Hace años, cuando aún no teníamos en Cuba acceso a internet, leí en alguna revista mexicana una frase que me llamó la atención. Decía más o menos así: cuando una mujer con talento e ideas propias decide convertirse en escritora, no hay quien la detenga, y algo, entonces, empieza a resplandecer.
No estoy para nada seguro de la integridad de la cita, proveniente, por cierto, de un ensayo sobre Sor Juana Inés de la Cruz, pero sí recuerdo con claridad el asunto del resplandor, que siempre me ha parecido una suerte de premisa, de indicio, de señal.
En una nota al pie de Una habitación propia, en relación con James Frazer y La rama dorada, Virginia Woolf dice que los antiguos germanos creían que había algo sagrado en las mujeres, y que por ese motivo consultaban a muchas de ellas como inspirados oráculos momentáneos. No estoy insinuando que Anna Lidia Vega, cuya obra me incita a la reflexión, sea un oráculo, pero sí creo que, de algún modo, ella empezó su camino en la literatura ensayando y ejerciendo una suerte de mirada oracular.
Entre paréntesis: desde el principio, cuando aún no había publicado ningún libro, ese resplandor ya era visible.
"…la mirada oracular le ha permitido a Anna Lidia Vega arrojar varias anclas para emplazarse y radicarse…"
A diferencia de lo que sucede en el recorrido de otros caminos literarios, la mirada oracular le ha permitido a Anna Lidia Vega arrojar varias anclas para emplazarse y radicarse.
En lo que a ella toca, cabe decir que determinados territorios del yo (frecuentes, tradicionales y hasta rutinarios en cuanto a su domesticidad) se metamorfosean en un espacio —el de los demás, y viceversa: el de los demás en un espacio del yo—, a sabiendas de que no hay forma de ser uno mismo si los otros no devuelven, en el espejo momentáneo que son o podrían ser, nuestra imagen incrementada o intervenida o glosada o destrozada gracias al lenguaje.
Encontrar al yo en el yo de los otros, asentarlo en el sitio donde surge y crece expandiéndose (esa magia habitual y casi laberíntica del espacio doméstico), descubrir lo especular en ese yo “ajeno”, y atraerlo hacia una escritura capaz de configurar, paso a paso —relato a relato—, un mundo: he aquí algo de lo que ha sido capaz Anna Lidia Vega.
Anna Lidia Vega y Bad painting
La conocí personalmente hace ya un montón de años, en el Palacio del Segundo Cabo, cuando yo me encargaba de enrumbar, entre mediados y fines de los años 90 (la época de los llamados Novísimos), la publicación de novelas y libros de cuentos en la Editorial Letras Cubanas. Y enseguida su forma de hablar y su aspecto se concertaron acoplándose de un modo especial.
Creo que usaba trenzas y hasta un vestido con bordados y cintas. No era extraño, pero sí se alejaba de lo usual. Me traía un libro de relatos que, en lo concerniente a mi gusto, siempre me ha parecido (por sus numerosas zonas de pulsiones, que remarcan eso que se denomina posibles narrativos) el más inseminador de los suyos porque contenía embriones vivos, resonantes: Bad painting.
Llevé el manuscrito a mi casa. Empecé a leerlo con entusiasmo, paladeando con cierta voluptuosidad, y a sabiendas de que estaba concursando en el Premio David —yo quería que obtuviera ese premio y, al mismo tiempo, me interesaba mucho editar el libro—, y de pronto se supo que ella era la ganadora. Desde entonces Anna Lidia Vega ha estado ahí, con sus historias, desplegando una persistencia hija de dos convicciones: la literaria y la vital.
"Según sean la vida que le ha tocado vivir, los libros que ha debido y tenido que leer, los personajes que han agarrado fuertemente su mano, los contextos en que se ha visto obligada a escribir o ha preferido hacerlo, una escritora es muchas o una o ambas"
Si no recuerdo mal, fue el narrador Rogelio Riverón quien dijo que si él hubiera sido Anna Lidia Vega Serova, habría firmado sus libros sólo como Anna Serova, para instaurar un falso seudónimo, o un heterónimo arduo, en los límites de la perturbación y con la aptitud de dibujar un conjunto de máscaras y fundar una mitografía más o menos recurrente.
Pero creo que no ha hecho falta, puesto que el otro lado del nombre (Lidia Vega, imagínense ustedes cómo suena) también tiene su sustancia más allá del hecho de ser un nombre y un apellido comunes.
Escritoras libremente reclusas en un universo defendido por ellas mismas de diversas formas, Anna Serova y Lidia Vega han avanzado por un sendero que siempre me he inclinado a aplaudir, aunque suele malinterpretarse: ellas no se prodigan.
Según sean la vida que le ha tocado vivir, los libros que ha debido y tenido que leer, los personajes que han agarrado fuertemente su mano, los contextos en que se ha visto obligada a escribir o ha preferido hacerlo, una escritora es muchas o una o ambas. Citaré estos ejemplos: Virginia Woolf era una sola, Marguerite Yourcenar era varias, Dulce María Loynaz fue una y varias, Emily Dickinson fue una multitud.
"Anna Lidia Vega ha creado un personaje tipológico, un personaje casi global que viene a constituirse en el centro mismo de su poética y que utiliza varios antifaces…"
A propósito de ese sendero, labrado por medio de la presencia entre nosotros de un conjunto de libros que la distinguen con claridad y mucho énfasis de otros escritores, habría que decir que Anna Lidia Vega ha creado un personaje tipológico, un personaje casi global que viene a constituirse en el centro mismo de su poética y que utiliza varios antifaces dentro de la duda vital, la ilusión, la recaída, la separación y el alejamiento, la autoconciencia, la obsesión por el cuerpo, la construcción de la amistad, el ajuste lingüístico de los diversos grados de la sinceridad, el sexo, el deseo que acaba en el orgasmo, el drama de la comunicación, la legibilidad del yo, el estilo de las confidencias.
Ese personaje, claro, es una mujer, y esa mujer se refugia con intrepidez en sus estancias privadas compartibles, se ha entrenado en la tasación (y el culto) de las dádivas y los merecimientos de la existencia, y se impone a sí misma caminar por ciertos bordes donde la felicidad o es precaria o es embarazosa.
Todo esto es plausible y merece atención. Pero si, además, se trata de un hábitat poroso y lleno de relatos en tanto sistema abierto, entonces resulta extraordinario.
Anna Lidia Vega y "la percepción de la percepción" en la literatura
Hay construcciones narrativas confesionales —enramadas en el follaje de lo cotidiano cuando se articula con la inmediatez del yo que se reparte en los objetos, en sus pequeñas historias, en sus descendencias y genealogías, en las historias de otros, y en la consiguiente modulación de la sensibilidad de esos personajes— que abrevan allí y van horneando una especie de hojaldre en espacios domésticos que, lejos de lo obvio, van transformándose, sin embargo, en sitios para la interrogación y el misterio.
Esa es, a mi modo de ver, casi la única manera en que esas narrativas toleran la condición de literatura. Y lo hacen porque crean una ordenación que trasciende el orden aparencial y sólido de las cosas, y porque dependen (pura magia de lo real) no de la percepción, sino de la percepción de la percepción.
Anna Lidia Vega conoce bien ese fenómeno casi meta-narrativo: cómo apresar (pintar, registrar, objetivar) los sesgos y las rutas de los breves laberintos de la percepción que sus personajes hacen funcionar. Y allí la decisión y el acto de vivir es hacerlo anómalamente cuando uno cree que el mundo o está muy mal o le faltan un montón de cosas.
"…los libros de Anna Lidia Vega han estado fundando una intensidad de mujer asible e inasible en su asteroide"
No me resisto a escribir esta frase juguetona y seria: las narraciones de Anna Lidia Vega son un poco como creo que es Anna Lidia Vega. Hablo de la personalidad de una mujer que comprende el valor de la ilusión y que, al mismo tiempo, teme o repudia el carácter esencialmente maldito de la ilusión.
Parece que no hay que desear demasiado, como en las filosofías orientales que nos inducen a la renuncia. O que hay que desear bien poco, fijándonos en la autenticidad de lo inestimable, mientras uno conserve algunos recuerdos de aquello que es la esencia de la dicha personal, cuando el reino del deseo se ha convertido ya en el reino de las excepciones, o de la casualidad providencial, lo mismo en dirección al pasado que en dirección al porvenir.
A medida que aprendemos de la vida y, minuto a minuto, envejecemos, el espejismo de la universalidad nos atraviesa con su fulgor y su penumbra, y alcanzamos a distinguir lo ecuménico en nosotros mismos. Aquí podría haber una épica tan riesgosa como legítima. Pero de cualquier modo los libros de Anna Lidia Vega han estado fundando una intensidad de mujer asible e inasible en su asteroide.
Se trata de una intensidad que prácticamente no se muda a otros dominios, pues cultiva capa a capa, objeto a objeto, la revelación del espacio interior en el espacio exterior, como si uno fuera la traducción del otro en la memoria y el presente.
La literatura como testificación incesante de la persona
La veo, en sus historias, como una coleccionista de adversidades y trofeos, de padecimientos y breves (pero sólidos) optimismos, de preguntas y superficies escrituradas, de tazas de café y recortes de papel, de figuritas fantasmáticas que hablan en los textos, de pigmentos e hilos de placer que brotan en el sexo de sus personajes y corren hasta endurecerse, con algún brillo pasajero (como de laca), allí donde la memoria podría poner un aviso acerca del júbilo de la compañía, lo mismo en una cama que en una cocina.
Oscar Wilde, que en nuestro tiempo habría sido una estrella de rock, dijo que el arte tiene la finalidad de crear estados de ánimo con fuerza suficiente como para animarnos a actuar. He aquí una literatura que nos llega como testificación incesante de la persona, en las grandes preguntas que no se nombran, por suerte, pero que están en los libros de la escritora, apremiadas por nuestra imperfección y nuestro apetito de saber y de ser. Un admirable destino, ¿verdad?
Publicado originalmente en Alas Tensas.
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