A Miguel Barnet lo conocí en el tercer Congreso de Escritores de la Lengua Española, celebrado en mayo 1985 entre Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife, donde me lo presentó uno de mis poetas españoles preferidos, José Agustín Goytisolo.
Recuerdo incidentalmente que en Santa Cruz los congresistas e invitados aparte (yo, por ejemplo, como periodista) estábamos alojados en el Hotel Mencey. Un día, esperando en la acera la llegada del autobús que nos iba a llevar a una excursión al Teide, La Laguna y el valle de la Orotava, el portero —oyendo hablar a Miguel— le preguntó si era cubano.
Miguel le contestó que sí, y el portero le contó que en ese hotel había muerto, en 1963, un gran compositor compatriota suyo. "¿Quién?", quiso saber Miguel. "Ernesto Lecuona". Y yo salté enseguida, por aquello de la deformación profesional: "¿Nos puede decir en qué habitación?", "Sí señor, en la 175". Los tres nos miramos con un poco de alivio, no era la de ninguno de nosotros.
El Mundial de Fútbol del 86
Y adelantemos el calendario hasta el 25 de mayo de 1986, cuando Barnet desembarcó en Alemania para una gira de lecturas que comenzaría en Colonia, mi ciudad residencial. Miguel llegó a nuestra casa poco antes del almuerzo, conoció a mi esposa y a los amigos que habíamos invitado para que pudieran charlar con él sin el agobio del horario de su cronograma editorial.
Almorzamos rico, y al ir a la sala para tomar café me llamó aparte y me dijo que se sentía un poco cansado, si no podría echarse un rato a descabezar una siestecita.
Lo llevé a nuestro dormitorio, la pieza más alejada de la sala, para no incomodarle con nuestras pláticas, y ya iba a cerrar la puerta cuando me pidió que lo despertase a la hora del partido. "¿El partido? ¡Pero Miguel, si tú no sabes nada de fútbol, si acaso de béisbol!", "Es verdad, pero tenemos el deber de apoyar moralmente a los equipos latinos, lo estoy haciendo desde que llegué a Alemania, y el domingo me perdí el Argentina–Inglaterra", fue su respuesta. Le prometí despertarlo a tiempo y cerré la puerta.
Viendo fútbol con Miguel Barnet...
Aquel día se jugaba la semifinal Argentina vs. Bélgica. Ahora bien, yo no sé si a ustedes les ha tocado alguna vez asistir a un partido de fútbol (de corpore insepulto o bien en la pantalla) teniendo al lado a alguien sin la más remota idea de lo que es un saque de banda, el lanzamiento de un tiro libre, de un córner, ni qué decir ya de fenómenos que lindan con la metafísica, como es el fuera de lugar.
Ese era el caso de Miguel Barnet en nuestra casa, viendo aquel partido. Había que estar explicándole por qué el árbitro pitaba cuando al parecer no había habido falta y un argentino iba a disparar al arco… Y había que explicárselo después de que Miguel hubiera insultado al árbitro en la persona de su madre y todos sus difuntos, a continuación de lo cual preguntaba la razón de que el árbitro hubiese pitado.
Y cada vez que un jugador argentino se caía al suelo a consecuencia de un forcejeo con un belga: "¡pobre Valonia, pobres Flandes!". ¡Las retahílas de injurias que vociferaba Miguel seguro que se escuchaban en Bruselas! Etc. etc. etc.
"¿Sin penaltis al final? ¿Pa´ qué, compay?"
Confieso que al principio nos irritó bastante, pero luego supimos sacarle un aspecto positivo a la situación y la disfrutamos ilustrando a Miguel acerca de los secretos del fútbol. Para lo que no estábamos preparados es para el final, cuando el partido concluyó ganando Argentina por 2:0.
Al oír el pitido final, Miguel se frotó las manos, contentísimo, y dijo con voz jubilosa: "¡Ahora viene lo mejor!". Todos nos lo quedamos mirando con harta sorpresa, y le pregunté: "¿Y qué es lo que viene ahora?". Miguel gritó exultante: "¡Los penaltis!".
¡Impagable Miguel! Resulta que de todo el campeonato solo había visto tres de los cuartos de final (se perdió el de “la mano de Dios”): Brasil vs. Francia, Alemania vs. México y España vs. Bélgica, tres partidos que terminaron —los tres— con alargues y tandas de penaltis, ganándolos Francia, Alemania y Bélgica, respectivamente. En consecuencia Miguel había concluido que los partidos de fútbol acaban, todos, con lanzamientos de penales.
36 años después, todavía me río al recordar la cara de frustración que se le puso, al explicarle que si un equipo ganaba en el tiempo reglamentario no era necesario dirimir la contienda de esa manera tan brutal. Apostaría mi única corbata de Armani a que no ha vuelto a ver un solo partido de fútbol en el resto de su vida, y casi que lo escucho justificarlo: "¿Sin penaltis al final? ¿Pa qué, compay?".
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