Presentamos a nuestros lectores un fragmento del libro Leviatán. Policía política y terror socialista en Cuba, del periodista Yoe Suárez, sobre los Órganos de la Seguridad del Estado (OSE).
La obra fue ganadora del I Premio Ilíada para libros de no ficción (Alemania), tras deliberaciones de un jurado compuesto por los periodistas Johan Ramírez, de Venezuela, Isaac Risco, de Perú, y Amir Valle, de Cuba.
“Leviatán. Policía política y terror socialista en Cuba”
En la séptima letra y el número segundo levita cifrada la bestia totalitaria cubana. G2.
Sinónimos oficiales y oficiosos como Dirección General de Contrainteligencia (DGCI), policía política, Departamento de la Seguridad del Estado (DSE), Seguridad del Estado, la Seguridad, Órganos de la Seguridad del Estado (OSE), nombran los servicios secretos del régimen socialista.
La entidad que aprendió de la Stasi alemana a descubrir conspiradores y castigar a los no integrados, el ejército de sombras que desarmó la resistencia armada contra Fidel Castro, el corpus de Inteligencia en la élite global junto al Mosad israelí, el MI6, el FBI norteamericano, la KGB o la agencia francesa, que en los años 1970 fue el mejor operador de Inteligencia en África, y aun en el siglo XXI el Congreso de Estados Unidos lo posiciona en el segundo lugar global de espionaje económico, solo detrás de China.
Los engranajes de este Leviatán de acero, fuera y dentro de la isla, son movidos por espectros, rostros-siluetas de nombres vaporosos, bajo una nomenclatura múltiple: agentes, oficiales operativos, personas de confianza, funcionarios honorarios, contactos de interés, espías, chivatos, combatientes, chivatientes.
Yo había escuchado de los OSE. Habiéndome graduado de Periodismo por la Universidad de La Habana en 2014 era imposible no hacerlo, siendo la prensa uno de los entes más monitoreados por el castrismo. Los dos años y un poco que pasé en la estatal Prensa Latina cumpliendo servicio social, los “compañeros” que “atendían” a la prensa asomaban de vez en vez en historias de viejos reporteros. Los “compañeros” que “atendían” a la prensa tenían el poder y la misión de la censura. Se hablaba de ellos en tono solemne, algo parecido a respeto anudado con temor.
Veinteañeros de mi generación habían conocido a algún agente de la Seguridad en medios estatales o en los independientes, donde colaboraba desde el mismo año en que me gradué. Los oficiales habían intentado persuadir a mis conocidos que no trataran determinado tema en un artículo, dejar el periodismo o espiar a sus colegas.
Todas historias lejanas. Hasta el 2 de febrero de 2018. Ese, día inaugural de la Feria Internacional del Libro de La Habana, agentes de la Aduana tomaron al stand de la editorial Guantanamera, de Sevilla antes que pudiera abrir al público. Llegaron con un listado de cinco o siete libros. El representante del stand revisó entre los 115 títulos diferentes que días antes habían entrado al país mediante gestiones con la oficialista Cámara del Libro.
Cuando entregó los ejemplares de cada uno los agentes de Aduana se largaron y más nunca los volvieron. Eso me dijo el encargado del stand (hoy un escritor con cierto reconocimiento nacional), con cara de pez asustado. Uno de los volúmenes retirados por los militares era Espectros, una antología de periodismo narrativo que yo había coordinado y editado durante meses, e incluía unos veinte autores residentes dentro y fuera de Cuba. El libro, por demás, era uno de los dos cuya presentación estaba planificada y pactada entre la editorial sevillana y la feria literaria.
Alguien me dijo que aquel secuestro de mis libros había sido orquestado por los OSE, porque incluía crónicas que desnudaban injusticias que al régimen no le interesaba dejar ver. Era una afrenta política, y por tanto, la policía política lo manejaba.
Aunque me hacía sentido la explicación, no quise anotarle una raya a los servicios secretos. Debía resistir a caer en el pozo de la paranoia, en que he visto lanzarse a tanto cubano inteligente. Por ejemplo, nadie se había presentado, formalmente, como un oficial de esa fuerza, así dejo hasta hoy fuera de la lista de encuentros aquel episodio.
Pero mi historia personal daría un vuelco tras la ruptura, en 2016, con Prensa Latina y mi sucesiva labor, a tiempo completo, dentro del periodismo independiente y el extranjero. Viví una progresión profesional como corresponsal del canal CBN News, para el que cubrí el deshielo diplomático propiciado por Barack Obama y Raúl Castro, vi nacer y participé en una segunda ola de webs periodísticas que anteponían el término alternativas sobre independientes, y comencé a trabajar para el periódico online Diario de Cuba (DDC).
El 16 de noviembre de 2018 regresé a Cuba tras 21 días participando en eventos periodísticos entre Madrid y París. Al dejar el vuelo de Air Europa casi corrí a las grandes taquillas rojas que marcan la frontera. Mi madre esperaba afuera del aeropuerto, y mi esposa, María Antonieta, y nuestro bebé de seis meses, Caleb, en casa. Deseaba besarlos.
Había olvidado las advertencias de requisas e interrogatorios a periodistas de DDC que habían regresado de Madrid como yo. Cuando llegó mi turno en la taquilla de frontera, una joven de Aduana me pidió retirar las gafas de la cabeza y mirar fijamente a una camarita. Tecleó y apretó el mouse de su computadora. La interfaz del Sistema Único de Identificación Nacional (SUIN) le devolvió mi información. Abrió el pasaporte de nuevo, pero no puso el sello de entrada. Me miró. Volvió a la interfaz verde y blanca del SUIN, e indicó con su mano que diera paso a la próxima persona en la fila.
─Espere a un lado, por favor.
─¿Ocurre algo con mi pasaporte?
─El sistema devuelve que usted tiene pérdida de documentos.
Así comenzaron dos horas de retención en el aeropuerto. Me aparté con el carry on, cerca de una columnata en el salón de espera. Pensé que no era buena idea llamar a mi madre o mi esposa. Para qué ponerlas nerviosas si aquello, pensaba, se resolvería pronto.
Cuando las piernas se empezaron a cansar, fui donde otra oficial de Aduana que andaba con un walkie talkie y parecía gestionar muchos asuntos a la vez. Le expliqué que mis documentos estaban en orden, pero que el sistema insistía que no.
─Chico, en verdad no es que te falte un documento, esa es una manera interna en que llamamos a otras cosas.
Y caí. Sabía a qué cosas se refería la aduanera. Estaba circulado por mis colaboraciones con DDC.
Pasó un largo rato en que nadie más me habló ni me dirigí a otra persona. El salón de espera se fue vaciando, y fue cuando un cincuentón bajito, vestido de civil, también con walkie talkie en las manos se acercó con mi pasaporte. Llevaba colgada al cuello una credencial con el impreso Invitado o algo así.
─¿Yoel?
─Sí, soy yo.
─Sígueme, por favor.
Anduvimos en dirección a una caseta de frontera, ya vacía. El cincuentón reguló el walkie talkie con un par de movimientos y tras el ruido metálico se escuchó una voz. La voz y el hombre intercambiaron unas palabras. Luego apareció una joven en la caseta de frontera, dejó caerse con desgano, como si le molestara trabajar cuando ninguna compañera lo hacía. La muchacha tecleó y parece que el SUIN le devolvió la misma alerta que a la anterior, pero el cincuentón le dijo que estaba bien.
El sello de entrada a Cuba acabó en mi pasaporte, una puertecita de acrílico se abrió por el lateral de la caseta y pasé a la zona de escaneo. Cuando salí, el cincuentón me dijo que no debía preocuparme, que todo eso era un proceso aleatorio que hacían de vez en vez con algún pasajero, que me había tocado a mí y que ahora me iban a escanear por segunda vez el equipaje que llevaba en la barriga del avión.
Mi maletín permanecía solo sobre la lentísima y chirriante estera de la Terminal 3.
Un joven de Aduana me pidió que lo cargara y lo dejara caer en un escáner gigante. Otra estera engulló el bulto. Antes de salir del otro lado el joven y dos oficiales más examinaban por una pantalla el contenido.
De ahí una jovencita me pidió que moviera el equipaje a una mesa cercana. Parecía una mesa de cirugías. Iban a abrir el maletín y hurgarle en las entrañas. La muchacha se quejó del olor a grajos y humedad que salía de un bolsillo.
─¡Ah!, sí. Son estas medias, mira.
Disfruté pasearlas frente a su rostro. Aquellas medias vivieron un cruento aguacero en París y con ellas anduve del Jardín de Luxemburgo al Louvre. Cerró el maletín mientras el muchacho del escáner me pregutaba el motivo de mi viaje.
─Placer.
Con quiénes me había encontrado.
─Amigos.
En qué trabajaba.
─Escritor.
Nada de lo dicho era falso. Pero, entendí después de una hora de interrogatorio, no era todo lo que querían escuchar. En el desguace de mi equipaje la muchacha encontró culeros desechables, peluches, y pareció enternecida. Encontró unas copias de la carta de invitación de DDC ante la embajada española, y agitó el papel, excitada. Encontró un par de sobres con euros y dos nombres de mujeres, y pareció temblar.
La muchacha guardaba la certeza de hallar algo que ameritara la presencia del cincuentón de civil. Frente a mí contaron los billetes, pero la cifra era magra. No tenían cómo saber que las nombradas eran mi esposa y mi hermana, que esperaban el sobrante de encargos. Después pasó por sus manos la carta de invitación de DDC. Nada revelador, nada secreto. El cincuentón miró a todos los que estábamos cerca y soltó:
─Por mí no hay problema.
La muchacha se encogió de hombros mientras el joven de Aduana sacaba de mi mochila y hojeaba unas revistas. Eran editadas por una sociedad cultural de Ampuero y una amiga me pidió traerlas a Cuba. El militar se detuvo frente una fotografía de hombres perseguidos y persiguiendo a varios toros por el medio de una calle.
─¿Tú estuviste en una de estas?
─No.
Pero pensé que ahora la isla era una avenida y las bestias del MININT me perseguían. El de civil se quedó leyendo un artículo que recordaba la visita del Che a un ruedo taurino en Madrid. Había muchas fotos y entre el poco texto el hombre seguro verificaba que no hubiera injuria alguna contra el argentino.
La joven de Aduana me miró de los pies a la cabeza. Quizá tenía los 28 años que yo. Y me preguntó, casi en un susurro:
─¿Nunca antes te había pasado algo así?
Nunca antes me había ocurrido algo así.
Por su rostro supe que aquello no respondía a una rutina ni al azar. No era de vez en vez que hurgaba con vehemencia en cualquier equipaje. Tenía vergüenza quizá por el papel que ella misma interpretaba o por mí. No sé. Me fue difícil sostenerle la mirada.
Cuando salí del registro, una hora después, busqué sus ojos, pero nadie estaba. Se habían evaporado. Yo me apresuré a escapar de una avalancha de turistas canadienses que iban a por los carritos. Ni ella, ni el de Aduana, ni el cincuentón de civil, el primer oficial de los OSE que ví, el agente Cero que ocultó su nombre, incluso el falso.