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El año que intentaron matar a la gente del corazón

Radio RCA Víctor con mapa de Cuba.

El escarnio físico se rebasa tragando en seco o devolviendo el golpe.

El escarnio espiritual no se rebasa con tanta facilidad.

Para que el escarnio espiritual se disipe es imprescindible que quien ofendió, se disculpe, y el ofendido le perdone desde la misma raíz lastimada del corazón. No que olvide, porque olvidar no es un ejercicio de la voluntad o la razón.

Para pedir perdón o perdonar se necesita de ese condimento tan huidizo en los seres humanos al que llamamos humildad.

Llegará el día, lo sé, en que aun cuando hayan muerto, los ofendidos de ayer serán compensados; ya sea en su descendencia o en la memoria.

La ausencia del perdón ha mantenido lejos de sus raíces durante varios lustros a aquellos que fueron injuriados en su Patria un día.

Ya es hora de la reconciliación; de apagar el fuego y arriesgar el próximo paso.

 

EXPLICACIÓN

Un hombre se pasa la vida trabajando para crear o engrosar el patrimonio de la familia.

Un hombre se pasa la vida trabajando para que ese patrimonio alcanzado pase de generación en generación, y que los que vengan después luchen con fuerzas para conservar y reevaluar lo creado.

El patrimonio familiar nace desde una humilde planta de tila que sembró la abuela para cuando los nervios se avivaran, pasa por los decorados que fueron colgados en las paredes y termina (tal vez) en la acumulación de un sinfín de conquistas y derrotas cotidianas que la familia cuida con apasionada ternura.

El golpe más cruel que recibieron “los que se fueron en los sesenta, los setenta y los ochenta” no fue el que sus propios vecinos (a los que quizás regalaron una botella de leche el día anterior), le ofendieran llamándoles escorias, lumpen, gusanos…, lanzaran huevos y piedras contra sus casas o esperasen que sus hijos pequeños estuvieran a tiro para gritarles espantos sobre sus papás. Tampoco fueron los actos de repudio en el trabajo, la casa o el colegio… o el hecho aberrante de prohibirle al que se quedaba cualquier interacción con los que se fueron… Todo eso fue duro, pero pasable.

Lo cruel, lo bárbaro, lo asqueroso, lo demoníaco, lo verdaderamente deleznable fue arrebatarles el patrimonio y repartirlos entre los que no habían aportado nada para merecerlo.

 

EL RELATO

Chambas siempre fue un pueblo de gente buena, sacudida por la amistad y el cariño. Desde el crucero de “la Narcisa” hasta la salida para Morón, por “la Norte” (qué belleza matriarcal la de feminizar sustantivos masculinos), los chamberos se conocían por sus nombres de pila o por sus motes o apócopes del nombre. Con solo mencionar los apodos, ya todo el mundo sabía de quién se trataba: Manolo “Catalina”, Raúl "Quijá”, Yoffi o “el guajiro”, el Curro, el Cafetero, el Niño Ango, Papo Quintana, Ñanguita, Cáscara, Calabaza, Nené Chichón, Chachá, Tiquío, Miguelito Salón Rojo, Cacho, el Hueso, el Esbirro, Jiliyo, Caco, Gildo, Pimpo, Lingo, Maciza, Millo, Coqui, el Puma… y un etcétera tan largo que necesitaría un tomo superior a El Quijote para recopilar solamente la mitad de los más ilustres.

Se vivía en el pueblo con poca solemnidad, pero mucho respeto por lo ajeno. Tanto así que los lecheros dejaban al amanecer los pomos llenos en el portal de las casas y ni los gatos osaban tocarlos.

La mayor parte de las casas eran abanicadas por el aire que entraba por las ventanas sin cerrar, apenas cubiertas con paños ligeros.

El término “lo de fulano” era suficiente para que fuera intocable.

Tanto respeto tuvo lo ajeno en Chambas que hasta hace un par de años (y en algunos casos todavía) por mucho que les cambiaron nombres a los comercios, les llamábamos por su antiguo calificativo: la tienda de Ulpiano; la bodega de Maximino; la bodega de Toñito Pons; el quiosco de Eliseo…

Todo empezó a fastidiarse el mismo espantoso día en que por una ley, absolutamente inhumana, se despojó a varios chamberos de aquellas pertenencias que conformaban la historia de sus vidas.

Muchos de ellos vieron cómo sus reliquias espirituales y materiales: las prendas usadas cuando la boda o los quince, la comadrita y la cómoda, la mata de vicarias para la ceguera, de tila para los nervios, de campanilla para el asma… la mantequilla y hasta la lata de aceite de carbón donde conservaban sus pedazos de cerdo frito, pasaban —en el portal de sus casas, que también días después dejarían de serlo— a otras manos sin que ellos mismos tuvieran como mínimo la posibilidad de ofrecerlos a quienes les diera la gana.

La pobreza moral se unió a la pobreza real y muchos padres de familias, sin tener conciencia clara del atropello del que eran cómplices —muy parecido al que se cometió contra los judíos en Alemania durante La Noche de los Cristales Rotos— agarraron su tique y cargaron con el tesoro de otro para sus casas.

No culpo a alguien por haber obtenido aquellas propiedades ajenas, solamente señalo que la contaminación ideológica y la pobreza cuando se juntan suelen ser muy perversas.

Mi padre —que es un hombre honrado y decente— también trajo lo suyo. Pido perdón por él. Le toca a los hijos pedir perdón por los errores de sus padres: la vergüenza también forma parte del patrimonio familiar.

Fue una sola pieza. Un radio RCA Víctor, grande, color caoba, que localizaba a la perfección La Cubanísima (emisora más oída en Chambas que Radio Rebelde por ese entonces), en la que se podía escuchar bien sintonizada la novela Esmeralda, Tres Patines… y en las noches, la gente del barrio —yo con ellos—, se sentaba frente a la casa a disfrutar del partido de béisbol del equipo Granjeros. Por detrás del aparato, sobre una plaquita de metal, estaba grabado, como con una cuchilla y a prisa: ELMO.

Una noche don Pedro Cordero Estrella —quien lamentablemente se quedara con el ofensivo apodo del capitán Mirahuecos— le gritó desde el portal a mi padre:

—Casildo, saque su radio que ya vamos perdiendo una por cero.

Mi padre, que ese día no estaba para “galleticas”, sacó el radio y lo puso casi en los ojos de don Pedro.

—Lea aquí —le dijo.

—Usted sabe que no sé leer —contestó Cordero.

—Pues dice Elmo… este radio no es mío; este radio es de Elmo Barrera. Yo solo lo tengo hasta que alguno de sus parientes venga a pedirlo.

El día de la muerte de mi madre, mientras reorganizábamos el cuarto para que cuando volviera de la funeraria mi padre no tuviera los recuerdos de las últimas horribles horas, vi sobre la placa del closet el cascarón vacío del radio, un tareco ya… lo agarré con la intención de botarlo, y mi hermano Agustín me detuvo:

—Deja eso ahí… ni lo toques; si lo botas, el viejo se nos muere también.

 

(Dedico este texto a la familia de Elmo Barrera. “Quien olvida el pasado corre el riesgo de que se le repita”.)

Otilio Carvajal

Escritor Otilio Carvajal. Foto en la revista Árbol Invertido

(Chambas, Ciego de Ávila, Cuba, 1968). Poeta, narrador, investigador y crítico literario. Reside en Santa Clara. Algunos de sus libros, son: Thanksgiving Day (Matanzas, Ed. Vigía, 1999), Libro del profanador (Santa Clara, Ed. Capiro, 1999), Libro del Holandés (Novela. Ed. Ávila, 2000), Oda al pan (Ed. Ávila, 2001), Ponme la mano aquí (Novela. Santiago de Cuba, Ed. Oriente, 2001), Los navíos se alejan (Ed. Ávila, 2002), Prohibido soñar en esta casa (Ed. Ávila, 2002), Pájaros de la noche (Teatro. Ed. Ávila, 2003).

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