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Narrativa cubana | Nadie tiene que saber

"Terminamos en la cama de un amigo. No lo vio ninguna de las veces que usamos su apartamento. Él me dejaba la llave el día anterior y yo llegaba mucho antes que ella...".

Pizarra escrita.
"Pizarra". | Imagen: Pixabay

Aquella mañana decidí solicitar la baja del tecnológico... por novena o décima vez en los tres cursos que llevaba trabajando allí. Solo que esta vez sí esperé afuera de la dirección todo el tiempo que la directora necesitó para hablar con la madre de un alumno. Cuando por fin me invitó a pasar, con un gesto brusco, y se sentó tras el buró para preguntarme ¿ahora qué necesita, profesora?, mientras tamborileaba impaciente con sus uñas postizas pintadas de rojo brillante sobre la madera descascarada, respondí: Mi baja. Terminó de acomodarse detrás del buró, se quitó los espejuelos, juntó las yemas de los dedos bajo la barbilla y solo entonces me invitó a tomar asiento frente a ella, con un gesto suave.

Me pregunté cuánto tardaría en hacerme la pregunta, mientras me estudiaba con expresión entre maternal y socarrona. ¿Algún nuevo problema con los alumnos?, preguntó. Le contesté que nada fuera de lo usual. Asintió en silencio, suspiró, frunció los labios como quien está a punto de hacer algo contra su voluntad, y lanzó la pregunta que yo esperaba y que no era una pregunta en lo absoluto: Usted sabe qué puede pasar si abandona la escuela antes de completar su servicio social; es muy triste que el título universitario no le sirva para nada después de quemarse las pestañas por cinco años. Pude haberle dicho que donde iba a trabajar no necesitaría el título universitario...si ya hubiese tenido el trabajo en la mano. Pero tenía algo mejor: Precisamente este es el último curso de mi servicio social; después de julio, no le debo nada a nadie. Soltó una risita nerviosa que pretendía ocultar su sorpresa. No funcionó. Ya han pasado tres años, cómo vuela el tiempo, parece que hace tres días llegaste aquí; es que no te pones vieja, cualquiera te confunde con uno de los muchachitos de segundo o tercer año; digo con los muchachitos porque las muchachitas tienen que venir en saya, pero al menos ya te has dejado crecer un poquito el pelo; cuando lo tengas más largo, te puedo llevar a ver a mi peluquera, que hace un desriz buenísimo. Y entonces, un poco más seria, pero sin perder la ternura: Tienes que resolver el problema de los suspensos antes de irte, no puedes dejarnos esa bola de candela; espero que te vaya bien, aquí nadie te desea nada malo, pero tienes que ayudarnos. Me puse de pie, tenía clases con el E-32 en unos minutos. Antes de que saliera de la dirección, ella dejó caer: Si hace falta alguien para limpiar las habitaciones del hotel donde vas a trabajar, me avisas. Sabía que era una broma, una broma con la que esperaba asegurarse de que teníamos un trato con respecto a los suspensos. No respondí. Además, si aparecía un trabajito limpiando las habitaciones de algún hotel, la primera que iba a agarrarlo con las dos manos era yo, no iba a avisarle a nadie.

Estaba eufórica al salir de la dirección, me pasé la mano por el pelo y recordé el comentario de la directora. Unos quince o veinte minutos antes, mientras esperaba afuera de la dirección, de pie, la profesora de Matemática pasó junto a mí corriendo para responder una llamada en la recepción y se detuvo solo para decirme: Tienes el pelo larguito, ahorita puedes hacerte el desriz. Estaban convencidas de que el siguiente paso, después de dejarme crecer el pelo, era laciármelo; nadie concebía que anduviera por ahí exhibiendo mi pasa cruda de negra. Quería verles las caras cuando me apareciera al día siguiente con la cabeza rapada otra vez. Era lo primero que haría al salir de la escuela. Ignoraba que aquel día iba a ser interminable y que, cuando por fin saliera de la escuela, raparme sería lo último en lo que podría pensar.

Era martes. Los martes me tocaba el tercer turno con el E-32, detrás de Elena, que les impartía Física. Caminé rápido hacia la escalera y subí los escalones de dos en dos, a pesar de que aún faltaban más de quince minutos para el timbre del cambio de turno, y de que los pedazos de cabilla asomaban por algunos de los escalones de gravilla rotos en la escalera sin entrepaños. Me recosté a la baranda, en un punto desde donde veía la mesa del profesor, que era como las de los alumnos: las mismas mesas bajas de madera con patas de hierro en las que me había sentado en todas las escuelas por donde había pasado, desde preescolar. Las mismas mesas que había en las aulas de la universidad, y, cuando pensaba que me había librado de ellas, resultaba que en el tecnológico a los profesores les tocaban aquellas mismas mesas. La única diferencia era que la del profesor se encontraba sobre una especie de estrado, que era apenas un simple escalón. Sobre aquel escalón que hacía función de estrado estaba Elena; explicaba algo sobre intensidad de la corriente, con voz lenta y pausada, movimientos deliberados, desplazando el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Con una pesadez... elegante. Siempre iba en vestidos o sayas ajustadas sobre las rodillas, tacones altos. El vestido de aquella mañana era azul Prusia; se lo había visto muchas veces, era de los que mejor le quedaban. Me había fijado a principios de curso: debía ser miércoles o viernes, porque tenía clases con el E-31 y esperaba el timbre afuera, con los ojos cerrados y la espalda apoyada en la pared bajo la ventana de la recepción, intentando estirar los últimos minutos antes de que el timbre sonara. Desde allí escuché a la profesora de Matemática decir que a Elena no se le caían los senos porque no había tenido hijos. Ni los tendrá a estas alturas, sonó la voz chillona de la profesora de Química; además, nadie le ha conocido nunca un marido. Intenté entonces visualizar a Elena; por supuesto que la había visto a lo largo de mis casi tres cursos en la escuela y ahora incluso nos cruzábamos en los cambios de turno: una mujerona antigua y severa que intimidaba a los alumnos con el sonido de sus tacones aproximándose al aula. Creo que habríamos cruzado palabras un par de veces en tres años; hasta ese momento, apenas la había mirado; quizás al escote un par de veces. El comentario de la profesora de Química me hizo reír: la profesora Elena. Enseguida sacudí la cabeza y me encaminé a la entrada de la escuela para subir al E-31, el timbre acababa de sonar. Al doblar en el recodo de la escalera, vi la tela azul apretando la espalda y formando pliegues en la zona de la cintura cuando elevaba la cadera en el momento de subir el escalón. No pude evitar mirarla con curiosidad, y que mi mirada siguiera la línea que bajaba de su sobaco a su cadera delineando la cintura, el muslo que avanzaba, haciendo que la cadera se elevara y se tensara más la tela, su carne mulata contra el azul Prusia; no hay pierna que no luzca hermosa en un zapato de tacón alto y las suyas eran largas, con músculo sólido en los gemelos, las piernas que podían sostener aquel cuerpo macizo. Los tacones eran como el toque final. Pase, profe, yo necesito tomarme mi tiempo, ya no tengo veinte como usted. Eran veintiséis; veinte menos que ella. Quizás me llevaba solo quince; no son tantos, pensé. Muy lindo su vestido, mi hombro rozó su brazo cuando pasé junto a ella, me encanta el azul. Cuando lo quiera, dijo y nos reímos ambas. Con aquel vestido habría podido hacerme otros tres... en el supuesto caso de que pensara ponerme un vestido. No me imaginaba metida en uno y creo que ella tampoco me imaginaba. Curvaba un poco los labios hacia abajo al sonreír, y se le hacían unas finas arrugas alrededor de los ojos, en aquella piel tersa y cremosa. Sin embargo, parecía más joven en aquel momento. O simplemente más... asequible. Sonó el segundo timbre y tuve que apurarme. Pero por primera vez, en todo el curso, en los casi tres cursos que llevaba allí, entré al aula sintiendo algo cercano al entusiasmo.

Elena explicaba, gesticulaba, se movía, como si en vez de una clase de Física para muchachos de 17 y 18 años que querían agarrar un título de cualquier cosa, lo antes posible, y ponerse a trabajar en lo primero que apareciera, estuviese presentando una ponencia en Pedagogía 2003, ante un montón de delegados nacionales y extranjeros pendientes de su presentación; como si fuera la clave para revolucionar la Enseñanza Técnico-Profesional en el mundo. Se regodeaba con los gráficos, las variables, los algoritmos. Lo mejor era que no se oía una voz aparte de la suya, Y ni el más mínimo murmullo. Los alumnos parecían realmente interesados, o, por lo menos, hipnotizados — idiotizados, más bien, porque yo estaba segura de que no estaban entendiendo media palabra—. Lo importante era el silencio, un silencio unánime, hasta que lo rompió un ligero cuchicheo al fondo del aula. No sé si reconocí o adiviné la voz de Misael. Elena se interrumpió, dejó en el aire la mano que se movía por el gráfico dibujado en la pizarra, los labios entreabiertos, una de sus perfectamente depiladas cejas alzada. No se molestó en hacer o decir nada, al cabo de unos segundos oí el balbuceo de Misael: Discúlpeme, profesora; y de nuevo el silencio rotundo, hasta que ella reanudó la explicación. Cuando sonó el timbre, en vez de salir todos del aula en estampida, una de las hembras, Yecenia o Kimberly, preguntó si ya podían salir. Elena suspiró y miró la pizarra con tristeza. Sí, ya pueden. Empezó a organizar sus cosas con movimientos lentos, cuidadosos, casi tiernos: el plan de clases sobre el registro, el borrador, la cajita de las tizas encima. Los gestos de limpiar y cambiarle el pañal a un recién nacido. Por último, se colocó la cartera en el hombro derecho. El peso hacía que alzara el hombro y se inclinara al lado izquierdo. Se colocó el registro con el resto de las cosas sobre el antebrazo izquierdo y caminó hacia la puerta. Hice mi entrada en ese momento y nos cruzamos. Hola. Cómo estás, preguntó con una sonrisa dulce… y lejana, sobre la marcha, sin esperar respuesta.

Misael preparó el proyectil mientras se mordía el labio inferior con rabia, se levantó de la silla, inició el wind up de lanzador y se quedó con el brazo en el aire, y conmigo incinerándolo con la mirada desde la puerta. No me moví, no hablé; me limité a levantar una ceja y esperar. Casi medio minuto midiéndonos con la vista; el resto del grupo pendiente de la escena. Entonces lo lanzó: una caja de fósforos estrujada que golpeó a William en la espalda. Este lo agarró y me lo enseñó. Usted lo vio, profesora, vio cómo me lo tiró. Y se volvió para retribuir el gesto. Si te atreves, te levanto un acta ahora mismo y no entras al aula hasta que vengan tus padres. Pero él tenía un argumento en su defensa: Misael comenzó, si me quedo dado me cogen la baja. Misael ripostó que había comenzado él, pero yo no lo había visto; y como yo soy el de la mala fama, la va a coger conmigo. Siéntense los dos y cállense. Estaba empezando a sentir las palmas de las manos húmedas, la quemazón en las orejas. ¿Y por qué tenemos que sentarnos, profesora, estamos en los cinco minutos de receso? William pareció iluminarse: es verdad, profesora, estamos en los cinco minutos de receso y podemos hacer lo que nos dé la gana. Los cinco minutos eran para ir al baño, tomar agua, sacar punta, pero no logré decirlo; no lo recordé, de hecho, el zumbido en los oídos no me dejaba pensar. William lanzó el proyectil; Misael lo recibió en el pecho, feliz, desafiante, y por fin sonó el timbre. Tropecé con la mirada de Reinier, sentado justo detrás de Misael; bajó la vista, pero me di cuenta de que miraba a Misael con disimulo.

Siempre hay un momento en que parece que las cosas saldrán bien, que una podrá llevarse bien con ellos, tener un curso armónico. Cuando llega la mitad del curso, una ni recuerda un momento así; pero lo hubo, siempre lo hay. Excepto con Misael. Desde el mismo primer día de clases, en el que no se dan clases en lo absoluto y de lo que se trata es de presentarse, hablar de la asignatura, de cómo van a funcionar las cosas, o sea de explicar las reglas del juego. Ese día estaban embullados con la asignatura y hasta creían que iban a aprenderse canciones en inglés; Reinier quería ser monitor y aún se sentaba en la primera mesa. Yo también pensaba que todos disfrutaríamos las clases, que seríamos como una familia a lo largo del curso, que hasta habría tiempo para alguna canción en inglés, que aquel curso no iba ser simplemente soportable, sino bueno, realmente bueno. Hasta que Misael hizo la pregunta, con voz inocente: ¿Para qué necesitamos aprender inglés si vamos a ser electricistas? No había reparado en él hasta el momento: cruzado de brazos, las piernas abiertas como si estuviera en su casa, el uniforme… impecable. Algunos me dijeron que no le hiciera caso, que era el odioso del grupo. Siempre quiere ser el centro. Lo consiguió. Incluso quienes lo consideraban un odioso, estaban pendientes de mi respuesta. Si matriculas Ingeniería Eléctrica o Ingeniería en Telecomunicaciones cuando salgas de aquí, casi toda la bibliografía más actualizada está en inglés; incluso si entras al ISPET, para ser profesor de electricidad aquí mismo, necesitas el inglés; además, si vas a trabajar a un hotel o a una firma como electricista, te puede hacer falta para comunicarte con un huésped. Creí haberle dado una respuesta contundente, pese a mi tono tranquilo. Su respuesta y las del resto del grupo me demostraron que estaba equivocada: yo no quiero saber ni de ingeniería, ni de ISPET, sino que mi papá se relaje y me deje tranquilo; a mí ya me tienen resuelta una plaza en una firmara cuando salga de aquí, el título de Inglés me lo van a comprar; lo mío es la music, e título es para que mi papá se sienta happy; lo mío es empezar a ganar dinero con cualquier cosa, teacher, a los electricistas les pagan una mierda y a mí la corriente me da miedo; un socio mío que nada más sabía decir Tom is a boy y Mary is a girl, se encontró con una yuma y la enganchó, ahora está en Canadá y ha viajado medio mundo. Los murmullos llenaron el aula y las miradas iban de Misael a mí. Reinier era el único que no hablaba y me miraba con una sonrisita tímida. Creo que por eso se estableció cierta complicidad entre nosotros, más incluso que por el hecho de que resultó ser el más rápido para captar las cosas y casi el único al que de verdad le interesaba el inglés. Vi una oportunidad en la historia del muchacho que se fue a Canadá: ¿En qué trabaja tu amigo? Era un riesgo, podía haberme dicho que era jefe de seguridad en un banco, que daba clases de baile, que tenía un negocio. Por ahora, friega y saca la basura en una cafetería. Justo lo que yo esperaba. Si tu amigo hubiera aprendido inglés aquí, ya sería como mínimo camarero en esa cafetería, estaría trabajando con el público, recibiendo buenas propinas, o en un hotel; el problema no es que se presente la oportunidad, sino estar preparado para aprovecharla; tu amigo logró irse, pero sin preparación; ahora tiene que aprender apurado, lo primero que necesita es aprender inglés. Misael intentó sonreír y le salió una mueca. ¿Y si yo no quiero ninguna oportunidad?, no quiero ser ingeniero, ni aprenderme cancioncitas tontas, ni empatarme con una yuma, ¿por qué tengo que estar aquí contra mi voluntad?; para cortar la corriente y volverla a poner no hace falta saber inglés. Pues para aprobar el tercer año sí te va a hacer falta. Con eso di por terminada la conversación y quedó declarada la guerra.

William empezó a sentarse en cámara lenta, en contra de su voluntad; Misael no podía quedarse dado y le tiró otra bola de papel. William agarró lo primero que encontró para irle encima: un pedazo de cartabón. Atrévete si eres hombre, le gritó Misael, sin levantarse de la silla ni descruzar los brazos. Sí, William; lo animé, me daba igual si le partía la cabeza o le sacaba un ojo, excepto que estaban en mi turno de clases, eso me hacía responsable de lo más mínimo que ocurriera ahí dentro; atrévete, que no los voy a separar, lo que voy a hacer, después que se hayan sacado sangre, es llamar a los padres de ambos y a la Policía, para que les abran un expediente y los metan en una escuela de conducta. William se aconsejó y dejó el pedazo de cartabón en la mesa. Misael estaba frustrado: penco, susurró lo bastante alto para que William lo oyera. Cuando salgamos, prometió William mientras se sentaba. Fue entonces que Yecenia me preguntó si ya estaban las notas. Hasta ese momento, ninguno se había acordado del examen. Yo tampoco.

Estaba pensando dejar que sigan divirtiéndose y colocar las notas en el mural el día antes de la revalorización; hice como que iba a recoger mis cosas para irme y empezaron a gritar: profe, no se vaya; ¿viste, Misael? por tu culpa, comemierda, pesado, sangrón, si no dan las notas, prepárate. Aproveché para intentar calmarme, apoyada en la mesa, mientras se gritaban cosas. Me quedaba poco más de un mes de aquello, más el examen de revalorización, en el que la directora aspiraba a que aprobaran todos, o al menos la mayoría, y el extraordinario, para algún recalcitrante que lo mereciera. Pero que no sean muchos, profesora, había pedido, casi ordenado, la directora. Después… cualquier cosa. No encontraría trabajo como guía de turistas tan rápido, pero estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, desde la recepción hasta la limpieza de las habitaciones y los baños de los huéspedes. No es que estuviera dispuesta a limpiar el suelo en un hotel; es que habría pagado por una plaza para limpiar el suelo en un hotel, si hubiese tenido suficiente dinero. Cierto que para eso no necesitaba haber estudiado cinco años en la universidad y haber sido el mejor expediente entre los egresados del municipio. También era cierto que aquel no era solo el camino más fácil, sino el más egoísta. Pero no era el momento de tener en cuenta lo que pensaba Elena, la pasión que ella ponía en cada clase, desde el momento que las preparaba; aunque llevara casi veinte años impartiendo la misma asignatura, las preparaba siempre como si fuera la primera vez. El día que me acomode me retiro, solía decir. No era el momento de pensar en Elena en lo absoluto.

Durante mucho tiempo pensé que recordaría el motivo de aquella marcha política. Pero cuando has tenido que ir a muchas, casi desde antes de tener uso de razón, llegas a confundirlas en tu cabeza, borras algunas y te inventas otras a las que no fuiste, pero te aprendiste tan bien los detalles para probar tu asistencia que llegas a creer que estuviste. Así es que ahora no puedo recordar cuál era el motivo para aquella marcha; siempre había motivo para alguna y siempre había que ir. Esta iba a ser muy temprano. Las guaguas empezarían a salir de la escuela antes de las cinco de la mañana, lo que significaba acampada nocturna en la escuela y caldosa gigante para la comida de por la noche y el desayuno antes de ir a la marcha. A los alumnos les encantaba la idea de dormir en la escuela, porque dormir era lo que menos hacían. Los profesores debíamos estar allí para dar el ejemplo, acompañarlos en aquella actividad y... vigilarlos.

Le dije a la directora tajantemente que no iba a ir... a la acampada. Iría directamente a la marcha en el transporte que empezaría a salir a las cuatro de la mañana, a cuatro cuadras de mi casa. La directora me atravesó con una mirada fría y afilada: la verdad es que estamos solicitándoles a los profesores más jóvenes que vengan a la acampada, porque el claustro lo integran, en su mayoría, personas de cincuenta años o más, y algunos viven muy lejos para pedirles que vayan a sus casas y regresen por la noche; además, tenemos a tres profesoras con niños pequeños, usted no tiene hijos ni marido que atender; me preocupa el ejemplo que puede estar transmitiendo a alumnos que están en una edad frágil, en la que todavía pueden confundir el camino correcto, ¿cómo van a interpretar que usted los incite a aprender inglés para irse del país y luego se niegue a apoyar una actividad política de vital importancia para la Revolución? Tuve que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada en su cara; me las arreglé para dibujar una sonrisa amistosa. Desearle una buena acampada habría sido una ironía, pero me despedí diciéndole que nos veríamos en la marcha. Eso espero, contestó. Las dos sabíamos que aquello era prácticamente imposible, con las más de cien mil personas que los medios de comunicación preveían. Se esperaba récord de asistencia del pueblo. Y si se esperaba récord, récord habría. No nos encontraríamos en aquel mar de gente, ella no podría demostrar que yo no había asistido a la marcha. Pero abandoné la escuela con una punzada en el pecho.

No me apuré en acostarme a dormir aquella noche; lo mejor que tienen las marchas es que no hay clases y yo no necesitaba levantarme a las tres de la mañana para estar a las cuatro en ningún punto de transportación para ir a ninguna marcha. Pero a las tres de la mañana estaba despierta. Las palabras de la directora se habían quedado en mi cabeza, como una semillita de guayaba, pequeña e insignificante. A las tres de la madrugada, la semillita había germinado lo suficiente como para despertarme. Había sido un error negarme de cuajo a ir a la acampada; lo inteligente habría sido decir que iría, mostrar entusiasmo, decir voy a traer esto y aquello para la caldosa; y llamar a la escuela, a las siete de la noche, para comunicar, con tremenda pena, que me había caído la regla y el dolor de ovarios no me dejaba moverme. Así, habría liquidado la acampada y la marcha de golpe, sin marcarme. Había calculado que la directora no podría demostrar que yo no había asistido a la marcha, pero lo cierto era que yo tampoco podría demostrar que había estado. Y qué, me dije. Si no iba a la marcha, qué. Hasta el momento no le había sucedido nada a nadie por no asistir a alguna marcha, pero nadie se había atrevido a dejar de asistir a ninguna, a no ser por un motivo de fuerza mayor. Yo no había ido a todas; había ido a muchas, pero en aquel momento me parecían insuficientes. Para colmo, alguien había oído aquella conversación con el E-32 el primer día de curso y le había dicho a la directora que yo los incitaba a aprender inglés para abandonar el país. Quizás, la propia directora me había escuchado; o se lo habría dicho algún alumno. Yo, que no era capaz de incitar a nadie a nada, ni quería. Me entró miedo sin saber exactamente de qué, que es el peor tipo de miedo que existe. Tenía que ir a la marcha y lograr que me viera alguien.

Después de aquella he estado en otras marchas y, como es lógico, en cada una se ha roto el récord de asistencia de la anterior. Pero en ninguna me ha parecido ver tanta gente como en aquella. Era un bloque compacto. No conseguía dar un paso a un ritmo más rápido del que llevaba la gente, que se movía a ritmo de conga... una conga lenta y cansada. Intentar avanzar entre la gente era como intentar nadar en nata. Y aún si lo hubiese logrado, no hubiese sabido a dónde ir. El personal y el alumnado del tecnológico podían estar desfilando al principio, en el medio o al final del bloque. Llegó el momento en que solo quería dejarme caer en el suelo, si no hubiese corrido el riesgo de que me pisotearan. Me dolían los ovarios. Lo que debió ser una mentirita salvadora para librarme de la acampada y de la marcha, se había convertido en una inoportuna realidad: tenía la regla. Logré atravesar el bloque, salirme antes de que aquella ola gigantesca terminara de arrastrarme.

Desde el muro del malecón contemplé aquella especie de rebaño con un débil desprecio. Cerré los ojos y rogué que pasara el dolor. Ya no importaba si la gente de la escuela me veía o no en la marcha. Pero si no me veían, habría ido hasta allí con mi dolor de ovarios por gusto, así es que abrí los ojos para clavarlos ávidos en la multitud. Aún cabía la posibilidad de que los viera desde ahí. Pero ahí era justamente donde no podía sentarme. El policía no pronunció una palabra; simplemente salió de la nada, con cara de piedra, y me indicó con un gesto que debía levantarme. Avancé unos metros y otro policía se materializó para decirme lo mismo. Y otro, metros más adelante.

Terminé incorporándome al bloque. Solo me quedaba terminar la marcha con el rebaño e intentar encontrar al personal del tecnológico antes de que se dispersaran hacia las guaguas que debían llevarlos de regreso a la escuela; o esperarlos, si estaban al final del bloque. Parecía que faltaba un mundo para llegar al punto donde esperaba el transporte, cuando me salvó Elena. Lo primero que me sorprendió fue su mano en la espalda. ¿Te sientes mal? Una alegría de náufrago ante una tabla de salvación. En ese momento, el vaivén de la multitud moviéndose al ritmo de la eterna conga revolucionaria «Pa lo que sea, Fidel, pa lo que sea» casi me hizo perder el equilibrio. Elena lo evitó al sostenerme contra su costado y me repitió la pregunta. Tenía los ojos muy abiertos, con una preocupación sincera y maternal en la cara. Los ovarios, le dije. Pero la verdad era que el hecho de encontrar a alguien de la escuela que pudiera decir que me había visto en la marcha hacía que el dolor se volviera soportable. De pronto, me sentí bien, con ganas de reírme; le rodeé el cuello con el brazo y le planté un beso en la cara. Exageré; no quería que me malinterpretara, yo habría abrazado a una mofeta, si la mofeta hubiera sido personal de la escuela. Quería explicárselo y me separé un poco, entonces noté que se había sonrojado, a pesar de que tenía la vista baja. Cuando la levantó, había una pregunta en su mirada y una especie de miedo, como cuando estás a punto de hacer una inversión con la que puedes ganar mucho o perderlo todo. La multitud volvió a empujarnos y su reacción fue sostenerme de nuevo, aunque esta vez no iba a perder el equilibrio, y sonreírme. La gente a nuestro alrededor coreaba la consigna y avanzaba a paso de conga: dos pasos adelante, uno hacia atrás. Dos pasos adelante y uno hacia atrás, ¿no te parece conocido?, le pregunté, es lo que hemos hecho toda la vida en este país. Su respuesta fue brusca: no me gusta hablar de política, y bajó la vista. La alzó con la misma brusquedad, y con una sonrisa, mientras intentaba imitar lo que hacía el resto: nunca he sido buena para el baile, no tengo oído. Ni yo, respondí. Pero seguimos moviéndonos, al ritmo de nuestra propia conga. Decidí en ese momento que nunca hablaría de política con ella, que no lo necesitaba.

La gente dejó de moverse a ritmo de conga y pudimos avanzar de verdad y llegar de una vez a donde estaba el transporte. Miramos a nuestro alrededor; todos buscaban las guaguas que los acercarían a sus respectivos municipios. Habría querido invitarla a algún lugar donde pudiéramos comer algo y conversar, pero todo estaba cerrado. Podíamos arriesgarnos a buscar algún lugar abierto y seguramente lo encontraríamos: uno apto para turistas, del tipo que no debía cerrar, aunque hubiese marcha, y donde un refresco costaría más que mi salario de un día. Además, estaban las guaguas. Si las dejábamos ir, no teníamos idea de a qué hora se restablecería el transporte público. De todas formas, ella debía regresar en las de la escuela con los alumnos y algunos profesores. Casi no pude contener un suspiro de alivio al escuchárselo decir. Por alguna razón, me sentía obligada a tomar la iniciativa invitándola a algo y ella acababa de liberarme de ese peso. Podíamos vernos al día siguiente, conversar en la escuela durante algún turno libre o en el almuerzo. A la vez, me pregunté si no había malinterpretado su mirada, si no querría en realidad deshacerse de mí lo antes posible. Su voz había sido amable al decirme que cogiera la guagua que me acercaría a casa para que pudiera acostarme, pero habría sido igual de amable con cualquiera. Me quedé viéndola caminar hacia la guagua de la escuela. Se volvió con un pie en el estribo y me miró por varios segundos. Un grupo de gente que caminaba hasta otra guagua se interpuso entre nosotras por un instante; siguieron de largo y ella seguía allí, mirándome. Al fin alzó la mano para decir adiós. No sé cuánto tiempo estuve allí paralizada, mirándola sin saber qué hacer.

La verdad era que disfrutaba el momento; me regodeé en sacar los exámenes, desplazarme por el aula despacio mientras decía el nombre y la nota de cada uno en voz alta. Pero llegar a Misael, decir su nombre y su nota, fue el clímax, el mejor momento del curso. Valía la pena por cada payasada que le había aguantado, cada puñetazo que había tenido ganas de darle y había tenido que contener. Dieciséis puntos. Dieciséis puntos sobre cien. Ni se había acercado al aprobado, que era sesenta puntos. Volví a levantar la vista para dejársela caer encima. Los demás se burlaban de él, pero yo lo miraba fijo, al fondo de los ojos, justo como Elena quería que lo mirara, como una profesora debía mirar a sus alumnos, según ella. No funcionó. No sentí una gota de lástima por él. Por Reinier, sí. Cuando comenzó el curso, era un alumno de cien puntos. Para el segundo trabajo de control no había llegado a ochenta; pero había ayudado a Misael, que se le había sentado detrás durante el examen. Los dos habían sacado la misma nota y Misael conservaba la esperanza de aprobar. Pero para el tercer trabajo de control, los separé. Misael se había quedado corto con el promedio de los tres trabajos de control; terminaba con 55 puntos y los dos sabíamos que yo no iba a mover un dedo por buscarle esos cinco puntos que lo separaban de aprobar. Tampoco haría nada por ayudarle en la revalorización; tendría que llegar hasta el extraordinario y quemarse las pestañas para conformarse con sesenta miserables puntos, aunque se las arreglara para sacar un cien.

Para Reinier era diferente; había aprobado, sí, pero su promedio no llegaba a los noventa puntos. Eso disminuía su índice académico final y sus aspiraciones de entrar al Instituto Superior Pedagógico de Enseñanza Técnica. Y su imagen de tipo inteligente, el disco duro andante del aula, el tipo que lo sabía todo. Quizás podía lidiar con todo eso; quizás ya no le importaba tanto entrar al ISPET, o no le había interesado nunca, ni ser el más inteligente del aula; quizás todo eso a quien le interesaba era al padre. Si era así, mucho peor para Reinier; a su padre no le gustaba que le llevara la contraria. Esas habían sido sus palabras cuando tuvo que aparecer en la escuela por una fuga colectiva del grupo en la que Reinier había participado, y de paso se enteró de cuánto había bajado el rendimiento de su hijo. No habló mucho, pero su mirada me dijo lo que le esperaba a Reinier cuando llegara a casa. La cara de Reinier me dijo que él también sabía. Sentí lástima por él, y él lo hubiera visto, si lo hubiese mirado al entregarle el examen. En vez de eso, solté la hoja sobre la mesa, delante de él, y hablé sobre la marcha: ahí tiene el precio de las compañías que ha escogido, me gustaría saber qué pensará su padre. Entonces me volví y alcé la vista...hacia Misael. Él era el culpable de todo, el único verdadero culpable de todo. Después de entregar el último examen, caminé despacio hasta mi mesa y me quedé mirando la pizarra. Había escrito la palabra English y la fecha, como de costumbre, e incluso la palabra Topic. Ahora debía copiar las preguntas y las respuestas correctas para que cada uno supiera en qué se había equivocado. Pero a los que habían aprobado les bastaba con haber aprobado. Los suspensos lo estaban precisamente porque no les interesaba absolutamente nada.

Ya empezaban a alzar las voces, a hablar de cualquier cosa menos del examen. No me importaba. Acababa de dejar la tiza sobre la mesa, cuando sentí el golpe en la espalda, más bien la sensación de que una abeja o un cocuyo se hubiesen estrellado en mi espalda. Estuve a punto de no darle importancia y aún no sé qué me hizo bajar la vista. Estuve mirando el bicho hasta que acabé de convencerme de que no era ni una abeja ni un cocuyo, sino un taquito de papel estrujado de un par de centímetros de diámetro. Pero tenía que ser un error, no podían haberse atrevido a tirármelo. Me quedé esperando que alguien dijera que lo había lanzado al cesto y me había golpeado por error. Era una explicación ridícula, porque el cesto estaba a casi tres metros de mí, pero descubrí que estaba dispuesta a aceptar aquella explicación, que de hecho necesitaba aquella explicación... que no llegó. Cuando levanté la vista, ya me ardían las orejas, pero estaba dispuesta a escuchar cualquier disculpa, estaba desesperada por escuchar una disculpa. El golpe de aquella pelotica de papel nisiquiera me había dolido y hasta podía haberla ignorado. En realidad, debí haberla ignorado. Pero era tarde. ¿Quién fue? Me miraban con una inocencia impenetrable que no me engañó. Volví a preguntar, pero sabía que iba a recibir la misma respuesta. De todas formas, lo intenté una tercera vez, y una cuarta. Estamos en la recta final, es mejor que terminemos la fiesta en paz, no es un buen momento para una payasada de este tipo, les espeté. Recorrí el aula con una mirada fría. No me obliguen a mandar a buscar padres y empezar a manchar expedientes a estas alturas del juego. Bien, ya que el autor intelectual no es hombrecito, tendrán que quedarse hoy aquí hasta que yo sepa quién fue; así es que espero que a nadie se le ocurra irse cuando suene el timbre del último turno, o será peor. Hablaba con todos, con la vista fija en Misael.

¿Nosotras nos podemos ir?, era la vocecita ñoña de Yecenia. Yo estaba convencida de que ni ella ni Kimberly habían lanzado el taco. No, respondí. Me limpié las manos, que apenas estaban sucias de tiza, en el pantalón. Quedan diez minutos para que suene el timbre, así es que tienen tiempo para pensar. Y me volví a la mesa para empezar a recoger mis cosas. No llegué a hacerlo. Me paró en seco la voz chillona y baja como el silbido de un mosquito: Tu madre. Como si no hubiese querido que lo escuchara. Pero era difícil de ignorar, como el silbido de un mosquito. Fui directo a Misael, con las orejas ardiéndome. Repítelo, si eres hombre. Su respuesta fue aquella sonrisita desafiante y en ese momento supe que las cosas se me habían ido de las manos y no habría marcha atrás. Le soné un bofetón. Se levantó y en seguida estuvimos en el suelo. Los alumnos gritaban métele, métele, métele. No puede haber durado mucho, aunque haya parecido una eternidad. Vino corriendo un grupo de profesores a separarnos. Ninguno era Elena. A esa hora tenía clases en el E-31, o era su turno libre y estaba en el departamento, sola, con la nuca apoyada en el respaldar de la silla y los ojos cerrados. Me dolía la cabeza y no recordaba de pronto si era martes o jueves. Qué diría cuando se enterara, qué me diría, si se dignaba a decirme algo.

Tuvimos que esperar casi dos semanas. Su madre se sentaba frente al televisor durante horas, antes de dejarse convencer de que en realidad se estaba cayendo y necesitaba irse a dormir. Cada vez que Elena apagaba el televisor, la madre se despertaba de un brinco y le decía: no me apagues eso. Era como si el televisor la arrullara. Casi a las dos de la mañana terminaba por rendirme y despedirme de Elena. Pocos minutos después, la señora subía a su cuartico a acostarse. Elena por fin podía abrir el sofá cama, cuando me había ido. Sospechaba que la señora lo hacía adrede, pero nunca lo dije. Toda esa espera me dio demasiado tiempo para fantasear, planificar en mi mente cada detalle, cómo ocurriría todo, sabiendo que era un juego peligroso, que las cosas podrían no suceder como las había pensado. O no suceder en lo absoluto. Pero no podía dejar de pensar en su cuerpo aplastándome sobre el sofá cama, por fin.

Lo primero que no ocurrió como lo tenía pensado fue el estar en su sofá cama. Su madre no iba a dejarnos libre el terreno de la sala de la casa tan fácilmente, y ella no estaba dispuesta a ir a un alquiler por horas conmigo, a pesar de que yo estaba dispuesta a cubrir todo el gasto. No iba a dejarse ver entrando en un alquiler con una mujer. Le aseguré que el lugar era discreto,que solo iba a vernos la dueña. Pero es que nadie tiene que saber, me contestó.

Terminamos en la cama de un amigo. No lo vio ninguna de las veces que usamos su apartamento. Él me dejaba la llave el día anterior y yo llegaba mucho antes que ella. Tampoco sucedió con la calma que yo había previsto; quería besar cada milímetro de sus labios, acariciar el borde con la yema de los dedos, demorar su lengua dentro de mi boca y bajar por su espalda, despacio, oler cada rincón de su cuerpo y entonces, hacerla sentir la punta... de la lengua, solo la punta, como un... aperitivo, pero dejar los dedos fuera del asunto... por el momento, y quedarme ahí, hasta que tuviera que apretarme las orejas con los muslos y clavarme los dedos en el cuero cabelludo y gritar. Y no detenerme de todas formas.

Cuando por fin estuvimos juntas, fue como si tuviéramos un hambre centenaria. Apenas habíamos tenido tiempo de desnudarnos; solo había podido zafarle la blusa, alzarle la saya. Ella me había quitado la camiseta y había luchado con mis jeans hasta que logró bajármelos por debajo de las rodillas con el blúmer. Me apretó las nalgas con los dedos, las caderas entre sus muslos, mientras susurraba entre jadeos: Es tan raro tener una mujer entre las piernas...otra vez.

En la escuela, éramos casi las mismas. Nos saludábamos igual cuando nos cruzábamos en la entrada de alguna de las aulas: ¿Cómo está, profesora?, con una mirada cómplice que nadie más tenía tiempo de percibir. A veces almorzábamos juntas en el comedor, más tarde que el resto de los profesores, para estar solas. Ni entonces me dejaba acariciar su rodilla o tomar su mano por debajo de la mesa. Solo en el cine o el teatro, si estábamos solas en una fila, sin nadie sentado detrás o delante, podía coger le la mano. Nada más. Así, durante quince o veinte días, hasta que mi amigo nos dejaba usar su apartamento otra vez. Y cada vez teníamos la misma hambre ancestral. Al final, ella se volvía al techo y reía con una felicidad infantil que yo no la creía capaz de permitirse. Decía: a veces se me olvida lo bueno que es esto. O miraba como si pudiera ver más allá del techo, en silencio. O se quedaba dormida y abría los ojos de golpe a los cinco minutos y decía: discúlpame, y me besaba, discúlpame, y nos dormíamos las dos. Estábamos en uno de esos momentos, preparándonos para el siguiente asalto, aún tenía los ojos cerrados y la cabeza en su brazo, la cara cerca de su axila, mientras me acariciaba la cabeza, cuando dijo que le gustaría verme el pelo largo. No habló de productos químicos ni de cremas desrizadoras; solo dijo que quería verme el pelo largo.

Quizás le preocupaban los comentarios sobre mí, que podían ser transferibles a ella, ahora que se nos veía juntas de vez en cuando. Pero estaba dispuesta a complacerla. Estaba dispuesta a complacerla en casi todo.

No entendía que hubiese tantos suspensos en Inglés. No lo necesitan para ser electricistas, dijo. Estábamos envueltas en la sábana, acurrucadas una frente a la otra, entrelazando los dedos de los pies, separándolos para deslizarlos por la pierna, el empeine. Estaba de acuerdo con ella. Por tanto, la solución, contesté, es sacar la asignatura del programa. Sonrió: claro, y podríamos eliminar Educación Física, Historia y hasta Español; que sepan leer el metro contador y cortar la corriente, aunque no sepan quién es el héroe nacional de este país, ni cómo se escribe la palabra circuito. Pues si tienen que aprobar Historia y Español, tienen que aprobar Inglés; me he comido el mismo cable que todo el mundo durante el curso, no he tenido una cabrona ausencia, gruñí. Los dedos de uno de sus pies subían por mi empeine y se detuvieron; yo no. No he llegado tarde, dije, he preparado cada una de mis clases; no tengo por qué regalar un solo punto. Se volvió boca arriba y empezó a quitarse la sábana, como si acabara de descubrir que hacía calor. Su gesto me hizo sentir un frío en el pecho, incluso antes de que respondiera: No entiendes nada o no quieres entender; el Estado invierte en preparar a estos muchachos, en darles una opción para que no queden desocupados; si suspenden, si no se gradúan por algo tan ridículo como el Inglés, es otro año que tendrán que invertir para graduarse y más gasto para el Estado; si abandonan el tecnológico, es peor, un montón de muchachos vagueando, haciendo sabe Dios qué cosas, sin un oficio que les permita buscarse la vida decentemente. Tuve ganas de reírme, hasta que me di cuenta de que aquel discurso iba en serio. Tú sabes que es suficiente con que tengan una noción del inglés. ¿Me vas a decir que Misael solo está suspenso en Inglés?, pregunté. Bajó la vista con un suspiro: La tienes cogida con ese muchacho... Que es tan bueno, completé. No pudo evitar reírse y sonreí también...de alivio. No me vas a negar que es un purgante. Pero ¿qué ganas con que suspenda el año? Sería educativo para él. No va a repetir el año,va a ponerse a trabajar en cualquier cosa, en el mejor de los casos; estos tres años habrán sido un desperdicio de tiempo y de recursos. Además, su voz era casi un susurro, no es solo Misael; más de treinta suspensos entre dos grupos de menos de cuarenta alumnos cada uno; te excediste, sabes que no te lo van a permitir; al final, vas a tener que aprobarlos. ¿Y si no los apruebo?, pregunté. Esa cantidad de suspensos es reflejo de un mal trabajo a lo largo del curso, sobre todo en el caso de alumnos que no faltan nunca a la escuela; Misael, mal que te pese, no falta nunca. Ojalá lo hiciera, dije, ojalá no hubiera tenido que soportarlo el curso completo. Nos miramos en silencio. No tendrás una buena evaluación a final de curso, susurró al cabo de lo que pareció un siglo y debieron ser apenas unos segundos; el próximo, te harán la vida imposible. Entonces lo solté: No habrá próximo curso. No podía ser una sorpresa para ella; sabía que yo no aspiraba a ser una de las profesoras más reconocidas del municipio ni de la provincia, a que un día un desconocido se bajara de un Lada o un Ferrari para decirme que gracias a mí había descubierto la importancia aprender inglés, que sin el inglés no habría llegado a donde había llegado, antes de volver a montarse en el Lada o el Ferrari, mientras yo tenía que esperar una guagua. Y sin embargo me miró con sorpresa... y decepción. ¿Ya resolviste un trabajo en turismo? Negué con la cabeza y ella intentó tranquilizarme con una sonrisa que fue una mueca de resignación: Con el inglés que sabes, pronto te aparecerá algo; cualquier cosa es mejor que dar clases en un tecnológico. Tú también podrías conseguir algo mejor. Lo sé, pero esto es lo que me gusta hacer, lo que me hace feliz; además, si todo el mundo piensa en ganar dinero, quién impartirá clases. El problema es que a ellos no les importa ni el Inglés, ni la Física, ni nada; tú lo sabes. Tú no quieres que les importe; quieres ganar dinero, vivir bien y… Iba a decirle que era mi derecho, pero se me adelantó con una sonrisa y con la única frase que no esperaba escucharle: ...es tu derecho. Me quedé sin saber qué decir o hacer, como aquella vez que la vi decirme adiós desde la puerta de la guagua, y solo fui capaz de moverme cuando la puerta acababa de cerrarse y la guagua empezaba a arrancar: Elena ya estaba de espaldas a la puerta y buscaba asiento, no había tenido tiempo de contarle a la directora que acababa de verme en la marcha, así es que la directora me miró con sorpresa cuando logré montarme en la guagua, después de correr y hacerle señas al chofer, casi sin aire, para que me abriera; Elena se volvió más sorprendida aún, y feliz; más que felicidad, lo que vi en su mirada en aquel momento fue una esperanza. Tuve miedo de que esperara demasiado de mí. Siete meses después, en el apartamento de mi amigo, durante aquel silencio, tuve miedo de que no esperara nada y estiré la mano para tocarla antes de que fuera demasiado tarde. Pero ya era demasiado tarde. Elena se levantaba de la cama. No supe si había esquivado mi mano inconscientemente o esa había sido su única intención. Todavía tenemos tres horas, fue todo lo que se me ocurrió decir. Mis propias palabras, sin necesidad de ver su cara, me avergonzaron. Había sonado como si el único objetivo de encontrarnos allí fuera saciar el hambre que nos teníamos. Pero, por primera vez en aquellos siete meses, me encontré preguntándome si no sería en realidad aquella hambre lo único que teníamos en común. Y entonces, si era en realidad hambre de la una por la otra, o simplemente hambre.

Qué tal. Cómo estás. Cómo va todo. Cómo están tus padres. Cómo está tu madre. Cómo está tu amigo. Como si nunca hubiese sucedido nada entre nosotras. O como si hubiese sucedido y terminado, siglos atrás. Apenas cuatro días y ya éramos dos extrañas. En un mes, me habrían dado la baja y no regresaría a la escuela ni de visita; no tendría nada, a nadie, que ir a buscar allí.

Ahora tengo la impresión de haber escuchado sus tacones en las escaleras, incluso de haberla visto subir corriendo y de que se le trabó un tacón y pudo haberse caído. Era imposible, por supuesto, no que se le trabara un tacón en uno de esos escalones rotos ni que se hubiese caído, sino que yo escuchara sus tacones. Había demasiada gente a mi alrededor, demasiada bulla para que la escuchara, para que pudiera pensar; estaba mareada y había cerrado los ojos. Fue entonces que me pareció oír su voz y, cuando abrí los ojos, la vi abrirse paso entre los profesores y los alumnos. Extendí los brazos hacia ella casi sin saber lo que hacía, sin detenerme a pensar en todos los ojos que teníamos encima, en los comentarios que vendrían después. Ella me estrujó contra su cuerpo, me besó en la frente y la cara; me apretó más. Qué pasó. Cada alumno tenía una versión diferente y la contaba a gritos. Misael decía que él no había tirado el taquito, ni me había mentado la madre. Elena me envió a mi departamento antes de que empezara a discutir con él.

No encendí la luz; cerré la puerta, y los ojos, para ver la enormidad de lo que había hecho. Lo peor era que en el momento de arrearle el bofetón, en ese segundo, me había sentido bien. Lo había disfrutado. Después, había demasiada confusión a mi alrededor. Y Elena. Ahora era el momento de dejarme caer en la silla, sin nada que me impidiera sentir la náusea, el zumbido en los oídos, el corazón martillándome dentro del pecho. No era lo mismo irme de la escuela que ser expulsada. A causa de Misael. Y era yo quien le había dado esa satisfacción, una satisfacción más duradera que la que había sentido yo al golpearlo. Recordé su cara al gritar que no había sido él, las lágrimas de impotencia, y me di cuenta de que había caído en una trampa. Sabía que lo odiaba, que había estado conteniéndome todo el curso para no tirarle algo, y que no podría contenerme eternamente. La directora estaba obligada a expulsarme y perder una profesora graduada, en el supuesto caso de que no tuviera pensado irme, por uno de los peores alumnos de tercer año. No había justificación para golpear a un alumno, por indeseable que fuera. De un momento a otro me mandarían a buscar desde la dirección.

Me imaginaba caminando hasta allí bajo la mirada de todos los profesores y todos los alumnos de la escuela. El camino parecía interminable, la puerta se veía muy pequeña al fondo y con cada paso se hacía más pequeña, más lejana. Tenía que correr, llegar lo antes posible para librarme de todas las miradas, pero cuando entraba no veía al consejo de dirección ni a Elena, que era la jefa de año. Solo había una figura masculina de espaldas, cabizbaja. Quería verle la cara; quería ver si era capaz de mirarme de frente, solos los dos, y decirme que no había sido él. Alguien llamaba a la puerta, pero lo ignoré, quería que Misael me mirara de frente; le di un tirón en el hombro pero no conseguí moverlo, y afuera volvieron a tocar más fuerte y terminé por despertarme. Había conseguido quedarme dormida. Fui a abrir la puerta. Era la profesora de Matemática. Me mandaban a buscar de la dirección.

No estaba Misael. Estaban la directora y la subdirectora. Y Elena, con una mirada dura que me atravesaba. La directora me preguntó qué había pasado, con una voz que dejaba claro quién era culpable y quien la víctima de la historia. Aun así, conté todo en detalle, desde el momento de mi entrada al aula, que ahora parecía tan remoto. Cuando llegué a la parte del taquito de papel y el «tu madre», Elena me interrumpió para preguntarme si estaba segura de que había sido Misael: Él dice que no. Por supuesto que estaba segura, pero la mirada y el tono de Elena me hicieron titubear un segundo antes de decir sí. Bajó la vista y dijo: okey. Tuve la impresión de que no me había creído.

Llamaron a la puerta y la directora mandó a pasar. A mí me mandó a esperar afuera. Me crucé con la madre de Misael. Una mujercita menuda y nerviosa, que siempre me escuchaba con impaciencia cuando la mandaba a buscar para darle alguna queja de Misael y pedirle que firmara un acta. Cuál es la nueva hazaña, preguntaba, con los brazos en jarra y la vista clavada en su hijo, que le sacaba unos diez centímetros y tenía la cabeza baja. Siempre tenía la impresión de que su molestia era por tener que perder tiempo en ir a la escuela. Lo miraba en una forma que te hacía pensar que, como mínimo, iba a molerlo a golpes cuando llegara a casa. Pero yo sospechaba que esa era la impresión que quería dar y que a lo sumo le propinaría un regaño, quizás un cocotazo, y que todo seguiría igual...que era exactamente lo que sucedía.

Me ignoró de la manera más evidente. Cuando cerraba la puerta, la escuché preguntar qué medida iban a tomar conmigo. Le dio un bofetón a mi hijo, si aquí no hacen nada voy derecho a la dirección del municipio, dijo indignada y, seguramente, satisfecha en el fondo porque esa vez su hijo era la víctima. Quería oír la respuesta que recibiría, pero la recepcionista me observaba desde su puesto. No tuve más remedio que separarme de la puerta y sentarme tranquila en una de las butacas de la recepción.

Volví a pensar en la pregunta de Elena y a asegurarle en mi mente que había sido Misael. ¿Por qué estás tan segura?, preguntó ella, ningún alumno dice que fue él. Claro, sonreí mentalmente, ninguno va a hacer el papel de chivato; es un papel que no le gusta a nadie, ni a mí. La recepcionista me miraba con el ceño fruncido. No me importó. Pensé en el hecho de que no podía demostrar que Misael había sido el autor intelectual del taquito y de mentarme la madre. Sabía que había sido él y lo sabían los alumnos, pero no iban a hablar y yo no tenía forma de convencerlos. Entonces recordé a Reinier. Se sentaba detrás de Misael. No podía decir que no lo había visto, no solo porque se sentaba justo detrás, sino porque su padre le iba a arrancar el pellejo a golpes si se enteraba de que estaba encubriendo al autor de una indisciplina grave. Y yo iba a encargarme de que se enterara. No quería poner a Reinier en esa situación, pero la alternativa era que me expulsaran. El culpable era Misael, por lo que había hecho y por no admitirlo. Me daba lástima Reinier; era un buen muchacho y le quedaría un curso completo en la escuela con el cartel de chivato, mientras yo me iría para buscar un trabajo en turismo.

Me levanté para ir al aula del E-32. Iba a sentirme mal conmigo misma, pero eso tendría que esperar. Estaba casi en la mitad de la escalera, a unos metros del aula, de mi carta de triunfo, cuando me llamó la profesora de Matemática. La madre de Misael salió de la dirección bufando. El corazón me latió más rápido y volví a mirar en dirección al E-32.

La profesora de Matemática se me acercó con sigilo. Ganaste, susurró nerviosa, Misael se va. Desapareció con el mismo sigilo que había aparecido y me quedé sola en la recepción. Entonces apareció Reinier. Lo miré con un poco de vergüenza. Y con alivio. Tal vez fue la vergüenza lo que me hizo acercarme y pasarle un brazo por los hombros. ¿Vas a tratar de mejorar tu nota en Inglés?, le pregunté, la que sacaste no es digna de ti, te has descuidado. Estaba cabizbajo y pensé que era por la nota. ¿Por fin qué va a pasar con Misael?, preguntó. Le dije que con Misael iba a pasar lo que Misael había querido que pasara desde el principio. Tomó aire para decir algo, pero se quedó en silencio. Solo consiguió hablar en el tercer intento, con la voz rajada, tan bajo que pensé pedirle que repitiera, hasta que me di cuenta de que lo había escuchado perfectamente, pero quería haber escuchado mal o no haber escuchado. Yo no quería darle con el taquito, profe, estaba jugando; dije «tu madre» porque pensé que no me iba a oír, no quería que me oyera. Me suplicó que por favor no le dijera nada a su papá. No sé si llegué a prometérselo, porque me sentía incapaz de pronunciar palabra.

Elena caminaba hacia mí despacio, con la cara de alguien que regresa de una guerra. La miré con ansiedad. Misael se va trasladado para otra escuela, la madre quiso pechear, pero la hicimos entender que era mejor un traslado que una expulsión; le dijimos que todos los profesores tenemos quejas de su hijo, le mostramos las actas que le hemos levantado a lo largo del curso y le dijimos que si se queda aquí sus posibilidades de aprobar el curso son nulas. Pero a estas alturas del curso es difícil que alguna escuela lo acepte, dije, tienen los exámenes finales encima. Eso se va a arreglar; además, es su única alternativa. Miró el reloj, entre una cosa y la otra era casi hora de almuerzo y caminamos hacia la puerta. Para llegar al comedor teníamos que salir al jardincito de la entrada y doblar a la izquierda. ¿Qué va a pasar conmigo?, pregunté. Me miró como si le hubiera hecho una pregunta estúpida. Qué va a pasar: nada. Bajó la vista y la voz, antes de continuar: en cuanto le recordé a la directora lo cortos que estamos de profesores, sobre todo de profesores de Inglés, se dio cuenta de que no valía la pena perderte por un alumno como Misael. Entonces agregó: por ningún alumno. Suspiré de alivio y, mientras suspiraba, me di cuenta de que no podía pedir la baja, tenía que quedarme al menos un curso más. Cuando salíamos, vi a Misael cabizbajo, recibiendo un responso aliñado con pescozones de la madre. Como si lo hubiera llamado con la vista, alzó los ojos hacia mí sin levantar la cabeza. Lucía absolutamente indefenso, acorralado. A Reinier no lo vi.

Tengo que decirte algo, Elena me miró con curiosidad, creo que voy a volver a revisar el examen de Misael, quizás pueda encontrarle algunos puntos para que le alcance el promedio y no se vaya suspenso, al menos en mi asignatura. Supe que había asombro en su mirada, sin necesidad de verla. ¿Y los otros suspensos?, preguntó en voz baja. Sonreí, sabía que aquello venía. También revisaré los exámenes. Suspiró y tuve la impresión de que sonreía, pero aún no me sentía capaz de mirarla.

No estoy de ánimo para enfrentarme al almuerzo del comedor, dijo, vamos a comernos una pizza. Y, no sé si conscientemente o no, me tomó la mano.

 

Publicado en "La otra guerra de los mundos" (Ediciones Deslinde, Madrid, 2021).

Yusimí Rodríguez López

Periodista Yusimí Rodríguez López

(La Habana, 1976). Narradora y traductora. Colaboradora también de los sitios Diario de Cuba y Havana Times. En 2015 publicó su primera colección de cuentos, The Cuban dream. Ganó el Premio Deslinde con La otra guerra de los mundos (Ed. Deslinde, Madrid, 2021). Cuentos suyos aparecen en antologías en Cuba y otros países.

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