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Sociedad cubana | Polvo y viento, o la “intemperie funesta”. (Andanzas por entre el esplendor y la ruina en la Calzada de Jesús del Monte)

En la Calzada de Jesús del Monte, de Eliseo Diego, sirve de punto de partida para recorrer la gloriosa calle habanera y admirar sus detalles.

Collage de imágenes de la Calzada de Jesús del Monte.
Collage de imágenes de la Calzada de Jesús del Monte. | Imagen: Árbol Invertido

Hay una rotundidad extremada, ¡pero tan sincera!, en la dedicatoria que Eliseo Diego escribe al frente de su poema En la Calzada de Jesús del Monte (1949). Se trata de unas palabras en las que están, mencionados con algún predicamento agradecido, todos (casi todos, seamos precisos) los miembros del Grupo Orígenes. Al final dice: “y a José Lezama Lima, el poeta —el mundo que él hizo ha hecho posibles tantas cosas”.

Ese sería, supongo, el umbral de esta reflexión. La mirada de Diego en la mirada de Lezama y viceversa. Y no bien lee uno semejante declaración, las cosas se reacomodan. Porque Lezama tal vez alumbró esa poiesis de lo cubano (un proceso cultural que ha tenido ingredientes de toda índole, desde la exaltación por la Naturaleza hasta el éxodo masivo) donde cabe perfectamente la idea de interrogar descriptivamente las calles, en este caso una gran calle que es, todo a un tiempo, camino real y contexto y atmósfera que se alarga y paseo y arteria. “Reino, sueño mío”. Y también: “vena de piedras”. Así llama Diego a la Calzada de Jesús del Monte, hoy calzada de Diez de Octubre.

La demasiada luz, los portones insomnes, las columnas distraídas. Metáforas de un escritor atento a lo que los románticos ingleses denominaron pathetic fallacy, para trasladar, a lo natural y los artificios de la urbe, el lenguaje de la emoción estética, del mundo interior y de la conciencia de la poesía.

Tenemos una frase como esta: “la inconmovible sensatez de los pórticos”. Para un poeta en-la-ciudad, de-la-ciudad, lo que hoy se conoce, desde hace tiempo, como Calzada de Diez de Octubre, o sólo como Diez de Octubre, viene a ser una vía de peregrinaje, una ruta donde se pone a prueba el carácter especular del yo. No por gusto compara Diego la calzada con “los versos bien trabados de un salmo”. Una ligazón o conglomerado longevo, matriarcal, de afirmaciones y negaciones que conforman un sistema abierto, entre lo anómalo y lo que no lo es. Un credo de La Habana. Como el Paseo del Prado, como la Calzada de Monte, como la calle 23.

"Vine a la Calzada de Jesús del Monte porque me dijeron que acá vivía aún una parte del espectro de la ciudad ida..."

Vivo en La Habana, a pocas cuadras de esa calzada (“más bien enorme”, según Eliseo Diego). Creo que recorrerla es hoy —en el ahora trágico de La Habana, maravillosa ciudad desencajada y aún viva— un acto de fe, de legítima pretensión afirmativa. Una forma de seguir otorgando al enclave una dimensión nueva, a pesar de la ruina y la pobreza. Dimensión renovada dentro de la conciencia, donde el enclave se encuentra en las antípodas de la demagogia, la desidia, el oportunismo y el desbarajuste. El enclave es allí el de las ruinas que hablan, entretejidas en las huellas seculares de la nación.

Vine a la Calzada de Jesús del Monte porque me dijeron que acá vivía aún una parte del espectro de la ciudad ida. Caminé desde mi casa. Fui a dar a algún punto intermedio, cerca de una escombrera esquinada (los basureros están más bien en las entrecalles, pues la calzada admite mucho tránsito de vehículos de todo tipo), repetida en otras que abundan por allí.

Decidí subir alejándome de la esquina de Toyo y, por supuesto, de Agua Dulce, que es la zona que Eliseo Diego nombra varias veces insistiendo en la calidad de sus penumbras, unas sombras que no son oscuras aún porque parecen escoltar un atardecer detenido muy cerca de la caída del sol.

Hay cosas que se ven como eternas y que le hablan al pretérito y al presente al mismo tiempo. Pasas como si tal cosa por el frente de una venta de viandas y cuando vuelves la vista al frente topas con una vivienda Art Déco cuyo frente conserva su viejo esplendor, pero con el añadido de unos ladrillos repelados y unos cristales ausentes.

Nada como ver la constancia del pasado en un presente que, con tenacidad, intenta sin éxito abolirlo. En una acera, persistente, brilla una tapa de alcantarillado donde se lee: "Canal de Albear". ¿Quién se acuerda se eso en una Habana que se desluce sin remedio? ¿Los historiadores, los arquitectos? Las cosas hechas para durar, simplemente duran y ya, indiferentes a la mención, al recuerdo.

Tapa antigua del acueducto de Albear, La Habana, Cuba.
Tapa antigua del acueducto de Albear, La Habana, Cuba. | Imagen: Alberto Garrandés

Sigo ascendiendo y me doy cuenta de algo extraordinario que podría constituirse, a pesar de todo, en una nota feliz acerca de eso que dura y perdura: los portones. Jesús del Monte exhibe, con orgullo lastimero, unos portones cuya armazón resiste porque los maderos son de calidad. Y es increíble que aún estén ahí, testarudamente macizos, tranquilos dentro de sus marcos. Algunos han sido señalados con brochazos de pintura que indican alguna numeración.

Ese sosiego, apoyado por un conjunto de techos originales (vigas de madera milagrosamente firmes aún, aunque devastadas por la humedad, y la apatía y la pereza oficiales) se interrumpe por alguna pieza maestra de la propaganda de estos días, donde las frases caen en el vacío de sus propias argucias: “a Cuba ponle corazón”. Cuando miro y veo y leo, me pregunto si en verdad habría que ponerle corazón a Cuba o, más bien, recursos abundantes, voluntad real de expandir la economía, programas objetivos y urgentes para solucionar el dilema de la vivienda, el transporte público, la agricultura, los precios, la abusiva multiplicidad de monedas, la monstruosa inflación, la caótica distribución de esos alimentos que no alcanzan y otras tantas calamidades que hacen de la Isla un país en quiebra.

Dibujo en la pared: "A Cuba ponle corazón" en La Habana, Cuba.
Dibujo en la pared: "A Cuba ponle corazón" en La Habana. | Imagen: Alberto Garrandés

La belleza terca de los antiguos enrejados me alivia. Rejas hermosísimas que, con su pátina de herrumbre, salvaguardan un arte que hoy casi no se ve. Esas rejas, tan altas, algunas de 5 o 6 metros, dan fe de la fijeza (y la caducidad) de varias épocas. En la parte más elevada de una de ellas hay una fecha troquelada y casi inverosímil: 1870.

Sobre una puerta antigua se muestra un techo deteriorado.
Estructuras clásicas de la arquitectura que predominaba durante la época de gloria de la Calzada.

Pero la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte trepa, ligeramente curva, hacia su punto más alto, una colina resguardada por un muro. El muro está lleno de inscripciones. Declaraciones de amor. Hay una frase en italiano, apenas legible. Encima de la frase alguien puso: “Yasser y Paola”. Y esta otra, en negro: “Roxana te amo”. Y un corazón oscuro. El muro es un arco con dos entradas: la primera, en el ascenso, tiene unas escaleras que se cierran a causa de la vegetación y la tierra acumulada, mientras que la segunda lo lleva a uno por un terraplén empinado que se detiene justo en la entrada de la parroquia de Jesús del Monte.

Emblemática iglesia en la Calzada de Jesús del Monte, en La Habana, Cuba.
Emblemática iglesia en la Calzada de Jesús del Monte, en La Habana, Cuba. | Imagen: Alberto Garrandés

Frente a la parroquia, parcialmente reparada, hay un pequeño obelisco que dice: “1 legua a La Habana”. En la base del obelisco hay ofrendas. Cáscaras de huevos, jícaras, bolsas, restos de alimentos. Eliseo Diego dice que allí había unos álamos y unos ya por entonces muy viejos bancos donde descansar.

Residuos de elementos usados en rituales religiosos.
Residuos de elementos usados en rituales religiosos. | Imagen: Alberto Garrandés

Mientras más se aleja uno de Agua Dulce, la calzada se hace más “moderna”, si es que ese término y esa sensación resultan justos o adecuados. Tal vez se trate de una ilusión óptica, o de un espejismo que tiene su origen en su gran extensión. Son varios kilómetros. Tal vez 5 o 6. Posiblemente 7. No estoy seguro. No he consultado mapas. Tampoco es el caso: aquí los mapas son los de la sensibilidad, y si algo de cierto hay en esto es que en la calzada más bien enorme de Jesús del Monte las épocas se suceden unas a otras, entreveradas, como en un calidoscopio longitudinal, sucesivo, o coexisten, también entreveradas, y entonces el tiempo se disuelve en la transhistoria y desaparece dentro de uno mismo.

Todo parece tranquilo y no hay espacio para esas alarmas (justas, urgidas) que encuentran un sitio mejor en las callecitas interiores. Aquí el tráfico es persistente, a pesar de la miseria y de los precios. Casi no se ven guaguas, pero las paradas están repletas de personas. Excepto allí, no hay grupos de circunstantes. A no ser esos vecinos que lo examinan a uno descubriendo al extraño que viste raro y, para colmo, hace fotografías.

Me han confundido, otra vez (he perdido la cuenta de las veces), con un extranjero. Esa categoría sigue siendo, por sus implicaciones, un asunto entristecedor. Estoy fotografiando los graffitis del muro y, desde la otra acera, el hombre que cuida la entrada de una venta de productos me hace señas. Entiendo que quiere enseñarme algo, y que, por sus gestos, quiere acompañarme como un guía.

Graffitti en una pared de la calle Calzada de Jesús del Monte, en La Habana.
Graffitti en una pared de la calle Calzada de Jesús del Monte, en La Habana. | Imagen: Alberto Garrandés

Lo saludo con un gesto. Es entonces cuando reparo en otro muro, a la izquierda de la venta. Se trata del frente de una residencia elevada por encima de la acera. Allí, entre colores, veo varias figuras. Identifico a Amelia Peláez y al mismísimo Eliseo Diego. Y es allí, zarandeado por las revelaciones y los desconciertos, donde decido terminar mi marcha. La parroquia sigue en su sitio de siempre, esbelta, desde que empezara su construcción a fines del siglo diecisiete. El cielo es azul, el sol brilla por encima de mí, la ciudad respira.

Dibujo en la calle de Jesús del Monte, en La Habana.
Dibujo en la calle de Jesús del Monte, en La Habana. | Imagen: Alberto Garrandés

Alberto Garrandés

Retrato de Alberto Garrandés.

(La Habana, 1960). Ensayista, narrador y editor. Ha publicado recientemente una autoantología de cuentos: Mar de invierno y otros delirios (Ediciones La Luz, 2018), Señores de la oscuridad (Ediciones ICAIC, 2019) y Demonios (Premio Alejo Carpentier de Novela 2016). Es también autor de numerosas antologías de relatos internacionales y del poemario erótico La máquina de Picabia (McPherson Ediciones, 2021).

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