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La madre de Ícaro

Delfín Prats, nacido el día de San Juan de la Cruz, patrono de los poetas, cumplió 75 años este 14 de diciembre. Un acercamiento inédito a Gladys Pupo, la madre del poeta.

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Gladys Pupo, madre del poeta Delfín Prats. | Imagen: Ghabriel Pérez

He hecho mi fusil con una penca que arranqué

de la mata de coco, un brazalete con un trapo rojo

de Mamá que había detrás del armario.


DELFÍN PRATS

Siempre hubo señales sobre mi vocación literaria. Una mañana, la sospechosa intuición guio mis pasos y me vi abriendo una caja para descubrir un libro de cubierta azul y letras color rosa. Su título: Espejo de paciencia. Otro día busco en las gavetas y encuentro las décimas que escribía un tío algo orate.

Pasan los años, llueve mucho sobre Holguín. Me acerco al mundo de las tertulias literarias y la poeta Belkis Méndez me invita a preparar junto a ella un homenaje a Eliseo Diego. Desde los estantes veo caer la Poesía Completa del autor. El libro se abre en "Versos al túmulo de la señora muerte". Mi mente viaja a la infancia y ve esas ilustraciones. ¿Cómo llegó a mi vida de siete u ocho años ese clásico de la literatura cubana? ¿Teníamos en la familia algún ilustrado que pudiera acercarnos?

Recuerdo al “personaje” que en más de una ocasión hablaba de Rusia y la nieve en la sala de mi casa y que al marcharse dejaba en el viento ideas y misterios que ponían de fiesta a la imaginación. Tal vez ese primo fue la razón de la presencia de aquellos “orígenes” en una casa de pensamiento tan humilde. Así recuerdo conversaciones de la familia en torno a un ser que era igual diferente. Pasada buena parte del tiempo sobre el mundo, lo confirmo: no podía ser igual. Nuestro Ícaro, el hijo de Gladys, era/es un ser único.

En octubre de 1968 Lenguaje de mudos recibía el Premio David e inauguraba una época alucinantemente nueva, pues junto al laurel por su prístino libro, Cuba entregaba al hombre la corona de espinas, declarándolo único entre los seres de la pródiga comarca literaria y de todos los cercanos a los Prats/Pupo de La Cuaba. Por esa causa, una familia anónima y distante se volvió la muy renombrada del Holguín de su tiempo.

Recuerdo su alegría al hablar con los de casa, sus carcajadas, la abundancia de gestos, la presencia de un lenguaje superior, y a la vez el más locuaz en torno a una improvisada “tertulia” familiar. La luz, recuerdo la luz como algo que emanaba de un ser sabio, pleno de un universo de palabras como señales que se quedan flotando, vaticinando un camino. Recuerdo su pícara mirada para con el pequeño primo. Recuerdo que había una señal, y creo haberla captado.

Todo aquel que define un destino a partir de las palabras sabe que somos celosos guardianes de estas y las guardamos como nuestros tesoros más valiosos. Solo a partir de Delfín Prats Pupo yo pude haberme enamorado de palabras como: abedul, Kolia, loto, caput, y aquella cosa tan extraña que era oír que alguien dijera: “ir al nadir”, algo que nunca comprendí y jamás olvidé. Pero también: La Cuaba, ese sitio siempre mágico de mi ascendencia adquirió entonces una dimensión mayor. Los campos de mi familia se convirtieron en un anexo de todo lo hallado en los mitos y leyendas de la antigua Grecia.

II

A la sombra de una colina fue mi infancia: la Loma del Caguayo, que ahora mi amiga de esas correrías (Maricela Rodríguez), al titularse de licenciada en inglés insiste en rebautizar como “Lizard Hill”, pero nada le quita lo pintoresco y proverbial. Hablo de una colina en cuyas faldas recibí los primeros “impulsos” poéticos. Desde esas alturas los niños del barrio aprendimos que San Isidoro de Holguín era un valle intramontano y mítico. Nací en las faldas de estas lomas porque la gente de La Cuaba estableció aquí sus casitas, en el hogar donde la abuela Toña nos inculcaba una fe católico-espiritista, o sea, a la doméstica, y aquí llegaba dos o tres tardes a la semana Enriqueta Pupo, con los sermones propios de una Testigo de Jehová. La recuerdo con perfecta nitidez, casi siempre vestida de blanco, una toalla amparándola del sol, como una mujer israelí por los desiertos. Esa tía-abuela era famosa porque tenía un “nieto rebelde”, “un aventurero”, un escritor: un Delfín Prats Pupo.

Eran tiempos (década del 70), en que aún la familia era sagrada. A pesar de llevar de diferentes maneras el Evangelio, jamás vi un sí ni un no entre las hermanas. Y sus hijas siguieron esa máxima. Así recuerdo también a la señora Gladys Pupo, la madre de Ícaro, el que entonces pocos sospecharían que sería el de más alto vuelo en toda una genealogía de ciudad.

¡Cómo olvidar a la madre de Ícaro! Sus asiduas visitas a mi casa. Siempre su taza de café en las manos, pues había coladas mañana, tarde y noche. La recuerdo como una imagen “congelada” para una lectura posterior. Madre de un poeta célebre, famosa ella también en su barrio. Recuerdo a Doña Gladys [existía ese glamour]. En mi casa se esperaba a Doña Gladys. Decía mi abuela: “Y Doña Gladys se ha perdido de aquí” o “la que más nunca ha vuelto es Doña Gladys”. ¡Se extrañaba a la familia! Tres o cuatro días de ausencia, y había preguntas de rigor que hacerle al viento. ¡Y dígase, que el viento contestaba! Desde entonces mi pasión archivística guardaba conversaciones específicas. Y muchas de esas eran las que la madre de Ícaro llevaba/traía a casa… pues ella se extendía en anécdotas sin saber que había un curioso “anotando” para el futuro provisorio: “Él es así, qué le vamos a hacer. Es mi hijo. Tengo que comprenderlo. Mamá y Manuel se mortifican. Él tiene sus amigos raros. Y si él quiere usar los pantalones así, quién se puede meter en eso”. Cosas por el estilo, entre otras que no repito aquí, y que formaban parte de la comidilla barriotera al contar entre sus cuadras con un ser completamente diferente: Ícaro tenía su “residencia” en las faldas de mis mismas lomas.

III

La elegida para dar a luz en el Olimpo del oriente cubano a nuestro Ícaro se fue de este mundo a los noventa y cuatro años. Días antes de su partida la visité con la familiaridad de siempre. Se preocupaba porque su hijo (Segundo Prats) me sirviera “un tazón de café con leche”. Padecía de cierta ceguedad y apenas podía verme, pero en lo que Segundo demoraba, ella descorría su taza sobre la mesa, acercándola a mí. Le hice las fotos más bellas que logró jamás mi móvil. Su timbre de voz dejó en mí esa idea de la gente elegante, cuidadosa en cada palabra que se dice y en cada palabra que se esconde.

La madre y el hijo nacieron en La Cuaba, lugar que hoy debía festejar el ascenso de ese ser venido al mundo en el mes de varios nacimientos célebres de la patria literaria: Lezama, Dulce María, Heredia, Carpentier, con Cristo, nacieron en diciembre. El holguinero nació el Día de San Juan de la Cruz, declarado por la UNESCO “Día Mundial de los Poetas”.

A pesar de las consabidas prohibiciones religiosas, en algunas familias diciembre siguió siendo celebración de Noche Buena. En una de esas, pensaría yo que la madre de Ícaro andaba por caminos a la usanza de las abuelas, y escondido tras una puerta, a la llegada de la prima, salí al paso con la alegría del infantil: “Feliz Noche Buena para Gladys”.

Así recuerdo el blanco rostro de mi madre y el urgente movimiento de sus manos al quedar Gladys compungida y absorta. Me llevaría mi madre hasta otra habitación para advertirme: “muchacho, cállate, que Gladys trabaja en un granja militar” [Los Camilitos]. En días de su vejez, al recordarle esta anécdota, sonriente me explicaba que eran tiempos en que se fue a trabajar “a ese lugar donde se usaba uniforme verde olivo”. Pero que, “por cuanto, yo nunca dejé de creer en Dios. Eso fue solo de los labios para afuera”.

La mujer de más de noventa años tenía una memoria prodigiosa, un fabuloso ánimo que le permitía mantenerse conversando durante horas. Lo mismo recordaba los precios de los productos del mercado de 1950 que los de su tienda más cercana en días del 2000. Y podía narrar con fino sentido del humor las experiencias casi alucinantes de su primer noviazgo. Se jactaba de haber vencido los insospechados prejuicios de anteriores épocas.

IV

En días en que preparaba un documental que nunca realicé, bajo las sombras de un hermoso árbol de aguacate de su patio, quise saber de oídos de Gladys qué anécdotas querría contar sobre el niño que no vimos y que creció al libre albedrío de aquellos campos siempre llenos de poesía. La madre de Ícaro prefirió decirme que le costó olvidar el sufrimiento por las mil y una noches de Delfín Prats Pupo, los tiempos de separación del hijo que estudiaba en Europa, la tarde en que muy joven lo vio alistarse en la Campaña de Alfabetización, la llegada constante de noticias extrañas a la casa, donde siempre alguien hablaba de más... el temor de que su hijo se perdiera en lontananza, y siempre la sospecha de que él pudiera abandonar Cuba, de tantos que apostaban por ese destino.

La imagino al ver que su hijo iba a La Habana llamándose Delfín y regresaba: Hiram, por los caprichos de la poesía. La imagino sonrojada y molesta al escuchar sobre los simpáticos, pintorescos y molestísimos apodos con los que Arenas nombra a su hijo. Incluso, la imagino, temerosa por la leyenda del Dédalo griego, tratando de apartar a su hijo del sol...

Mi posible documental se quedó en la conversación y algún que otro párrafo, de donde extraigo que su sonrisa era pícara cuando le mencioné a Reinaldo Arenas. Que lo recordaba perfectamente junto a Coco Salas, César López y Pablo Armando Fernández. Era una eterna agradecida del tiempo en que vio a su hijo reconocido, respetado, aplaudido por las multitudes, pero no olvidaba que hubo un tiempo de abandono e indiferencia hasta que Armando Valladares llevó el caso a la ONU para que el hombre tuviera una casa propia… No dejaba de confesar que todavía le preocupa verlo como un gitano de un lugar a otro, cual si hubiera perdido la brújula. ¡Tantas veces lo imaginó fatal!

Al mencionar La Cuaba decía que le traía el peor recuerdo con la noticia del suicidio de Fernando, su nieto. Este es un dato que recojo como parte de una pena que pesa en la familia holguinera, donde cada apellido cuenta una historia suicida. Mi familia de La Cuaba va a la cabeza, hace unos meses tuvimos un último caso...

Siempre recordaré a Gladys Pupo como la madre de Ícaro, la prima hermana de mi madre que mejor me lleva a confirmar lo grande que es venir al mundo con la suerte de escuchar que un hombre canta versos, y entre estos el que podría estar superando ahora mismo al resto de todos los versos escuchados: “Hay un lugar llamado humanidad”.

Holguín, 2020.

Video file
Ghabriel Pérez lee un poema del libro "Lenguaje de mudos" del Delfín Prats.

Ghabriel Pérez

Ghabriel Pérez

Holguín, 1968). Narrador y poeta. Ha publicado los poemarios En brazos de nadie (2000), Canción de amor para el fin de los siglos (1999) e Hijo de Grecia (2005), entre otros. Su libro de relatos El parque de los ofendidos recibió el premio “Calendario” en 2002, y su poemario Mis amistades peligrosas obtuvo el premio de poesía “Adelaida del Mármol”, en 2007. Reside en su ciudad natal.

Comentarios:


Salvador Guerra (no verificado) | Sáb, 19/12/2020 - 02:45

Gracias amigo,  muy conmovedor.

Igris Rodrígue… (no verificado) | Mar, 22/12/2020 - 17:12

Cuánta belleza....

Lourdes maetinez (no verificado) | Vie, 30/12/2022 - 04:15

Una lectura tan agradable,que no queria se terminara.

Juan Carlos Pé… (no verificado) | Vie, 30/12/2022 - 21:30

Hermosos tus recuerdos y vivencias mi querido Ghabriel

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