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El papel de Latinoamérica en la independencia de Cuba

Puerto de La Habana. Foto: Michal Cihlar
Imagen: Michal Cihlář

Existe en Cuba una visión idílica de las actitudes que hacia nosotros han tomado a lo largo de la historia los latinoamericanos. Sin embargo, en verdad no ha sido el desinteresado espíritu fraternal el que precisamente ha guiado esas actitudes. Es cierto que en la tercera década del siglo XIX desde la Gran Colombia o desde México se elaboraron planes, y hasta se alistaron combatientes y recursos para sacar a España de la Isla. Mas no se hacía ello por desinteresado altruismo, si no por conveniencia propia.

Cuba, y por sobre todo La Habana, era por entonces la base principal desde la que la Corona Española intentaba recuperar sus dominios y súbditos americanos, por lo que se imponía privarla de tan importante posición. Mil veces más entonces que hoy, en aquellos tiempos de navegación a vela, en que la situación del presidio habanero en la encrucijada de estrechos, desembocaduras de ríos, corrientes marinas y vientos… la convertían en la pieza clave para el control del hemisferio al sur y al oeste de los recién independizados EE.UU. O sea, no era tanto libertar a los hermanos cubanos lo que importaba, sino sacar a España de la isla estratégicamente situada en la cara atlántica de las Américas.

La posterior reescritura de la historia independentista latinoamericana ha convertido mucho de lo que no se hizo más que por interés racional en desinteresado y etéreo idealismo internacionalista. Por ejemplo, se ha tergiversado la realidad de que si los dos focos de independentismo sudamericano convergieron en Perú no fue por hermandad con unos peruanos que en su gran mayoría no deseaban la independencia, si no para eliminar del continente este bastión pro-monárquico y virreinal; el territorio más poblado por entonces en Suramérica, valga recordar. El que en Ayacucho las tropas derrotadas por Sucre hayan estado compuestas en su inmensa mayoría por peruanos debería habernos dicho mucho, si es que nuestros historiadores no hubiesen estado tan ocupados en soslayar y escondernos números y hechos con tal de eterizar nuestro pasado.

Otro buen ejemplo es el del Congreso Anfictiónico de Panamá. Con el paso del tiempo se nos ha hecho creer que fue EE.UU. el gran enemigo contra el cual iba dirigido el mismo, cuando lo que en verdad se pretendía en él no era otra cosa que organizar una gran alianza hemisférica (incluidos los EE.UU.) para enfrentar el peligro que representaba el Brasil Monárquico. Desde el cual Bolívar temía un intento de España, con el apoyo de la Santa Alianza, de recuperar sus antiguos virreinatos y capitanías generales.

El que no era altruismo sino interés egoísta y racional lo que predominó en la política de las capitales latinoamericanas hacia Cuba, se nota en el radical cambio de actitud de aquellas cuando el clima europeo posterior a 1830 transformó en irreales los sueños de Fernando VII de recuperar territorios perdidos con el apoyo de las potencias europeas retrógradas. Por entonces se consideró, y no solo en Washington, sino en todas las capitales de las naciones independientes que daban al Caribe, que mejor permanecía Cuba en manos de España, uno de los poderes más venidos a menos de la época. Porque el miedo a en qué manos podía ir a dar no solo fue norteamericano, como la corriente más exitosa de la historiografía nuestra ha conseguido hacernos creer por casi 200 años. Fue por este tiempo que una frase del Libertador, luego convenientemente olvidada, era bastante repetida por los políticos latinoamericanos: “La libertad de Cuba puede esperar, nos basta con un Haití en el Caribe”.

Más clara es, no obstante, la actitud poco solidaria que hacia nosotros tuvieron las repúblicas latinoamericanas en las postrimerías del siglo XIX. Escamotear esta realidad por la historiografía cubana ha conllevado, entre otras consecuencias, el que se hiciera aparecer el pensamiento político de José Martí de abstracto, cuando este por el contrario no pudo ser más concreto y apegado a su circunstancia. Martí, que pensaba y actuaba para resolver problemas reales, no era de ninguna manera un teórico, y muchísimo menos uno de esos académicos de los que ahora engruesan sosos currículos a su costa. Esa característica consustancial de su pensamiento y actividad es la que nos da la clave para entender los hechos en que se vio envuelto en la Conferencia Panamericana de 1889.

En ella Martí debió enfrentar a cierta corriente de pensamiento anexionista, cubano-americana, que llegó a contar con la aquiescencia de no pocas repúblicas latinoamericanas.

Martí en consecuencia se dio a la tarea de desbaratar esa anuencia de dos maneras. Primero mediante las maniobras políticas que pudo realizar al aprovecharse del interés argentino de no permitir el fortalecimiento de los EE.UU., lo que a la larga significaba fortalecer al aliado suramericano de estos y a la vez enemigo natural de Buenos Aires: Brasil. Se olvida con sospechosa meticulosidad que si Martí consiguió en esta conferencia semejantes éxitos de alta política se debió a su alianza con el representante argentino a la misma, Roque Sáenz Peña, que ciertamente tuvo en ella una participación muchísimo más importante que la del cubano.

Segundo, mediante una serie de artículos y ensayos pro unidad y espíritu latinoamericanista, que publicó desde las tribunas claves del periodismo latinoamericano a las que había conseguido acceder a lo largo de la década de los ochentas. En ellos intentó hacer inseparables en los imaginarios al sur del Río Bravo la idea de la necesidad de la independencia de Cuba a la idea latinoamericanista. Les presenta a unos latinoamericanos bastante incrédulos en cuanto a ella, de posible la independencia cubana, si es que ellos se unen precisamente en un reclamo colectivo por la misma. Lo cual sería en un final una demostración de fuerza de las repúblicas latinoamericanas ante los gigantes de siete leguas, quienes se lo pensarían mejor antes de intentar intervenir en una región en que las naciones fueran capaces de abandonar sus diferencias individuales para enfrentar en conjunto la defensa de sus intereses colectivos.

O sea, contrario a lo que los simplistas habituales pretenden, en Nuestra América Martí no les vendía a los latinoamericanos la idea de una Cuba libre que funcionara como una especie de Marca, de colonia militar de frontera desde la cual se conseguiría detener las ansias imperialistas de Washington. De más está decir que entre Martí y un Castro media una diferencia de capacidad política abismal, lo que se nos transparenta en su no apego a esta forma que implicaba convertir a Cuba en un estado militar en armas y a los cubanos en los sacrificados y disciplinados cosacos que salvaguardarían la tranquilidad latinoamericana a sus espadas.

Debemos entender que en primer lugar para Martí los norteamericanos no eran una nación homogénea en cuanto a sus actitudes hacia más allá de sus fronteras. Recordemos su idea de los dos elementos que se combaten y equilibran al interior de los EE.UU., el tempestuoso y rampante y el de humanidad y justicia, al cual es imprescindible ganarse mediante el ejercicio de la virtud para que sea él quien sujete al primero en sus apetitos y demasías, dada la imposibilidad “de oponer fuerzas iguales en caso de conflicto a este país pujante y numeroso”. Mas tampoco era Washington para el Apóstol el único peligro en un mundo en que—entre 1884 y 1885— las principales potencias europeas se habían reunido en Berlín para repartirse todo un continente, o en que secretamente Alemania le proponía a la Gran Bretaña realizar demostraciones navales frente a las mismas costas norteamericanas (incluso años después, en pleno Siglo Americano, el XX, una escuadra conjunta anglo-germana le había entrado a cañonazos al litoral venezolano, limpiándose así con la Doctrina Monroe).

En esencia Martí creía, e intentaba hacerle entender a Latinoamérica, que solo se comenzaría a poner límites a las amenazas externas cuando se alcanzase la unidad regional. La cual bien podría ensayarse y ponerse a punto en los acuerdos y conciertos necesarios para amparar y proteger el derecho de Cuba a la independencia. Hasta qué punto esta propuesta suya estaba inspirada solo en su complejo juego político, que esencialmente consistía en conseguir que Latinoamérica asumiera la actitud necesaria a su idea de lograr una especie de equilibrio de poderes mundiales contrapuestos sobre la Isla, que terminaran anulándose unos a otros para que así los cubanos ganáramos la imprescindible libertad de acción, imprescindible para ganar la independencia, o hasta qué punto había realmente comenzado a pensar en grande, a nivel continental, es imposible de definirlo con lo que hasta nosotros ha llegado de su obra y sus comentarios personales. De lo que si no caben dudas es que el 19 de mayo de 1895 la independencia de Cuba seguía siendo el fin fundamental, obsesivo, de su vida, al cual todo lo demás se plegaba. Es de destacar que Martí consiguió su propósito de desbaratar los intentos anexionistas más que nada gracias al primer recurso, ya que el segundo tuvo poco efecto en su momento más allá de una pequeña élite intelectual hispanoamericana disidente. El Nuestroamericanismo martiano fue pronto desplazado, o es casi mejor decir, no logró desplazar a un pensamiento que por entonces se puso de moda en Latinoamérica, el Panhispanismo.

Si alguna diferencia concreta puede encontrarse entre el Nuestroamericanismo y el Panhispanismo es, precisamente, la actitud hacia Cuba. Mediante el primero Martí esperaba conseguir el apoyo latinoamericano para la independencia de la Isla; el segundo, por el contrario, solo justificó el de las repúblicas al sur del Río Bravo a la causa de la conservación de la soberanía de España en Cuba.

Sobre el contexto regional en que alcanzamos nuestra independencia escribió Herminio Portell Vilá:

 

“Entre los errores más generalizados acerca de la historia de las revoluciones cubanas figura el de que nuestros mambises, si nunca obtuvieron el reconocimiento de la beligerancia por parte de los Estados Unidos antes de que este país entrase en la guerra, disfrutaron del apoyo y la simpatía de las repúblicas latinoamericanas. Nada más lejos de la verdad, ya que la América Latina, cuando no abiertamente partidaria de España, como en el caso de Argentina, por ejemplo, se mostró indiferente a la independencia de Cuba, aun aquellas naciones que como Guatemala, Bolivia, Venezuela, etc., durante la Guerra de los Diez Años, de 1868 a 1878, llegaron a reconocer a la República de Cuba constituida en la Asamblea de Guáimaro. Hacia 1895 los cubanos no contábamos con una sola nación amiga en las dos Américas y algunos de los llamados “países hermanos” nos eran francamente hostiles”.



Lo cierto es que en Latinoamérica se extendió una idea que España supo muy bien publicitar, y que aun en Cuba logró mantener a algunos buenos patriotas cubanos lejos del independentismo, adscritos en lo fundamental al autonomismo (desde la ilógica del castrismo y su “pensamiento” histórico deberían haber sido los mejores cubanos; más el castrismo si por algo se ha caracterizado es por su inconsecuencia y su puerilidad): La de que Cuba, fuera de la órbita española, necesariamente derivaría hacia la norteamericana.

Esto explica que la misma Argentina, que había combatido hombro con hombro junto a Martí en 1889 contra la idea de la anexión de la Isla a los EE.UU., en 1895 le brindara apoyo a España contra la Guerra Necesaria que aquel había levantado; o de que al más grande ejército que nunca jamás haya cruzado el Atlántico de este a oeste se le unieran oficiosamente reclutas que a combatir contra nosotros envió el Ecuador revolucionario, progresista… de Eloy Alfaro. En el caso argentino son bastante evidentes los motivos políticos no altruistas de su política hacia la Cuba que en sus campos libraba la epopeya militar más grande de este hemisferio: Si en el 89 había apoyado una Cuba no norteamericana, que por entonces implicaría fortalecer a un Brasil que les disputaba la hegemonía en la cara atlántica de la América del Sur, en el 95 hizo lo mismo ante lo que consideró un disparate de los díscolos cubanos, y que a la larga traería como consecuencia la absorción norteamericana de Cuba. Eloy Alfaro al que hoy por amnesia histórica, o más bien por oportunismo castrista, le hemos levantado un monumento en La Habana, fue por algo un tanto más mezquino y también ridículo: la adscripción al Panhispanismo parecía asegurarle el blanqueamiento a un cholo acomplejado de su evidente sangre india.

El caso mexicano es ya el extremo, no obstante. El país en el que Martí, en las horas que precedieron a su muerte en mayo de 1895, cuando la guerra ya pintaba a empantanarse y llegar al encarnizamiento a que luego llegó, depositaba sus mayores esperanzas de obtener la ayuda necesaria para no tener que abandonarse en otras manos mucho más peligrosas, no envió en un final ni una bala al campo insurrecto y por el contrario gestionó nada menos el que España le cediera la soberanía sobre la Isla.

Herminio Portell Vilá resume la participación de las “repúblicas hermanas” en nuestro difícil trance independentista:

 

“…la gran verdad de las relaciones interamericanas de 1895 a 1902 es que las repúblicas de la América Latina dejaron sola a Cuba para que se la disputaran entre España y los Estados Unidos, que alguna de ellas, México, hasta aspiró a participar de esa disputa y ser la beneficiaria de la misma, y que los grandes problemas, los grandes sacrificios y los grandes dolores de Cuba en sus esfuerzos libertadores y en sus años iniciales de independencia, con la intervención militar norteamericana y la exclusión de Cuba del Tratado de París, la Enmienda Platt y la mediatización de la soberanía cubana hasta 1933, fueron consecuencias directas del egoísmo, la incomprensión y hasta la hostilidad con que la América Latina consideró el caso de Cuba, la colonia que luchaba por emanciparse de la que en 1810 había sido mala metrópoli y en 1898 lo era cien veces peor”.

 

Parafraseando a Emilio Roig de Leuchsenring, puede decirse que nuestra Patria no le debe su independencia, no ya tan solo a los EE.UU., sino incluso a unas supuestas “repúblicas hermanas” suyas.

Por cierto que esta creencia latinoamericana de que Cuba dejada a sí misma necesariamente terminará en manos norteamericanas se ha mantenido en el tiempo, ahora evolucionada en la otra más disparatada aun de que ese sería el inexorable final de la Isla en caso de permitírsele a los cubanos el ejercicio pleno de la democracia. Es de hecho esa creencia en la necesidad de que Cuba se mantenga como el presidio que fuera en la época colonial, como la frontera militarizada que los defiende de Washington, la que explica los apoyos, o al menos la discreta solidaridad pasiva, el silencio tolerante que hasta entre fuerzas políticas por entero contrarias a él ha encontrado el castrismo en Latinoamérica a lo largo de los pasado 57 años, e incluso hoy.

José Gabriel Barrenechea

Foto de José Gabriel Barrenechea, revista cultural cubana independiente Árbol Invertido

Licenciado en Física. Graduado del Curso de Formación Literaria del Centro Onelio Jorge Cardoso y de Educación Sociopolítica por el Instituto Superior de Ciencias Religiosas a Distancia “San Agustín”, de la Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir. Coordinó y dirigió la revista Cuadernos de Pensamiento Plural, junto a Antonio Rodiles Cuadernos para la Transición, y con Henry Constantín La Rosa Blanca. Textos suyos han sido publicados en las revistas Conviviencia, Vitral, Voces, Otro Lunes, y en los diarios 14yMedio y Diario de Cuba.

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