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Apuntes de un cubano en tiempos del COVID-19

Viven en diferentes lugares alrededor del mundo, pero tod@s nacieron en Cuba, y toman apuntes de cómo sus vidas están cambiando en tiempos del COVID-19.

Me detuve frente a la ventana


Anoche me senté en el borde de la cama y no supe qué hacer. Era hora de irme a dormir, pero un peso, un gigante que me aplastaba con su zapato, me lo prohibía. La cama se ha convertido en mi altar. Si durmiera, pero no lo logro. 

Hoy es domingo y llevo 14 días sin salir. Mi pareja también. Cada uno en su casa. Nos vemos por el FaceTime varias veces en el día. A veces intento extender la mano para tocarlo, pero no lo logro. Sin embargo, el intento me calma las ganas, momentáneamente.

El miércoles pasado me detuve un minuto parado con la puerta del refrigerador abierta. Miraba el pan, y contaba las rodajas que quedaban. Nunca había tenido la responsabilidad de contar la comida. Nunca había tenido que pensar en cómo hacerla crecer en caso de que cierren todo.

La gata vomitó tres veces y no era la usual bola de pelos. Era una sustancia oscura y amarillenta. Estaba tan ansiosa como yo. Daba saltos en la madrugada. Se detenía en el medio de la sala y volvía a correr. La cargué y la tuve lo que pude en mis brazos. ¡Como me gustaría que alguien me cargara ahora mismo!

Tengo una aplicación que se llama CITIZEN desde hace meses. He pensado en quitarla del teléfono. Me atormenta el sonido de la alarma que te avisa de algo que está pasando cerca de ti. No es nada placentero lo que pasa. Todo lo que anuncia son asaltos, robos, accidentes de auto, peleas, fuegos, una disputa doméstica, y así. Ahora también da noticias sobre el virus. Lo ultimo que dice el alcalde, el primer policía que murió por el virus, la morgue temporal que han abierto en Bellevue, etc. El alcalde de Nueva York y el gobernador del Estado no quieren cerrar la ciudad. Los números aumentan, pero cerrar la ciudad no es una opción.

De un modo menos entusiasta que en Italia, España o Argentina, se ha empezado a aplaudir a las 7pm. El primer día apenas oí un leve aplauso a lo lejos, me detuve frente a la ventana de mi cuarto. Abrí la ventana que da para la escalera de incendios y aplaudí. Aplaudí con toda mi fuerza alabando y agradeciendo a todas esas personas que ahora mismo nos ayudan a mantenernos vivos y no las conocemos.

Me ha dado por cocinar en estos días de encierro. Trato recetas. Algunas han salido mejores que otras. No he quemado nada, excepto mi mano derecha que arde. Arde al derramársele una crema de zanahoria y apio.

Tengo un mercado cerca, a unas diez cuadras más o menos. Hacen delivery. Debes gastar un mínimo de $25 y cobran $4 por traerlo. Llamas, te dan un número y te ponen en la lista, luego te devuelven la llamada y pones la orden. El dueño, un árabe sonriente y amable se hace llamar por Primo.

He alfabetizado los CD’s. He mudado los libros de poesía para donde estaban los de narrativa. Las biografías las he puesto sobre una mesita que me regaló un santero por los años 80. He decorado una pared del baño con baratijas que tenía en una caja guardada. He sacado los platos azules y blancos e intento colocarlos por toda la sala.

Todavía me queda un spray de Lysol.  Se lo paso a todo.  Me lo paso cuando vuelvo del sótano. 

Empecé a leer. “Hijos de Saturno” de Osvaldo Navarro. Voy poco a poco. Tal pareciera que recién he aprendido a leer. No había logrado leer excepto noticias y conspiraciones. No logro enfocarme.

El domingo que viene si todavía estoy aquí les diré de las conspiraciones. ¡Hasta entonces!

Felices de violar la ley, de vernos


Compré cafés y un dulce para nosotros en una gasolinera. Burlamos el encierro. La  salida no era de primera orden. En el decreto presidencial no contempla ver a un amigo, ni recibir, ni dar abrazos.

Yo llegué primero, me gusta estar desde antes, sentarme, esperar. Por eso quizás tengo muchas fotos en un contén en medio de la calle. Llegamos con mascarillas tapándonos la boca, hay miedo, el virus existe y con tan solo su existencia vacua, sin intenciones, es ya el terror.

Caminamos la ciudad vacía, hablamos de libros y autores. De nuevo me faltó el aire en las subidas. El casi inexistente tránsito permitió oír el canto de los pájaros. Me permitió ver, con más claridad sus ojos, que los percibí verdes. Una ciudad vacía te da la sensación de llenarla. Los patios de comida desolados, con cintas amarillas delimitando el área.

Aun con el pánico instaurado nos abrazamos. No mantuvimos los dos metros de distancia, fuimos disidentes. Nos bajamos las mascarillas para poder hablar con fluidez. Nos sentamos en un área verde, un pequeño bosque frente a la avenida, nos recostamos al tronco de un árbol para tomarnos el café y comernos el dulce. Y conversar cerca, uno del otro. Seguro algunas particas de salivas se introdujeron en nuestras bocas. Pienso en cuánta saliva ajena se cuela a diario en mi boca.

Hablar es sembrar, es introducir. He dejado que planten en mí la semilla de la esperanza. Él me habla de golpes, de batallas ganadas, de su etapa de boxeador. No podía imaginar que sus manos suaves, de una piel blanca, de dedos de una curvatura afilada, han magullado algún rostro. Me ha enseñado sus heridas, las físicas, he sentido su soledad, lo he visto cantar con rabia, ebrio, alzar la voz, gritar. He oído cómo llega al placer penetrando a una de sus amigas. También he oído cómo su amiga le pide, suplicando, sigue así,  así, así amor. Pero los dos sabemos que esa palabra dicha en ese contexto no tiene ninguna significación a no ser para llegar. Y los dos creemos más en el trayecto, que en el resultado final.

Tuvimos miedo, cuando nos encontramos en la quebrada. Por momento pensamos no abrazarnos. La estadística por día de los muertos. Pero cómo pensar que mi amigo me va a contagiar.

Le pedí de nuevo, mandé un mensaje de voz. Para no sentirme tan solo en el encierro, lo escucho, pongo pausas, converso con la grabación, como si él estuviera presente, mejor, porque puedo decirle todo, sin los límites inconscientes que instaura la cultura.

He pensado en la cantidad de cuerpos tendidos, listos para incinerar. Recordé cuando trabajaba en la restauración de la escultura de un ángel, de la tumba del cementerio Colon, reparaba las alas. La tumba es de un general del tiempo de la colonia. Muy cerca quedan los hornos del crematorio. Oía cómo unos cuchillos largos y horizontales se desplazaban desprendiendo los cadáveres de la bandeja de incineración. Luego el operario subiría más la temperatura, hasta hacer polvo, el cuerpo.

La restauración de la tumba duró casi un mes. El primer día al escuchar esa especie de cuchillo me sentí mal, ya al tercer día, ni me percaté del ruido seco, metálico, que raspa, que desprende. Al medio día siempre antes de almorzar me comía una guayaba, estaban dulces. Quise comer de esos frutos cosechados allí, abonados con tanta muerte.

Conversamos tan felices recostados al tronco de un árbol, viendo el cielo, la desolación, percibiendo el miedo colectivo, el nuestro, que aun podíamos esconder, para mostrarnos valientes, uno frente al otro. Yo sentía un vacío en el estómago. Quise alzar la mano, darle un apretón entre la nuca y el cuello, como a veces hago, y en el trayecto del brazo, fui consciente, y mi mano se desvió, y tomó una ramita seca del suelo.

La voz de un altoparlante de la policía interrumpió todo.

—Ciudadanos, váyanse a casa, están infringiendo la ley.

Mi amigo los miró sereno. Yo dije “sí, disculpen, ya nos vamos”.

Y fuimos tan felices camino a nuestras casas. Felices de violar la ley, de vernos en medio de la cuarentena, y de poder dominar el miedo propio.

Buscando alguna señal de vida


Miro desde la ventana de mi casa por las noches cómo se respira un aire tan vacío que acompaña y es testigo de la soledad. Pongo mi oído muy atenta buscando alguna señal de vida y todo parece haberse esfumado. La profundidad de la noche es inmensa sin tan siquiera el ruido de un coche, un avión en la altura, un bar lejano con algo de música. Nada, no se escucha nada. Y este vacío sin gente en las calles, sin coches o restaurantes abiertos, recorre inmensas distancias. Parece no acabar, tal como si hubieran tapado este mundo con un manto negro.

Vivo en un pueblo pequeño en las afueras de Madrid, es un pueblo por el que se ven pasar cientos de aviones a diario, todo un espectáculo. Pero ya no se ven. 

Llevo 18 días encerrada. Veo un autobús pasar y me parece raro, creo que cuando salgamos a la libertad de andar por Madrid tranquilamente será como volver a nacer. Todo el tiempo me parece estar en una película de ficción.

Miraba desde afuera temerosa las noticias del virus, rezando porque no nos fuera a tocar temiendo que ese susodicho se metiera en nuestras vidas, hasta que nos golpeó la dura realidad. Mi madre llegó de su trabajo a casa con todos los síntomas de que ese bicho la tortura. Ahora rezamos a Dios porque gane esa dura pelea. Nadie sabe cómo vamos a salir de esta situación. Cada día son más los países afectados, todo parece nunca acabar. 

Tenía miles de proyectos, hacer una película en marzo, terminar la escuela de interpretación, trabajar y reunir dinero para ir a Cuba en verano. Ahora todo se ha derrumbado. Muchos tendrán que empezar todo de nuevo.

Primer fallecido. He visto llorar a mi madre


Mi abuela murió el 14 de enero de 2008. Dos pastores de iglesias evangélicas despidieron su duelo. Hoy acaban de anunciar que uno de ellos es el primer compatriota que fallece en la Isla víctima del coronavirus, confirmando que la pandemia ha dejado de ser algo que pasa a otros en otra parte.

He visto llorar a mi madre, mi tía, he recordado a este pastor (no digo su nombre por elemental respeto) sentado en un sillón en la sala de mi casa, parado mientras ora por toda mi familia.

Treinta y nueve casos en un día. Todos son cubanos. Hoy ya es raro ver en la calle a alguien sin nasobuco, de hecho, es raro ver gente lejos de los lugares donde venden algo de comer, productos de aseo.

Hoy, mi vecino médico ha sido llamado para valorar un caso. Por suerte fue una falsa alarma, como lo fue con el bodeguero que ha regresado a su empleo. Pero no ha sido falsa alarma en el caso de la hermana de uno de mis compañeros de trabajo que se reporta como grave, no ha sido falsa alarma en el caso del pastor que sólo tenía cincuenta y dos años y que ya pone rostro a mis difíciles días de COVID-19.

Mucha gente con nasobucos


Te levantas, te vistes y sales al trabajo. El Círculo Infantil de la esquina no tiene niños jugando junto a la cerca, no oyes risas. Coronavirus, claro.

Las redes, siempre pulso la vida en las redes. En Facebook te enteras de que Clara, una joven que parece española, considera que poco importa que mueran unas cuantas momias mientras no se desplome la economía. Pienso en los yayos y yayas que con sus pensiones salvaron a sus familias en tanto aparecían los brotes verdes. Pienso en nuestros abuelos cubanos y lo mezquinos que podemos ser.

Ahora a caminar. En las calles se acumula la basura, desborda los sacos y bolsas. Hay un zapato de mujer, alto, también un muñeco de trapo bocabajo. Mucha gente con nasobucos de cualquier color y estilo, desde los verdes del quirófano al rosa, desde los que sujetan elásticos, a los que sólo llevan tiras. En las redes he visto a la reina Isabel de Inglaterra usando nasobucos a juego con su ropa. La reina es una de esas momias de las que habla Clara. El hijo de la momia ha dado positivo al coronavirus.

En el lugar al que voy hay malas caras. Preferirían que no estuviese allí, que no fuera nadie. Creo que es precaución, miedo. Hay pomos con hipoclorito en cada entrada.

Regreso a casa. Aún debo ir al banco, un BPA. Ahora esperamos afuera y entramos de uno en uno al edificio tras verter en nuestras manos el hipoclorito. Casi todos los trabajadores del banco usan nasobucos, un pañuelo. Por suerte, el virus es de gran tamaño (para ser un virus) y cualquier tela puede retenerlo, dicen.

A dos pasos del banco, colas. No hay un metro de distancia entre cada persona. De haberlo, las colas serían de varios centenares de metros. De un lado de la calle está la farmacia donde venden alcohol, del otro, la shopping donde venden una bolsa con pasta dental, detergente en polvo, jabón, aceite y papel sanitario. Hay quien va de una cola a otra, ansioso. Hay quien pide el último sin saber que venderán. Lo necesitará de cualquier modo. 

Tras salir del banco, marco la cola de la shopping (ya no hay alcohol). Al cabo, me sustituirá mi madre y varias horas después regresará con la compra en la que se ha ido buena parte de mi salario.

Vuelvo a las redes. Hay imágenes hermosísima de patios cordobeses reventando de flores, recordando la primavera, y gente que sigue comparando a Messi y CR7. También hay una imagen de la virgen de Covadonga y recuerdo la nuestra, esa Virgen de la Caridad del Cobre a la que ahora canta Eduardo Sosa en una especie de plegaria que la Televisión Cubana reproduce varias veces al día.

En el grupo de Whatsapp de mis colegas de universidad han colgado un meme. Hombre y mujer desnudos se saludan, ella le toca el pene, él, el pubis de la mujer. Nueva forma de saludar para evitar el coronavirus, reza. Mis colegas comentan, ríen. Mis colegas viven en Chile, México, Estados Unidos, Sudáfrica. Ninguno de mis colegas tiene coronavirus, gracias a Dios.