Las artes como lenguaje, explora las artes en su condición de lenguajes vivos, en constante cambio y abiertos a la participación del espectador, a lo largo del siglo XX y hasta la contemporaneidad. | 1ra parte: Transformaciones del concepto de arte en el siglo XX | 2da parte: Modernidad, signos de poder y lectura de las obras.
La problemática del arte como lenguaje se ha complejizado por otra perspectiva que, desde la segunda mitad del siglo XX, ha adquirido mayor fuerza. Se trata de la concepción de la obra de arte, debatida tanto desde posiciones estético-filosóficas como desde enfoques centrados en la historicidad, el condicionamiento cultural y los fenómenos de recepción. Sobre este punto, Arthur Danto advierte:
“Como esencialista en filosofía, estoy comprometido con el punto de vista de que el arte es eternamente el mismo: hay condiciones necesarias y suficientes para que algo sea una obra de arte. […] Pero, como historicista, estoy también comprometido con el punto de vista de que lo que es una obra de arte en un tiempo puede no serlo en otro, y de que hay una historia en la cual la esencia del arte fue alcanzada con dificultad por la conciencia”.
Danto apunta una cuestión que refiere a la crítica de artes plásticas, pero que también podría extenderse a todas las artes en general:
“[…] Hay alguna clase de esencia transhistórica en el arte, en todas partes y siempre la misma, pero únicamente se revela a sí misma a través de la historia. […] Lo que no me resulta coherente es identificar la esencia del arte con un estilo particular —monocromo, abstracto o lo que sea—. Esto conduce a una lectura ahistórica de la historia del arte: una vez que nos quitamos los disfraces, todo el arte es esencialmente el mismo. La crítica consiste entonces en penetrar estos disfraces y alcanzar esa pretendida esencia”.
Modernidad y contemporaneidad: una diferencia necesaria
Esa crítica, como el propio Danto identifica, tiene que enfrentarse hoy con una profunda transformación —gestada gradualmente y consolidada luego a lo largo del siglo XX— de la creación artística, que ha adquirido matices muy especiales en la actualidad. Danto hace notar la necesidad de:
“[…] Definir una aguda diferencia entre el arte moderno y el contemporáneo, cuya conciencia, creo, comenzó a aparecer a mediados de los setenta. […] El movimiento dadaísta de Berlín proclamó la muerte del arte, pero deseó en el mismo póster de Raoul Hausmann una larga vida al ‘arte de la máquina de Tatlin’. En contraste, el arte contemporáneo no hace un alegato contra el arte del pasado. […] En cierto sentido, lo que lo define es que dispone del arte del pasado para el uso que los artistas le quieran dar. El paradigma de lo contemporáneo es el collage, tal como fue definido por Max Ernst: ‘el encuentro de dos realidades distantes en un plano ajeno a ambas’.”
A partir de esta diferencia entre lo moderno y lo contemporáneo, la reflexión sobre el arte se desplaza hacia otra dimensión: la de los signos y su imbricación con el poder, un terreno trabajado por Jean Baudrillard.
Arte, signos y poder: la visión de Jean Baudrillard
Hay que tener en cuenta la relación entre el emisor artístico y sus códigos sígnicos (potenciales, abiertos, semiestructurados), que determina las características de la enunciación; esta relación no se produce en un vacío aséptico, sino que está mediada, de manera extraordinariamente compleja y polivalente, por una amplia gama de funciones específicamente estéticas, así como por complejas relaciones contextuales: histórico-sociales, culturales, de recepción del arte, de grupos y tendencias estéticas, incluso económicas. En algunos casos, estas dimensiones exigen un enfoque propio del arte. Jean Baudrillard lo explica:
“Los valores/signos están producidos por cierto tipo de trabajo social. […] Entre los dos, interviene otro tipo de trabajo, que transforma valor y plusvalía económica en valor/signo: operación suntuaria, de consumo y de rebasamiento del valor económico según un tipo de cambio radicalmente distinto. […] La dominación se halla, pues, vinculada al poder económico, pero no ‘emana’ de él automáticamente; procede de él a través de un retrabajo del valor económico”.
Si Baudrillard lleva el debate hacia el poder de los signos, Morawski lo orienta hacia otro problema complementario: cómo definir la obra de arte en sí misma y precisar su carácter comunicativo.
Morawski: la obra de arte como estructura comunicativa
Un problema más intensificado se presenta en épocas históricas como el romanticismo, en que la estética dominante propugna la “originalidad” a toda costa, y como valor estético fundamental el que cada artista cuestionase y replantease al menos el código establecido para un tipo de obra o proceso artístico. Ya en los albores de la década de 1960, Morawski trataba de encontrar una definición de obra artística que superase las limitaciones de una concepción demasiado formalizada y estatista del arte (y, con ello, naturalmente se arriesgaba a caer en la misma trampa). Su definición resulta clave para reflexionar sobre el carácter comunicativo del arte:
“Llamamos obra de arte a un objeto que posee al menos una estructura mínima expresiva de cualidades y modelos cualitativos, transmitidos sensorial e imaginativamente de manera directa e indirectamente evocativa (semantizada). Estos modelos cualitativos y la estructura definida se refuerzan mutuamente, creando un todo autotélico y relativamente autónomo. Este objeto, añadiré, es un artefacto, en el sentido de que se ha producido directamente por medio de una techne determinada, o bien es el resultado de alguna idea ordenadora. Finalmente, este objeto se relaciona de una u otra manera con la individualidad del artista”.
Morawski comienza por indicar que se trata de una “estructura mínima” que expresa, vale decir, tiene un sentido de comunicación. El arte, como modalidad especial de la cultura, se desarrolla como un lenguaje específico —y ello es una prueba de gran calibre acerca de la multiplicidad sígnica del hombre— o, más bien, como un amplio conjunto de lenguajes diversos cuya función predominante es la estética, y que se relacionan entre sí (la poesía sirve de texto para la canción y el aria; la escultura se vincula con la arquitectura; pintura y escenografía —danzaria, teatral, cinematográfica—; la literatura se relaciona con el cine, el teatro, la danza, la pintura).
Planteada esta definición estructural, surge una pregunta inevitable: si el arte es un lenguaje, ¿cómo se lee?
Francastel y la lectura del arte
Pierre Francastel reflexiona sobre cómo la historia del arte pasó de la descripción y la iconografía a la consideración del arte como lenguaje:
“Hace un siglo, la historia del arte consistía ante todo en una descripción, estrechamente ligada al señalamiento de las obras mayores […]. Más tarde, con el tiempo, es la iconografía la que, bajo formas diversas, tomó el primer lugar, desde las obras de Émile Mâle hasta Panofsky. […] Después de los trabajos de Benedetto Croce, se le concedió un puesto cada vez más importante a la filosofía, y en esta perspectiva se tomó conciencia de que el arte era una forma de lenguaje. Hoy día, parece que esa actitud […] tiende a imponerse, sin que por ello se pueda considerar que los historiadores del arte y los estetas hayan llegado a crear […] una problemática equivalente a la que han elaborado los lingüistas”.
Es necesario subrayar que, si bien no se ha logrado conceptualizar una sistematización de la comunicación (y, en particular, de la codificación y la pragmática) mediante el arte, lo cierto es que la noción del arte como lenguaje, si bien a veces difusa, es inherente a la comprensión de la obra artística como medio de comunicación. De aquí que sea conveniente que una investigación sobre el arte tenga en cuenta el carácter comunicativo del fenómeno artístico, peculiaridad que es uno de los componentes básicos de la función social de la práctica artística.
Este enfoque comunicativo, desde luego, se relaciona de modo intenso con el problema de la lectura del arte, condición indispensable para su interpretación. Pierre Francastel ha señalado al respecto:
“En realidad, por consiguiente, en la base de toda clase de investigación, no se trata de confrontar teorías con obras, sino de plantearse el problema de saber cómo se lee una imagen, cómo es descifrable y cómo se puede concebir que la selección de las formas y la selección de los elementos correspondan a cierto número de imperativos que determinan la elección, la selección del artista, y que determinan también la posibilidad de comprensión del espectador.”
Esta lectura del arte es, ante todo, una operación de tempo pausado, incluso en el caso de la plástica. Pierre Francastel agrega:
“[…] Es estrictamente imposible leer, ver una obra de arte figurativa, cualquiera que sea, en un relámpago; por el contrario, es necesario descifrar, y descifrar en el tiempo, toda obra figurativa.”.
Las modalidades histórico-culturales de la lectura del texto artístico afectan también, desde luego, a la crítica de arte —y, por esa vía, también a la investigación—. Desde el siglo XX, se ha replanteado el problema de la obra y, también, se ha esgrimido con gran fuerza el concepto de texto y el de co-creación, de modo que se exige del receptor una participación activa en el enfrentamiento a la obra artística.
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