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Aquendes

Gato encerrado en jaula de mimbre en la calle
Imagen: Francis Sánchez

En mis libretas escolares había garabatos de cualquier tipo, pocas clases; aunque algo teníamos que anotar siempre, a trozos, tomando una hoja por donde primero se abriera el bulto estrujado, ante los interminables dictados de aquellos profesores que te querían enseñar de todo menos a pensar. Vigilaban desde lejos que te mantuvieras escribiendo al dedillo lo que ellos, la mayoría, leían en voz alta o repetían de memoria. Nos doblábamos frente a los adultos como inútiles escribanos reproductores.

Y, con una sola o dos libretas máximo para las diferentes asignaturas, al cabo me costaba mucho encontrar la punta de algún hilo legible que salvar del enredillo, separar la paja del trigo, o al menos alguna frase que me pudiera interesar al día siguiente.

Por eso, “Aquende” fue una palabra a que acudí marcando mis trozos literarios, apuntes de sueños, versos o simples borrones de ideas propias, dentro de aquellas libretas que terminaban hechas un tubo para que cupiesen en el bolsillo de atrás.

Escribía con letra muy grande “Aquendes” —así, sustantivada y en plural— al margen, mientras seguía moviendo el lápiz con tal que el profesor creyera que el ritmo de mi mano obedecía fiel el compás de la clase, así sabía lo que me pertenecía, lo que no había escrito la marioneta.

Nunca la había oído en boca de nadie. Tan rara, doblada sobre sí misma o desprendida del diario vivir, en un tiempo en que la vida nos parecía, como la patria socialista, solamente dotada de espacios exteriores, marchas multitudinarias y albergues colectivos.

Como un amor sublime, pero que me avergonzaba, por alguna razón, apenas me limitaba a reunirme con ella en la mudez escrita

Nunca sonó para mí, ni entre los naranjales de Ceballos, ni siquiera en los debates de los talleres literarios estudiantiles que servían de disculpa a quienes teníamos pavor a los campamentos agrícolas, donde aprendíamos a rimar “revolución” y corazón” sobre el yunque de la “poesía comprometida”.

Tampoco me parece que hubiera salido nunca de mis labios. Si la dije alguna vez, sería hablando dormido, en sueños. ¿Dónde podía caber, quedar bien, entre el diario sobrevivir, la voz “más acá” de todas las metas y utopías? Su contraparte (“Allende el mar...”) sí era un santo y seña, lugar común en las declamaciones pintorescas y propias de una isla, al que estoy casi seguro que también me doblegué alguna vez, otro patético más, comprensible y sentimental.

Como un amor sublime, pero que me avergonzaba, por alguna razón, apenas me limitaba a reunirme con ella en la mudez escrita, al margen, bajo la oscuridad de mis garabatos.     

Debo haberla descubierto, creo recordar, en uno de aquellos ejercicios mnemotécnicos o tandas de autoflagelación lexical a que me entregué entusiasta, cuando supe que Rubén Darío casi antes de caminar ya se había aprendido de memoria el diccionario, calculé que iba con demasiado retraso, si quería perpetrar algo decente con las palabras, antes de que el terror de la sombra de un bigote acabara por empañar y ocultar mis más íntimas potencialidades.

Tengo necesidad de marcar otra vez

Y —creo, si recuerdo bien— jamás la había vuelto “a usar” desde entonces. Fui un amante soberbio que se olvidó de ella como el aldeano que parte en un largo viaje, en busca de todo lo que pareciera exterioridad y salvación.

Vuelvo por ella, ahora, en mi exilio.   

Tengo necesidad de marcar otra vez algún fragmento que se escape del aprendizaje urgente, dónde me quedé, o por lo menos por dónde ando, más o menos, en medio del caos de las obligaciones de sobrevivir, aprender, repetir, con exactitud y éxito dentro del espectáculo, como se espera de cualquier extranjero que llega sin nada, sin tiempo.

Allá en Cuba quedaron mis libros que llenaban media casa y también mis libretas inútiles. Pocos objetos o símbolos personales pude llevarme en medio del incendio que significaba la represión y el acoso que sufríamos, de pronto, por ser escritores —y realizadores de medios de comunicación—independientes, donde tenía que sacar a mi familia, a mis hijos. Los huesos de mi madre, veintiún días después de la salida, se unieron también al recuerdo de esa escritura borrosa.

Dije, he dicho muchas veces, que nunca voy a volver.

Vuelvo a escribir “Aquendes”, como por primera vez, ahora para renombrar el espacio de una columna de opinión personal en este Árbol Invertido que un día sembré en ninguna tierra firme, o sea, en toda la intemperie. Garabateo. Pataleo. Reabro la herida y hago muecas. Me hallo otra vez en la grieta perfecta de una palabra perdida.

Francis Sánchez

Francis Sánchez

(Ceballos, un poblado de la provincia Ciego de Ávila, Cuba, 1970). Escritor, Editor y Poeta visual. Máster en Cultura Latinoamericana. Perteneció a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba desde 1996 hasta su renuncia el 24 de enero de 2011. Fundador de la Unión Católica de Prensa de Cuba en 1996. Fundador y director de la revista independiente Árbol Invertido y también de la editorial Ediciones Deslinde. Se exilió en Madrid en 2018. Autor, entre otros, de los libros Revelaciones atado al mástil (1996), El ángel discierne ante la futura estatua de David (2000), Música de trasfondo (2001), Luces de la ausencia mía (Premio “Miguel de Cervantes de Armilla”, España, 2001), Dulce María Loynaz: La agonía de un mito (Premio de Ensayo “Juan Marinello”, 2001), Reserva federal (cuentos, 2002), Cadena perfecta (cuentos, premio “Cirilo Villaverde”, 2004), Extraño niño que dormía sobre un lobo (poesía, 2006), Caja negra (poesía, 2006), Epitafios de nadie (poesía, 2008), Dualidad de la penumbra (ensayo, 2009) y Liturgia de lo real (ensayo, premio “Fernandina de Jagua”, 2011). | Escribe la columna "Aquendes" para Árbol Invertido

Comentarios:


Geyses Alvarez (no verificado) | Sáb, 05/02/2022 - 07:05

Muy bonito, Bravo 👏

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