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Religión | Cinco Girasoles contra Oshún

Girasol en la noche.
Girasol en la noche.

(Fragmentos de una novela inédita)

Primero: Septiembre, Ocho.

Yo no lo planifiqué. Te lo juro. Nunca te fijé como una meta. 

Es cierto que ese tipo de metas −de las que ni siquiera formaste plantilla− no son mucho más profundas que un buen palo o dos, pero aun así nunca, nunca, entre las pocas veces que en verdad presté algo de atención a la mierda que hablabas, sobre todo a la penosa forma en que la hablabas, me impuse contigo tarea alguna.

Tú fuiste primero un chiquillo insulso sin barba ni magia; luego aquel novato que me pedía el más predecible de los consejos. Después, después terminaste siendo más grande que toda la gravilla que sobre ti se echó y olvidarme como cabeza de ese proyecto te persigue en todas tus pesadillas. Pero que no te hagan mal el cuento ni el ego te emborrache hasta la mentira: yo jamás quise tocarte ni con una vara. Eso fue culpa tuya. Eso fue culpa del espíritu de mi gitana, Soledad. Eso fue culpa del río y de su dueña.

Antes del río no hay nada. Al menos, entre tú y yo, no hubo nada para mí. A ti se te habían destrozado las manos por un accidente y yo tenía pocas partes de mí sin deshacer. El río es nacimiento, bautizo, consagración, y eso lo pueden pronunciar yorubas y cristianos en un mismo idioma, muy a su pesar. Quizás por eso caímos allí, con los ojos cerrados sobre nosotros mismos, como estipulan todas las doctrinas con dos dedos de frente.

"El principio del fin de todas mis mañanas tristes fue permitir que aquel día nacieras. Ocho de septiembre de 2021."

Nadie podría haberle contado a septiembre −a ese septiembre del 2021− que su día octavo abriría para mí una senda nueva. Escatológica. Yo pude saberlo y descreía la posibilidad. Pero, ¿septiembre? ¿Qué podría saber el día octavo de septiembre que no piensa en nada más que el amarillo que ha de aturdirlo nacionalmente año tras año?

El principio del fin de todas mis mañanas tristes fue permitir que aquel día nacieras. Ocho de septiembre de 2021. Permitir que salieras de la densa oscuridad del que no es deseado. Nunca habías sido deseado. Pagué un carro hasta el río: Soledad, una de mis dos gitanas, me pidió que la llevara a su casa. 

No debí pujar para que brotaras del vientre del río y cayeras en mis manos de partera fresca, bañadas de imprevisto e ineptitud, pero quién iba a frenar aquello. Soledad es la más tramposa de mis dos gitanas; siempre tiene propósitos no revelados en cada acción o pedido. Me supiste dulce, como las gratas sorpresas. Senté la muñeca al borde del río, y la vi venir. Tu nombre de tres sílabas fue impronunciable como el ruido de los pasos inexpertos sobre el manantial. Zorra, arpía, sabia; todo esto era obra suya. Ni tú ni yo entendemos lo que allí pasó ni en qué tiempo pasó. Ay, Soledad, vieja, ¿por qué me hiciste eso?

"Tú ni siquiera supiste de lo que empezabas a formar parte. Pocos días después cumpliste tus 18 años."

Naciste. Solo lo sabe el río, solo lo saben los ojos de aquella muñeca caprichosa que me pidió llevarla al pie del manantial justo el día de la patrona de Cuba. Naciste, siete años después de una profecía que consideré olvidada por quienes la dijeron. 

Supimos después que Oshún era la santa que dirigía tu vida. En aquel septiembre ni yo, ni tú, solo Oshún misma, y Soledad, su misionera, lo sabían.

Yo me fui de aquellas aguas ahogada en la estricta casualidad, en la que no falla; casualidad tramposa, premeditada, que no contó conmigo y con la duda que dejó detrás de sí. Tú ni siquiera supiste de lo que empezabas a formar parte. Pocos días después cumpliste tus 18 años. Pocos días después yo dejé de preguntarme si alguna vez había tenido o no la suerte de estar en el lugar exacto junto a la persona correcta. 

Supe entonces que de la maldición del amor, como amarillo que encandila, no se escapa nadie.

Me creí exonerada de una cláusula novelesca emitida en el 2014. Ilusa. Las maldiciones tardan, pero llegan. 

(…)

Yo volví al río, pero no a ese. A ese río es imposible volver. Ese río sigue fresco, arrullador, escabulléndose entre los miles de recuerdos que nacieron después en nosotros. Los niños lo siguen ensuciando al día de hoy. Ve. Llégate allí y verás el fanguero que tienen armado. Pero ve en verdad, no como yo creo que vas en las noches donde no existo, donde no existe mi terraza ni mi café con leche amarilla, de la mala. Digo yo, esperanzada de que tus dedos sigan estando tan húmedos como aquel día en que se nos enterneció la efeméride.

Segundo: La mala profecía

¿Qué edad tendría él en aquel octubre de 2014? Nada. Un niño. Un niño que no tenía noción de lo que estaba sucediendo en Guanabacoa. 

Habían pasado 7 días desde que yo cumpliera 21 años, y entre muchas peripecias y rezos yo había logrado reunir los 36 CUC que costaba recibir Orunmila. Yo tenía pareja en aquel entonces. Frank había sido el −o la− mediadora entre yo y mi recién conocido padrino de Ifá. Frank, que era enfermero −o enfermera−, había atendido a cierto familiar suyo en el hospital, y por ahí se hicieron las relaciones. Yo estaba en tiempo de recibir Orula, y no tenía −a pesar de las muchas opciones− con quien recibirlo confiadamente. Ahí entró entonces Dayron, luego los 36 dólares, y luego el plante en Guanabacoa.

Nadie, excepto Frank, que siempre lo supo todo porque bruja se nace, previó quién era mi ángel de la guardia. Yo solo amaba dos santos. Changó y Oshún. No había dios que sacara de mi cabeza mi parentezco con Changó.

(…)

Pero la verdad fue otra.

Yemayá, la santa más grande de todo el panteón yoruba, tomó voz y potestad, también de mi cabeza, pocos años después. Changó, dispuesto, acompañó el parto.

Pero este relato no va de mis madres y padres, este texto va de la maldición que vino a mí en octubre de 2014, cuando aquel padrino echó mano y sacó mi signo.

Tefaron y escribieron en el tablero, y vinieron justo detrás muchas profecías. Una pequeña, casi al pie de la ceremonia, cayó tan silenciosa como para ser por poco olvidada en los años siguientes.

Oyekún obbara lo dice clarito: aparecerá en su vida un hijo de Oshún. No se enamore.

¿Qué edad tendrías tú en aquel entonces?

Tercero: El dolor de las terrazas…

Hotel Nacional de Cuba.
Hotel Nacional de Cuba.

Tres años tardan, pero pasan. En tres años el amor se esparrama y se enquista; el cariño se hace apellido. En tres años se ama con todo el temor que el amor pare, se duda, se nombra el dolor que pinta todas tus paredes. Se teme. Tres años es suficiente amor para quedarse cuantos años vengan después de ellos.

Pero tres años, tres largos y construidos años se acaban también en una cerveza, en una terraza, en un parole aprobado o en una discusión terrible y dolorosa.

Yo jamás le vi final a esta cosa extraña en la que tú y yo habíamos congeniado. Tu culpa. Volviste −y me dejaste volver− cada vez que supuestamente rompimos puertas y recuerdos.

"Antes de ir a tu encuentro tomé fotos que conservo aún, yo quería archivar ese día en mi memoria."

Cada vez que pareció romperse este ensamblado inmejorable −todo un clásico− nos reinventamos. Cambiamos piel y voz cuando nos sobró hasta el cuerpo para volver a ser solo uno. 

Pasó una primera vez, en el invierno del 2022. Llevábamos más de un mes de distancia y molestia. Nos mandamos varios mensajes −creo que esa vez rompiste ese hielo tú mismo− y coordinamos finalmente matar la discordia barata. Antes de ir a tu encuentro tomé fotos que conservo aún, yo quería archivar ese día en mi memoria

Elegimos para el desquite la terraza del Hotel Nacional. Otra vez en nuestras vidas las terrazas. Yo estrené un pañuelo blanco que desde su compra no hallaba ocasión para lucirlo. Tú te pusiste la camisa más fresca y clara del último lote de camisas que te habías comprado.

"De ese día recuerdo cada detalle como para volverlo a vivir. Espero que tú no lo hayas desechado."

Yo tenía miedo mirarte a los ojos y tú tardaste más de 20 minutos para volver a reírte. Te había extrañado tanto que no conocía otra sensación posible en aquel enero y aquella terraza. Aún recuerdo, como esos recuerdos que vienen en frascos pequeños, el tono cansado y roto que usaste para narrarme el recorrido de tus semanas previas al reencuentro. Tenías muchos nuevos proyectos y querías empezarlos solamente si lograbas reubicarme en tu vida, y ese, ese es el asiento más honroso e inmerecido que me darán jamás en mesa alguna.

De ese día recuerdo cada detalle como para volverlo a vivir. Espero que tú no lo hayas desechado; sería muy escurridizo para el mucho temple que aprendiste a tener conmigo. 

La maldición de la cerveza caliente, la lágrima contagiosa cual bostezo, la soberanía del azar al colocarnos siempre el dependiente más imprudente en cada sitio, el brazo que busca al otro, la espera del pedido y el producto, la silla y la verdad incómoda, el aire, la esclavitud del amor, la imposible distancia y el disparo, justo al final, de la cuenta solo en pesos transferibles. Todo, ¿sabes?

Todo. Incluso te digo: recuerdo frases que nunca se dijeron en aquella mesa. 

Recuerdo haberle leído a la noche que no teníamos el don de despegarnos para siempre. Debió ser en la carta, en una copa o un florero, donde te vi pedirme compañía hasta el final de tus días a pesar de los trastornos en mi mochila. ¿Cuál de los dos fue quien dijo que cuidar la herida era más amable que ganar en la disputa? Como sea, ninguno de esos es tampoco el recuerdo que me late con más insistencia.

Yo jamás fui tan feliz por ser tan frágil. 

No permitiste una disculpa de más, no dejaste que derramara en la mesa un "pero, entiéndeme". Cuidaste cada pedacito roto que te traje aquella noche, cada frase tardía, cada temor desechable. No me he vuelto a sentir jamás tan bien cuidada. Amarraste mi llanto y lo guardaste en el bolsillo de tu camisa porque lo supiste tuyo, y prometiste jamás volver a pensar primero en ti. Un absurdo nacional aquello. ¿Cómo pretende entonces La Habana que yo salga de esa terraza dos años después de aquel cerrojo?

Cuarto: Por mi mano, Iroso Oddí (4-7)

¿Te acuerdas cuántas noches destinamos a estudiar los signos del caracol? Si de algo me afané contigo fue de saber que tenías una visión enorme del diloggún, polisémica y firme. Llegaste a entender que dos tiradas de caracol no es solo nombre, que signo no es solo tiempo, etapa o profecía. Entendiste que oddun es foto, carta astral, tendencia, personalidad y psiquis.

Entendiste que iroso oddí era el signo del amor, en donde paradójicamente, el amor no se conocía o duraba poco. Que clase signo ese, mijo. Tú lo sabes. Oshún dice ahí que hay que estirar la mano hasta donde dé, brindar el afecto posible, y recoger lo que haya. Oshún se resigna, lo sabes. Y la resignación es el amargo más punzante que puede probar una boca. 

Dice Oshún en iroso oddí que amar a alguien, en un tiempo y medida, y ser amado en la misma medida y tiempo, es un privilegio caótico, una ruptura kármica.

"El último mes nuestro duró todas las horas que trajo. No hubo minuto sin rutina ni memoria."

Yo no hubiera pedido ese signo. ¡Qué va! Signo que te toca, signo que te define, que te marca. Sé que contra los dientes del orisha no hay obbá que se interponga. Pero, ¿serio? ¿en Oshún? ¿No me pudo tocar ese signo en el diloggún de otro santo?

Quizás nunca te lo dije, pero yo lo entendí todo cuando cayó el cuatro, y después el siete.

Oshún me habló de ti, sí, y me pidió que me resignara. Pero yo no me resigné, porque es ese el amargo más punzante que puede probar una boca.

Iroso oddí, por si le faltara alguna pega, es hueco. Es huida. Es el bolsillo por donde se escapan las ganancias y los afectos. Lo entendí el último mes que vivimos juntos.

El último mes nuestro duró todas las horas que trajo. No hubo minuto sin rutina ni memoria. Yo me comía una pizza en Línea y Paseo mientras esperaba que el taxi te escupiera en la silla de al lado. Venías oliendo al deseo de vivir juntos y yo te lo exprimí de la boca. Dices tú que no lloraste de alegría. Digo yo que te lo propuse por pura conveniencia. Me pediste vivir conmigo, coño, con el nerviosismo de quien pide matrimonio, y yo −es mi manera usual de mostrarme más intacta y empoderada− no mostré que fuera la noticia más bonita de los últimos tres años de la historia de la humanidad.

"Acá estamos los dos, años después, haciéndole honor a todo santo y profecía."

Me regalaste un primer mes con todas las horas y glorias que trajo. Llenaste de memorias y rutina todos sus minutos. Esperaste tres años para hacerlo, pero lo hiciste justo a tiempo: un día después no lo hubieses podido hacer jamás aunque quisieras.

Ese amor del que Oshún −tu madre− me habló, estaba destinado a fugarse por algún agujero. Y así hizo.

Pero nada, no te afanes. Son mis angustias los girasoles más hermosos que hoy le dedico a nuestra madre: acá estamos los dos, años después, haciéndole honor a todo santo y profecía.

Cinco: El último Screwdriver

Screwdriver, trago.
Screwdriver, trago. | Imagen: Manu D la Cruz

No tengo permiso para decir su nombre, pero sí para narrar que la cuarta o quinta noche de abril elegimos un barcito fresco de La Habana Vieja y recuerdo perfectamente las circunstancias. 

Yo tenía ganas de sacarlo a la ciudad, a su noche. Era ese uno de mis mayores placeres y de los suyos. Decidía yo qué ropa jamás podría ponerse, en qué sentido debía ondularle esa noche el pelo, el color y orden de los zapatos. Entraba al carro y me sentaba en donde me alcanzara la frescura y protección de su brazo inmenso. El espíritu de la noche −fiestero, reflexivo o romántico, solemne y radiante− lo decidíamos los dos, a voz coral; la decisión del sitio que recreara aquel sentir era casi siempre totalmente mía. 

Aquella noche, la cuarta o la quinta de abril, no cabían en mí las ganas de beber y de sacarlo a la ciudad, a su noche, pero no había dinero. Nada de dinero.

"Fue un número más de la inmensa cadena de noches que nos ató irremediablemente a la suerte de ser uno solo."

Recuerdo entonces perfectamente el devenir de aquello: el tipo −no tengo permiso aún para decir su nombre− buscó plata en uno de aquellos negocios suyos violentamente acertados. Llegó a casa y lo puso en mi mano, y me pidió que lo sacara a pasear. Cabrón. Bien supo siempre jugar conmigo y hacerse inolvidable en cada retozo. 

Caímos por mi fuerza en aquel barcito en altos en La Habana Vieja. Una noche más. Hermosa, amarilla tenue, imprevista, pero como todas las anteriores. Ese era el plan. No queríamos la noche más sui géneris de todas. Y por suerte, así fue. No se nos rompió un clásico ni un balcón delante de los ojos ni nos quisimos tres veces más que en ningún otro bar de La Habana Vieja. Fue un número más de la inmensa cadena de noches que nos ató irremediablemente a la suerte de ser uno solo. 

Pero esa noche, en aquella terraza alta de La Habana Vieja, el trago que pedí nos hizo la primera y mejor foto que podremos lucir.

"Nos abrazamos entonces en un doloroso y sobreviviente no-nosotros, en un aislado e ineludible implural."

Ningún ser humano puede tomar el mismo screwdriver dos veces. No hubo otro screwdriver de igual sabor, ni fui yo la misma antes o después de la imprudencia de entendernos a nosotros mismos en aquella copa ancha de la noche cuarta o quinta de abril.

Una serie de locuras.

Él tomó de mi trago y el color de mi trago le combinó con el amarillo de su pullover, que era en realidad mi pullover. Mi trago, su color, su pullover y el mío. Entre nosotros jamás se dejó con vida algún pronombre posesivo en singular. Mi trago fue tan suyo como mío su pullover

En el camino habíamos perdido muchos límites, muchos pronombres y muchos pullovers. Pero el “nosotros” nuestro no era la simple suma de su trago y mi pullover. No. Esa es la manera fácil de convertir dos yo en un haz de yoses. Nosotros veníamos de la rotura y de la ausencia consciente y total de motivos para amar o vivir. Cuando nos conocimos, pusimos a la mesa cada yo quebrado, cada yo de nosotros dos que era menos yo que cualquier otro yo que habíamos conocido.

"Me acordé de mí misma, fachada teatral de mis propias heridas pasadas, hacedora de los mismos malabares de siempre."

Nos abrazamos entonces en un doloroso y sobreviviente no-nosotros, en un aislado e ineludible implural. Allí, solos los dos en una isla de indocumentados, comenzamos a revolver aquella nada hasta convertirla en naranjas y vodkas y hielos y copas anchas, hasta convertirla en una boca capaz de pedir aquel screwdriver en un bar de la Habana Vieja, la noche cuarta o quinta de abril, hasta convertir aquella nada en dos pullovers de miles de colores y un solo dueño.

En aquella foto, el vodka dentro del trago, aunque se anunció frío, supo, como siempre, caliente. Me acordé de mí misma, fachada teatral de mis propias heridas pasadas, hacedora de los mismos malabares de siempre para disfrazar mi amabilidad entre parlamentos vastos de ironía y cinismo, de despreocupación absoluta. 

La naranja que en verdad no lo es, que nunca lo ha sido, que es amarilla aunque prostituya el color y la idea. Él, él mismo, de quien no tengo permiso para decir el nombre. Él mismo a la sombra de aquello que los extraños narran que es, que los extraños quieren que sea, que los extraños apuestan que será. Él mismo, con la pegajosa mala fama de seguir siendo todo cuanto de él mismo le he visto cada noche desechar. Dulce, refinado, fresco, como los 21 grados que nos acomodaron en aquel barcito de la Habana Vieja.

"Todos los vodkas de La Habana Vieja tienen que cerrar en algún horario de la madrugada."

No tengo aún permiso para decir su nombre y por eso la foto. Prueba este screwdriver. Míralo. Míralo tan poseído de mí como posee el vodka a esa naranja que no es menos amarilla que nadie. Mira este trago que no es un nosotros cualquiera. Mira el fuego imposible que se dio en aquella terraza a 21 grados.

Yo no fui jamás la misma después de aquel screwdriver. 

Él se fue. 

No está. 

Se acabó como se acaban las noches y las terrazas, porque todas las naranjas están destinadas a ser amarillas en brazos de alguien más, porque todos los vodkas de La Habana Vieja tienen que cerrar en algún horario de la madrugada.

Él se fue. 

No está. 

Y te juro que poco me importa que se haya llevado el pullover amarillo. Pero, coño, Ernesto, ¿no me pudiste dejar siquiera el nosotros?

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Manu D la Cruz

Manu D la Cruz, escritora y periodista cubana.

Narradora y libra. Cantante y borderline por excelencia. La única hija de Yemayá que le teme al mar. Fui pájaro en la vida anterior, y ahora complazco como puedo a mi madre, que siempre quiso hembra. Sobrevivo por el R&B, el reparto, la rumba y el alprazolam. Reactiva y paranoica. Mientras no escribo o bebo cerveza, hago proselitismo LGTBIQ+: convierto heteros al culto de la bandera multicolor.

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