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Narrativa cubana | Soluna. Embrujos de amor y guerra (Capítulo I)

"Octavio será capitán, pensó su madre cuando le vio divertirse con espadas, sacrificar animales, ofrecer golpizas a sus hermanos..."

Fuego y cenizas.
"Fuego". | Imagen: Pixabay

Eran soldados y, como buenos soldados, arruinaron con hachas, espadas y arcabuces, la tranquila civilización que habitó la Isla. La orden era terminante: eliminar a todo el que se opusiera a la ley.

Octavio será capitán, pensó su madre cuando le vio divertirse con espadas, sacrificar animales, ofrecer golpizas a sus hermanos, y abrirse paso con saña entre el grupo de soldados que, esforzados en su rivalidad, poseían la secreta aspiración de gobernar la tropa. Su mandíbula era cuadrada, su tez sombría y sus ojos apagados de medirlo todo.

Por mi parte, a mí, Soluna, con mis veinticinco años, el abandono y el tormento de múltiples guerras no lograron despojarme del buen juicio ni del cuerpo animoso. El día en que Octavio, para nuestra mala estrella, me encontró, yo estaba inclinada frente a un fogón.

En esos tiempos aún no se había extendido mi fama como la mala hierba. Era solo una sencilla mujer buscando una prenda extraviada que tal vez consiguiera salvarle la vida. Por ello, trataba de permanecer ajena a lo que acontecía a mi alrededor, pues bien sabido es lo etérea que se vuelve la mente en esos trances espinosos en que es preciso mantenerla tranquila.

Con oídos sordos me afanaba en encontrar mi talismán de la buena suerte, la noche antes lo había escondido entre las cenizas del fogón. El ejército de soldados dirigido por Octavio había pasado por las armas a casi todos los hombres del sitio. La mitad del pueblo ardía en llamas, las mujeres daban gritos desesperados, los niños corrían tras sus madres. Al frente de sus soldados había permanecido en su tarea maligna por más de tres horas.

Todos los hombres del pueblo defendieron su honra y su pedazo de tierra con empeño, pero ante la desigualdad de un ejército bien armado y entrenado en las más sofisticadas estrategias de combate, fueron perdiendo los campesinos el empuje y comenzaron a sucumbir bajo el filo de las armas. Aquellos soldados asesinaban sin miramientos.

Todos los pobladores del Collado sabían que era yo la cómplice más atenta de las tropas mambisas que operaban en la zona, en la madrugada habían mandado a uno de sus hombres. Este llegó inesperadamente en busca de unos remedios, y se sorprendió al conocer la noticia de que las tropas españolas ya habían arribado a nuestro territorio y estaban a punto de invadir el Collado, aproveché la ocasión para mandarles un aviso añadiendo que viniesen en nuestro auxilio, por ello todos los pobladores que colaboraban al igual que yo sin tapujos ni secretos tenían la certeza de que, de un momento a otro, llegarían los refuerzos, pero tardaban en llegar y esto me mantenía en vilo. Sentí que alguien gritó:

—¡Octavio, nos queda aquella casa!

—Iré yo, tomen un respiro, después continuamos.

Los hombres bajaron sus armas y realmente tomaron un descanso. Nadie siguió al Capitán, por ello orientó sin titubeos la marcha hacia el caminito de piedras que daba acceso a mi hogar sombreado por las hiedras. Será cosa de pocos segundos, se dijo, y con frenética marcha penetró.

A primera vista sus ojos se ofuscaron, el interior permanecía en sombras y debió pestañear varias veces para ver algo, pues de nada valía su coraje si no lograba distinguir el objeto de su crueldad.

Luego de esforzar la mirada me advirtió agazapada en la sombra y de espaldas a él, por mi parte permanecí muy quieta aguardando la muerte, mientras revolvía con un dedo las cenizas, entregada a la mala suerte nada quería saber de lo que ocurría a mis espaldas. El hombre levantó la espada con toda la fuerza de que era capaz; cuando casi la iba a descargar sobre mi cabeza, interrumpí su acción:

—No perturbes mi círculo.

El Capitán quedó sorprendido. ¿Quién era aquella mujer que persistía arrodillada, ajena a los gritos que venían desde el exterior? ¿Es que la infeliz no se daba cuenta de su malaventura? Era la primera vez en muchos años que alguien no se espantaba al verle aparecer con la espada en alto y el rostro cubierto de sangre. Quizás si viera que era un militar que llegaba a asesinarle se agitaría de espanto. ¡Que le mirara a la cara! Era justamente lo que necesitaba. Cuando le distinguiera, sería posible cumplir su tarea.

—¡Vuélvete, desgraciada, que voy a matarte! —aulló Octavio.

No agité un solo tendón de mi cuerpo. Paralizada por el espanto proseguí en mi tarea de mirar entre las brasas.  Resopló como un toro excitado. Alzando de nuevo la espada, quiso descargarla con todo el furor de su arrebato sobre las greñas sueltas que cubrían mi espalda y parte de la cintura. A unos centímetros su mano se inmovilizó.

Este hombre había cometido en su vida toda suerte de bestialidades, pero nunca decapitar a una mujer acuclillada. El miedo en los ojos de la víctima siempre fue una atenuante que aligeraba su tarea de verdugo. Buen estímulo que le miraran con ojos suplicantes, que exclamaran «¡Ten clemencia!»

Me negué a mirarle y eso inflamó su ira.

Una oleada de calor le subió al rostro. No era una experiencia agradable para él, siempre había ejecutado su tarea de forma simple, sin el estorbo de detenerse a meditar si las víctimas lo merecían o no. Dejó caer el arma enjuagando el sudor que le corría por la cara. Debía emplear para su infortunio una maniobra distinta.

Comenzó a percutir la espada sobre las piedras grises del fogón. Luego de patalear el suelo varias veces, de rugir como un león en celo y dar un revolcón a mis cabellos, volvió a preguntarse por qué seguía allí imperturbable.

Fue una sospecha, una nube en lo profundo de la mente que se desliza imperceptible y que, de súbito, para su estupor, asume forma definitiva. Una posición que de ningún modo había imaginado: incapacidad. Sus mandíbulas crujieron y, cogiéndome por los brazos, me sacudió con rabia, mientras gruñía:

—¡Maldita, mírame... he venido a matarte!

Creyó que cuando me soltara me lanzaría a correr, momento favorable para arrebatarme de un tajo la cabeza, pero se equivocó, algo me mantuvo inmóvil. Sin sacudir de mis brazos los lamparones de sangre seca que había dejado pegados, me reacomodé en mi anterior posición y dije con voz impasible:

—No perturbes mi círculo.

El hombre quedó atónito. ¿Qué hacía aquella mujer, allí recogida, sin importarle la amenaza que sobre ella pesaba? Juzgaba que eso era lo primero que debía averiguar. Quizás si hubiera empezado por ahí, ya estaría ejecutada su faena. Lentamente se agachó hasta ubicarse a la par de mi cuerpo y echó un vistazo.

Sentí mi sangre arder al percibir su aliento tan cerca de mí, todo su cuerpo despedía, en ráfagas intermitentes, ese olor a fruto podrido que antecede a la muerte, ese hedor que hace a las auras y a las bestias seguir el rastro y ponerse al acecho... efluvio que de tan dulce causa repulsión. Aquel aroma brotaba de sus entrañas y esto me inquietó.

No supe qué hacer, no estaba segura de si salvaría mi vida o no. Así que continué trazando pequeños círculos de ceniza frente a las brasas, mientras aspiraba con repugnancia aquel olor a muerte.

Él, a su vez, pensó: «¿Qué puede esta pobre muchacha contra el poderío de un ejército que por dondequiera que pasó solo dejó guijarros, y que, con solo mencionarles, los hombres más temidos caían presos del espanto? ¿Por qué permanece quieta y afanada en esa tarea de trazar círculos de ceniza junto al fuego? ¡Una hechicera!», razonó espantado, no podía tratarse de otra cosa. La muchacha había forjado aquel embrujo para apoderarse de su fibra y su coraje.

¿Por qué seguía pasivamente los trazos dejados por el índice de la muchacha sobre el suelo cubierto de cenizas? ¿A qué insólito poder había acudido para someterlo a él, un prestigioso capitán, como si fuera un insignificante aprendiz de guerrero?

Decidió fingir que estaba embelesado con aquellos círculos para robar mi atención. Desplegando su manopla de varón curtido intentó delinear con dificultad unos enclenques redondeles que jamás coincidían en su recorrido con el punto de inicio. Así se mantuvo un rato, mientras a cada instante, y sin disimulos, me echaba un vistazo. Entonces, comenzó a percibir un extraño adormecimiento, su respiración se hizo lenta, su pulso se aquietó, hasta lograr sentir el ligero ardor que aún desprendían algunos carbones dispersos.

Bajó el brazo limpiando el rostro con la manga de su uniforme, debía tomarse un respiro. Desde allí se podía escuchar claramente a los soldados enarbolando sus himnos de combate. Y se alegró de que siguieran infatigables cumpliendo su misión. Sentía sed, pero se aguantó las ganas. Miró en derredor. Era la mejor casa que había encontrado en su peregrinar, las paredes construidas con pedruscos llanos de río. Percibió también un penetrante olor a hierba y cirios quemados.

Hace mucho tiempo que no visito una iglesia, pensó, esta idea le causó un temblor decidiendo apartarla; prosiguiendo con su recorrido visual, vio tiestos con henos fragantes, reliquias e idolillos oscuros colgados de las paredes, pomos con animales embalsamados, cazuelas de varios colores conteniendo Dios sabría qué mejunjes, y una inmensa cruz de conchas sobre el lecho. La vista de este, le produjo un hormigueo entre sus piernas, pero sabía para su deshonra que no tendría consecuencias posteriores, y esto le produjo el mayor de los tormentos. Un soldado podía ser vil o mentiroso, ser más o menos bravo, tener gustos muy disímiles a la hora de regocijarse y hasta marchar a la guerra asistido por una cuadrilla de amantes de uno y otro sexo, pero lo que nunca se perdonaba a un guerrero, era ser un macho impotente. Este pensamiento hizo que una ráfaga de fuego le subiera al rostro, y con rabia maldijo su cortedad.

¿Cuándo comenzó a percibir que su florete viril estaba muerto?, no sabría decirlo. Fue criado como buen varón  lejos de las faldas. Las batallas lo introdujeron en las artes de la guerra, forjándole ajeno al sufrimiento. Avistó desde el primer momento que su tarea de guerrero le proporcionaría más sinsabores que regocijos, supo que su obligación era no dar cabida a las emociones, siempre huyó del amor como de una corrosiva bestia que esperaba agazapada para tomarlo por las riendas y hundirlo en las lobregueces de la infelicidad.

Cuando tomaba a una doncella como premio, cumplía su faena tan solo por dar sosiego a su órgano punzante. Nunca profesó cordialidades ni distinciones por ninguna.

Costumbre que, en cada ciudad conquistada, eligiera para sí alguna que otra prisionera y, luego de desvirgarla, la abandonara a la providencia. Eran parte del trofeo, el botín dependía de la bravura, y siempre le tocaron en suerte las mujeres más lozanas. Se sometían sin chistar. Los primitivos habitantes de aquellas tierras, los aborígenes, consideraban que el amor debía prodigarse sin recatos, y al principio, ignorantes de sus trampas, les recibieron como a dioses llegados para su complacencia y hasta les perdonaron sus atropellos por considerarles ordinarios y poco instruidos en las sapiencias derivadas de la naturaleza, pero los nativos fueron reemplazados por otros criollos celosos de su honra y de la virtud de sus mujeres, que con el tiempo maldijeron a los conquistadores sin remilgos; fue en ese lapso que Octavio llegó al frente de su tropa para pacificar la Isla y sufrió de este percance. Al principio no le importó, pero, con el paso de los años, y después de múltiples batallas perdidas, comprendió que estaba devastado.

En secreto visitó a un chamán que luego de explorarle de arriba abajo, de inquirir con su índice en todos los orificios del cuerpo, de tomar entre las callosas manos a su estratega muerto, de masajearlo de manera vigorosa impregnándolo con afrodisíacos que también le hizo tomar, mientras recitaba su cantinela de ensalmos ignotos, de meterlo en su boca sin dientes e inducirlo a una erección con los trasiegos de su lengua agrietada y de bajar los pantalones para estimularle con la cercanía de su desagüe fecal, aquel hechicero, socorro de una tribu de hombres silvestres, le dijo:

—Creo que el mal no está en tu rabo sino en tu cabeza.

Se fue maldiciendo a todos los chamanes solapados del mundo. Nunca más intentó curarse. Al final de la batalla cogía a una mujer cualquiera, y después de hacerle gemir mediante los retorcijones que con sus manazas le impelía sobre los brazos, sobre las nalgas o los pechos, la liberaba, no sin propinarle antes unos fuertes zurriagazos bajo la promesa de no volver la vista atrás. Sabía que algunas cautivas comentaban su extraña  manera de amar y esto le inquietó.

Aquella falsa terminaría en cualquier momento, no más la tropa estuviera al tanto de los hechos, y este sería el fin de sus artimañas de soldado infecundo.

—Bruja, si me salvas de esta vergüenza te respeto la vida—Tragó en seco y volvió a hablar—: Estoy seco como un botijo.

Y para demostrarlo se enderezó dejando caer los pantalones sobre sus botines y mostró sin vergüenza su flácido encogimiento.

Por mi parte, traté de aquietar los latidos desesperados de mi corazón, sabía que no podía volver la vista hacia él  El hombre insistió.

—Mira, es tan sumiso que se escurre entre las manos.

No pude resistir las ganas de echar un vistazo a aquel hombre en apuros, miré un instante: estaba muy bien  dotado. Aunque su miembro permaneciera inerte, su pelvis era estrecha y sus muslos largos y musculosos. Debía haber hecho muy felices a las mujeres que tomó, consideré. Su miembro viril era magno y dotado de hermosura. Luego volví a mi anterior posición diciendo:

—No perturbes mi círculo.

El Capitán abandonó su postura, cayó de rodillas sobre el piso arenoso. Suplicaba. A pesar de que su miembro permanecía inerte, su cuerpo ardía, algo que percibí por la respiración agitada, anhelante.

Yo estaba encendida; nunca antes había visto a un hombre desnudo, y la visión de este acobardó mis fuerzas. No era su desnudez solamente lo que me seducía: sus ojos acerados, su boca fina y cárdena, su tez de cera, incluso la crueldad de  su rostro hizo que mi vientre hormigueara deseando entregarme a aquel capitán.

«Eres una infeliz, Soluna, no vez que es un asesino que masacró sin piedad a los tuyos». Todo esto me dije para cobrar ánimos. Concebí un escalofrío que atiesó mi cuerpo: me había embelesado con aquel hombre.

De pronto, la incertidumbre se apoderó de mí: si llorase, puesto de rodillas, si salvara la vida a todos los habitantes del mundo o implorando con todas sus fuerzas pidiera a gritos que le redimiera de aquella impotencia, jamás sabría cómo hacerlo.

Yo suministraba a los vecinos del pueblo toda clase de yerbas medicinales porque conocía sus nombres y sus cualidades; era cierto que protegía a muchos de los gusanos que carcomían sus vientres, haciendo que los expulsaran con mansos venenos; que los liberé de los malos pensamientos que se anclan entre ceja y ceja por mucho tiempo conduciéndonos a la locura y que sané las chamusquinas y los resfríos con remedios que yo misma ideé... pero, mis poderes nunca fueron más allá de estas simples sanaciones. Estaba perdida, comencé a temblar, pero traté de que el hombre no lo percibiera.

Comencé a persignarme en silencio. Siempre creí que el pecado que con más facilidad perdona el Señor, es el de los amores livianos. Así que esperé que me dispensaran mis espíritus bienhechores, mientras sentía mi vientre palpitar. Unos segundos después, ciertamente, la maldición cayó sobre nosotros dos.

(Publicado en Ed. Deslinde, Madrid, 2019)

Yasmín Sierra

Escritora Yasmín Sierra, foto en revista Árbol Invertido

(San Nicolás, Mayabeque, Cuba, 1958). Poeta, narradora e investigadora histórico-literaria. Licenciada en Pedagogía en la especialidad de Literatura y Español por el Instituto Superior Pedagógico “Rubén Martínez Villena”. Ha realizado cursos de psicoanálisis y publicado algunas antologías de poesía psicoanalizada. Es autora, entre otros, de los poemarios El libro de Ariadna (Ed. Jácara, La Habana, 1998), Poemas en el verano triste (Ed. La puerta de Papel, La Habana, 1999), Poesía cósmica y lírica de Yasmín Sierra Montes (Frente de Afirmación Hispanista, México, 2000), El Libro perdido de Safo (México, 2012), y la novela Los cerezos de tu vientre (Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 2014). De su autoría son las selecciones: Antología de la décima en La Habana (Frente de Afirmación Hispanista, México, 2003), Antología de la poesía cósmica en La Habana (Frente de Afirmación Hispanista, México 2005) y Antología cósmica de la poesía femenina en Cuba (Frente de Afirmación Hispanista, México, 2007).

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