, con sus dos hijos pequeños, en la naturaleza inocente, original.

El núcleo del filme es pues la transmisión del pecado de una generación a otra, en forma estúpida, violenta e irresistible. Y esa es la causa de la maldición que es la historia, con todas sus brutalidades. El uso de los mismos actores para la madre y la esposa, para el protagonista y su hijo es un recurso ideal para mostrarnos esa solidaridad en el pecado, aunque pueda marear a los espectadores.

mujer levitando
El set de 'El espejo' (1975). | Dir. Andréi Tarkovski

Seguramente es la más original de todas las obras de Tarkovski, por su estructura: episodios, sueños, algo así como videoclips de poemas, docudramas o documentos históricos, conforman un mosaico indiferente a la linea-lidad, que fluye sin embargo muy hilvanadamente. Una prueba de que el cine no es literatura o teatro filmados, aunque también pueda serlo, sino más propiamente una entidad artística que aún no ha acabado de madurar su perfil. La madurez habría que buscarla en esta dirección.

El principio del filme es una de las mejores oberturas de toda la historia del cine. Transcurre como un despla-zamiento del tiempo, lo que será una característica del filme: primero, esos segundos en que el niño Ignat, en los setenta, enciende un televisor defectuoso o sin transmisión, símbolos del fracaso de la comunicación y de la sabiduría contemporáneas, y de la chapucería socialista; y a seguidas el adolescente tartamudo de los cuarenta o cincuenta, probablemente perjudicado por la guerra mundial, estudiante socialista, que es hipnotizado y liberado hasta que al fin dice lo que quiere y tiene que decir: yo puedo hablar. Y de inmediato comienza eso, el acto de introspección, de autoafirmación, de liberación y de autenticidad que constituye El espejo.

Stálker

Stálker continúa los temas de Solaris, La pasión... y El espejo: la Zona es una zona de la naturaleza que ha sido perjudicada, desde el punto de vista del hombre —que es el que ha perjudicado realmente a la naturaleza con la locura de la incivilización industrial—; pero como el acogedor planeta, parece ser una gestión del universo para entenderse con el hombre, o para que el hombre se entienda a sí mismo: en su grandeza de humildad (el stalker, el acosador de Dios, el Místico) y sobre todo en su miseria (el Científico y el Escritor). La Trinidad de Rubliov prolonga aquí tres trinidades: una negativa, disfuncional, la de los tres hombres; y la de la familia, donde el stalker es el padre, la hija sacrificada a la mutación es el Hijo, y la madre llena de la legalidad del amor es el Espíritu. La última trinidad es la de los objetos que la niña mueve con la mente al final: el vaso con vino el Hijo, el vaso con el huevo el padre, y el Espíritu el vaso vacío que cae y se derrama. Pero la incapacidad de vivir de acuerdo con la propia naturaleza se torna aquí trágica, incluso nauseabunda: la Cámara de los Deseos es un espejo en donde pocos pueden mirarse sin terror y sin asco. Tarkovski nos propone una nueva humanidad mutada, liberada de los deseos, contemplativa de las realidades del Espíritu.

Nostalgia

Aparentemente el tema de este filme es la nostalgia de la patria, de la esposa y la madre, de la familia. El exiliado renuncia a amar a una bella mujer y escoge volver a la esclavitud soviética, con tal de no perderlas. Pero intenta hacer una acción votiva, un acto radical de fe, recomendado por un loco, y entonces muere. Es inútil, imposible recuperar la patria terrenal, en la que de todas formas no tenemos lo que queremos, las cosas grandes que verdaderamente anhelamos. La nostalgia de una fe en la patria celeste es el deseo ferviente del Uno, simbolizado por la vela encendida como acto votivo, encarnado dolorosamente en la traductora que ama sin esperanzas al poeta exiliado. Una gota de agua más otra gota de agua no son dos gotas sino una gota más grande, dice el loco italiano. Uno más uno sigue siendo uno, el misterio del amor. Después de haber celebrado a la Trinidad y a cada una de las personas, Tarkovski se atreve con el misterio de la unicidad de Dios. El loco recoge agua de lluvia en unas botellas, como si quisiera detener la multiplicidad del universo en una realidad única. Botella, vela, pasillos, espejos verticales, los elementos de la forma, incluyendo el centrado mandálico, denotan esa nostalgia del Uno.

La condición profética de Tarkovski tiene un momento altísimo en este filme, porque si sus obras anteriores contenían una crítica implícita pero demoledora de la mediocridad espiritual del socialismo, ahora la emprende con la del mundo capitalista, supuestamente libre, en el que el loco, el hombre de fe renuncia a la libertad y se encierra siete años con su familia para salvarla, para salvar la Creación de las depravaciones del mundo desencantado. Y tanto el hombre soviético como el liberal res-ponden a la miseria del mundo del poder o del dinero con el mismo suceso, involuntario en el primero, cons-ciente en el segundo: el sacrificio de sí mismo como un acto de negación del mundo y de afirmación de Dios. La Anábasis tarkovskiana está a punto de consumarse.

hombre y perro
Fotograma de 'Stalker' (1979). | Dir. Andréi Tarkovski

Sacrificio

El tema del sacrificio está presente en los seis filmes anteriores: Iván es una víctima, Rubliov es monje, la muchacha neutrónica de Solaris pide ser eliminada para salvar a Kris, la madre del Espejo se sacrifica por sus hijos, el Stalker, su esposa y su hija son sirvientes de Dios, y el loco y el poeta nostálgico practican sacrificios paralelos. Lo que distingue a esta última película es que el sacrificio no es el de una persona sino de un objeto: la casa, como símbolo de la civilización occidental. La casa del hombre intelectual noble y medianamente próspero, que habita en ella con su adorada familia, en medio de un paisaje espiritual. Si el poeta no regresó a su dacha, este sueco ha vivido en ella su bienestar confuso, lleno de dudas y de mentiras, pues su esposa ama a otro hombre. En realidad, lo único sólido para él en la casa es su hijo. La hija aparece en segundo plano, enamorada del mismo amigo del padre que ama la esposa. Pero él es feliz en esas mediocridades. Desatada la guerra nuclear, el intelectual ofrece su casa en sacrificio a las llamas, para obtener la salvación del mundo. Solo le entiende su hijo, educado en la obediencia al Verbo por encima de todas las cosas, incluso de las casas.

Tarkovski escribió por primera y única vez el guion de un filme, y lo hizo en forma excelente, basado en la dramaturgia de Chéjov: realismo, subtextos, contenidos reprimidos que estallan. Es interesante que él explorara el espiritismo y le gustaran las historias de brujas, porque lo que estructura el filme es la lucha entre fe y superstición: el cartero y la criada le proponen al intelectual unas vías que él considera, pero finalmente opta por el acto de sacrificar su mundo al mundo, un acto de locura sostenido por una idea cristiana. En Alexander se juntan el poeta y el loco, la ofrenda de un objeto y la de la vida, la reflexión y la conducta gratuita inspirada. Anábasis, regreso a Iván, a la guerra mundial, a la realidad crística de la historia, simbolizada otra vez en el Árbol.

Pero el niño no es el sacrificado sino el padre. La relación padre-hijo, continua en la obra de Tarkovski, había sido positiva en Solaris, Stalker y El espejo. Iván es huérfano y tiene demasiados padres sustitutos que no pueden evitar mandarlo a la muerte; los dos padres del Espejo, hijo uno del otro, rompen la familia. Pero en Sacrificio la paternidad espiritual y práctica ha sido elevada al centro del filme, y no es casualidad que Tarkovski lo dedicara al hijo que lleva su nombre. Una disciplina del Verbo, heredada de padres a hijos, ecuménica y cultural más que eclesiástica, salvaría al mundo. El profeta ha cumplido su mensaje y puede morir tranquilamente, justamente cuando se acaba la guerra fría, retrocede el peligro nuclear y su país renuncia a la esclavitud. No regresó a la dacha, pero salvó a su familia. Nos toca a nosotros obedecerlo, ayudarlo a salvar al mundo.

Rafael Almanza

Rafael Almanza

(Camagüey, Cuba, 1957). Poeta, narrador, ensayista y crítico de arte y literatura. Licenciado en Economía por la Universidad de Camagüey. Gran Premio de ensayo “Vitral 2004” con su libro Los hechos del Apóstol (Ed. Vitral, Pinar del Río, 2005). Autor, entre otros títulos, de En torno al pensamiento económico de José Martí (Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1990), El octavo día (Cuentos. Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 1998), Hombre y tecnología en José Martí (Ed.  Oriente, Santiago de Cuba, 2001), Vida del padre Olallo (Barcelona, 2005), y los poemarios Libro de Jóveno (Ed. Homagno, Miami, 2003) y El gran camino de la vida (Ed. Homagno,Miami, 2005), además del monumental ensayo Eliseo DiEgo: el juEgo de diEs? (Ed. Letras Cubanas, 2008). Colaborador permanente de la revista digital La Hora de Cuba, además de otras publicaciones cubanas y extranjeras. Decidió no publicar más por editoriales y medios estatales y vive retirado en su casa, ajeno a instituciones del gobierno, aunque admirado y querido por quienes lo aprecian como uno de los intelectuales cubanos más auténticos.

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