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Salud | Tan temprano que fue tarde

Esperanza, tenacidad y resignación se mezclan en esta crónica con el diagnóstico de una enfermedad que, al parecer, pudo haber sido contenida a tiempo por los especialistas.

Estatua de mujer con flores en brazos.
Mujer de piedra con flores en brazos. | Imagen: Amanda Santiago.

El 9 de diciembre del 2015 iba junto a mi madre en un P14 rumbo al hospital Frank País sin saber que se trataba de mi última consulta médica en el centro.

Nos despertamos a las cinco de la mañana —solíamos madrugar para estas cosas— y, desde mucho antes de las nueve, le habíamos entregado ya mis documentos a la secretaria para que me agregara a la lista de pacientes. Aquello no era más que rutina, pasos que habíamos seguido desde el día de mi nacimiento. ¿Cuál fue la causa de tan triste costumbre? Mi pésimo historial clínico.

En primer lugar, una persistencia del conducto arterioso (PCA) diagnosticado y operado antes de cumplir un año de vida; debido a esto me vi obligada a permanecer más días en el cardiocentro que en mi propia casa. Había madrugadas en las que se me dificultaba la respiración y mis padres se asustaban por el color que tomaba mi rostro; un rato después, una ambulancia debía transportarme al hospital en medio de la noche.

Una vez resuelto mi problema con el corazón, se supo que en mi cuerpo se desarrollaba también una escoliosis congénita progresiva. Fue así como reemplacé al cardiólogo por el ortopédico y dejé de frecuentar el hospital William Soler para comenzar a atenderme en el Frank País.

Los turnos médicos nunca me habían llegado a desagradar del todo, pues mis padres solían regalarme confituras y, en ocasiones, cuando íbamos de regreso a casa, nos deteníamos en el mercado de Cuatro Caminos para comprarme uno de esos pollitos bien amarillos que desgraciadamente morían pocos días después.

Yo conocía a la perfección el procedimiento y sabía que ya era hora de quitarme la blusa para que comenzara a examinarme.

Pero aquella mañana de diciembre yo contaba con catorce años: ya no era la niña que se conformaba con caramelos ni con mascotas temporales. Había crecido, me había enamorado, me había desgarrado el hecho de no sentirme suficiente y era consciente de que todo mi futuro giraba en torno a mi columna vertebral. Sin dudas, no se trataba de una consulta cualquiera: estaba nerviosa y la espera se me hizo más insoportable que nunca.

Cuando la secretaria pronunció mi nombre, tragué en seco y comencé a prepararme psicológicamente para ser el centro de atención durante un largo rato. Avancé junto a mi madre por el pasillo y penetramos en aquel cuartucho desde donde se escuchaba la sierra cortadora de yeso. El olor de este material acabado de confeccionar estaba impregnado en todos los rincones debido a que, al otro lado de la pared, chicas con mi misma enfermedad, pero con menor complicación, eran estiradas y vestidas con blancos corsés que aún conservaban la calidez de una mezcla recién hecha.

Frente a nosotras, el señor canoso que llevaba más de diez años siendo mi doctor, revisaba en silencio mi historia clínica. De repente me miró y, sin necesidad de pronunciar una palabra, recibió de mí lo que esperaba. Yo conocía a la perfección el procedimiento y sabía que ya era hora de quitarme la blusa para que comenzara a examinarme.

La habitación carecía de puerta alguna. La encargada de brindar algo de privacidad en aquel lugar era una cortina de tela desgastada que no llegaba a ser lo suficientemente extensa como para ir de una pared a otra. En cambio, en cada uno de sus extremos, un espacio les permitía a las personas que se encontraban fuera curiosear sobre lo que sucedía del otro lado.

Aquel trasto que me había acompañado durante casi una década cubría toda el área de mi cuerpo comprendida desde las axilas hasta la cintura, y era mi obligación llevarlo cada día del año.

Preferí cerrar los ojos e intenté ignorar todo lo que ocurría a mi alrededor: los rayos de sol que penetraban por la ventana e incidían directamente en mi espalda desnuda, las manos frías de aquel hombre en mi piel, el rostro angustiado de mi madre y el temor profundo que habitaba en mis entrañas de tan solo imaginarme lo menos terrible.

Después de unos lentos y silenciosos minutos, mi doctor —sin pronunciar palabra alguna— salió de la habitación y, al parecer, se llevó consigo gran parte del espacio de mis pulmones, pues me costaba respirar con normalidad. Me giré de espaldas a mi madre y me dediqué a contemplar el movimiento de las ramas de los árboles a través de la ventana.

Desde hacía unas semanas andaba sin yeso y tan solo la posibilidad de tocarme la barriga con mis manos era más que disfrutable. Aquel trasto que me había acompañado durante casi una década cubría toda el área de mi cuerpo comprendida desde las axilas hasta la cintura, y era mi obligación llevarlo cada día del año, exceptuando unos siete u ocho en los que mi madre me liberaba al quitármelo en casa, y aprovechaba ese corto plazo de tiempo para curar las heridas, bañarme en la playa e incluso disfrutar de una buena ducha.

En ese momento, de frente a la ventana, comencé a pensar en todo lo terrible que albergaba mi enfermedad. Cuánto había tenido que contener las lágrimas para que no se me escaparan cada vez que me colocaban en aquella cama de hierros que parecía tener el solo objetivo de torturarme, estirando mi cuerpo de pies a cabeza. Cuántas quemaduras y manchas en la piel me había provocado aquel corsé durante años. Cuánto terror le tenía ahora al mar debido a las escasas ocasiones en que había podido disfrutar de la playa. Una sensación de asfixia me inmovilizó durante algunos segundos y cerré los ojos para recomponer la respiración.

El doctor regresó junto a otros tres señores vestidos también con bata blanca. Todos me observaban como si fuera un extraño experimento científico, como si no fuera más que un fenómeno. Pasé por las manos de cada uno y fui examinada de distintas maneras cual rata de laboratorio, hasta que por fin creyeron que era suficiente y me permitieron ponerme de nuevo la blusa. Luego conversaron largo rato entre ellos, contemplaban una y otra vez los rayos X al tiempo que negaban constantemente con la cabeza.

Cuando llegaron a una conclusión, se sentaron frente a nosotras y bajaron la mirada hasta los papeles. Mi doctor fue el primero en comenzar a hablar y por el tono de su voz pude deducir desde la primera palabra que no se trataba de nada bueno. Llegó un momento en el que simplemente yo ya no conseguía entender nada de lo que él decía; lo veía explicarle algunas cosas a mi madre y buscar el apoyo de sus compañeros. Uno de ellos (el que menos había hablado) me miraba con pena, como si quisiera dedicarme algunas palabras de aliento o pronunciar una disculpa. Le aparté la mirada y la concentré en la pared, intentando no romper en llanto en aquel instante. Apreté los puños y la mandíbula, sentí lástima de mí misma y le pedí al cielo que aquella pesadilla terminara de una vez.

¿Cómo le explicas a una madre, luego de tantas consultas rígidas, en las que no te atrevías siquiera a mirarla a los ojos, que la enfermedad de su hija ya no tiene cura?

Los próximos minutos se han perdido en mi memoria. Recuerdo tan solo al salir el deseo profundo de no escuchar una palabra al respecto en boca de mi madre, pues me conocía y sabía que eso sería suficiente para hacerme llegar a los sollozos.

Cogimos un carro a las afueras del hospital y, mientras miraba a través de la ventanilla, algunas lágrimas descendieron por mi rostro de forma inevitable. Caminamos después por las calles de siempre, con el silencio por ley y la fatalidad en los hombros. Algo había cambiado en mi interior, algo se había apagado: una luz que ni siquiera recordaba haber visto encendida. La idea de la rendición me llenaba de rabia, me costaba asimilar que luego de ocho insufribles años de yeso el doctor había tenido la desvergüenza de afirmarnos que era demasiado tarde.

¿Por qué carajos se había hecho tarde? ¿Por culpa de quién? ¿Quién se haría responsable de semejante mal trabajo?

Siempre fui una niña feliz, extrañamente feliz. Incluso con aquel tiesto blanco que me cubría todo el torso me las ingeniaba para saltar, correr, montar bicicleta y disfrutar de mi infancia tanto como podía. No me molestaba demasiado cuando en la Primaria algunas niñas se me acercaban para preguntarme por qué yo era así, qué me había pasado, y algunos me tocaban el yeso a través de la blusa para comprobar que era duro. Más me enfadaba la comezón y la imposibilidad de rascarme como una persona normal.

Pero ahora… ¿cómo le explicas a una adolescente que su cuerpo está condenado a desmoronarse con el tiempo? ¿cómo le explicas a una madre, luego de tantas consultas rígidas, en las que no te atrevías siquiera a mirarla a los ojos, que la enfermedad de su hija ya no tiene cura? ¿cómo puedes dormir tranquilo sabiendo que durante casi diez años tuviste la oportunidad de arreglarlo, pero no te atreviste?

Recuerdo haber llegado aquella tarde a mi casa, haber recibido una llamada de mi mejor amiga y haberle tenido que colgar para no romper en llanto. No conseguí hablar sobre el tema hasta mucho tiempo después, cuando me creí un poco más valiente y pude expresar con palabras toda la rabia y la tristeza infinita que me causaba. Y admito que aún ese dolor sigue latente, quizá continúo guardando demasiado rencor en mi pecho, que solo ve la luz cuando me detengo a hablar sobre estas cosas, o cuando me contemplo en el espejo y me noto más desfigurada que antes.

Hoy sigo sin saber nadar y con una sensación de asfixia que surge siempre que diviso frente a mí a alguna persona enyesada. En ocasiones, si una blusa me aprieta, me imagino el corsé en su lugar y tengo la necesidad de quitármela. No ha sido sencillo asumir la derrota de una lucha que no lideraba, no he tenido más opción que acostumbrarme y apretar los puños cada vez que otro doctor me examina y, luego de oír mi historia, no entiende cómo otro profesional permitió que mi estado se agudizara de tal forma.

Regreso a la sonrisa dibujada en el rostro de la niña que fui hace años y me entristece la inocencia con que soñaba un montón de futuros diferentes a este.

No sé por cuánto tiempo pueda seguir siendo solo una casa que de a poco se derrumba, que pierde trozos del techo, de las paredes, pero que con gran esfuerzo mantiene aún sus columnas bien fijadas al suelo. Mientras tanto, me limito a esperar, a escribir y a reconstruir lo que consigo rememorar de mi pasado.

Ela River

Foto de perfil de Ela River

(La Habana, 2001). Estudiante de Letras en la Universidad de La Habana. Ha publicado poemas en algunas revistas digitales, como es el caso de Alma Mater. Posee dos poemarios autopublicados en Amazon: "Nubes rotas" (2021) y "Como cuerdas de un piano" (2022). Prefiere desplazarse por los diferentes géneros literarios, pero disfruta principalmente de la prosa poética. Pertenece al Laboratorio de Escritura Creativa Encrucijada, impartido por la escritora Elaine Vilar Madruga.

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