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La experiencia de lo(s) roto(s)

¿Cómo es un pueblo educado durante sesenta años bajo la doctrina de un tirano? Con recuerdos de la infancia de amigos, y los suyos propios, el poeta Yanier H. Palao intenta responderse esta pregunta.

Yannier Palao, con un libro sobre Fidel Castro..jpg
Imagen: Jorge Santtori
“Y entonces Bulak, el bravo, degolló a los tres niños
y se bañó en sangre para evitar que su cuerpo se convirtiera en piedra”.
Cuentos populares rusos. Afanásiev.
 

Ajusto el cinto de mi pantalón, necesito esa correa apretándome, casi asfixiándome la escasa cintura. Necesito llegar diez minutos antes a cualquier sitio, ya sea para encontrarme con un amigo, reunión de trabajo, o una cita amorosa. Me burlo de aquellos que usan el reloj solo por adorno, o porque les costó una cifra considerable, o porque se ve bien puesto en la mano, y la pulsera combina con el color del pantalón. Me burlo de ellos, por lo general no son puntuales. Son incongruentes al usar ese objeto, le faltan el respeto al tiempo, es como si para ellos no existiera. Mi pregunta es: para qué usan relojes. Creo que mi batalla constante es con el tiempo.

La voz de mis padres aún resuena en mi cabeza: tienes que hacer esto, aquello, tienes que terminar.

Alguien ha empezado a decirme: “no eres cubano”. Alguien que apenas conozco pone en tela de juicio mi nacionalidad. Alguien ajeno a mí, a mi historia de vida. Alguien que no conoce la trayectoria de mis pasos, me dice: “pero es que no pareces cubano”.

Cierto es que siempre me siento forastero, como si amara el sitio, pero desde afuera. No soy parte del paisaje. Estoy seguro; no le hago falta al paisaje. No permanezco, estoy de visita, fui un extranjero en mi propia tierra, otro visitante en casa de mis padres. He sido una imagen que se proyecta, sin hacer reclamos, solo el paso de mi presencia. El niño, el joven, el hijo, el hombre que soy, no ha hecho suyo nada. Ahora mato cucarachas, aplasto el insecto con mis dedos, siento placer al ver la sustancia amarillenta sucia salir del animal. Tapo las rendijas de la puerta con trapos y telas viejas, esto no permite que entre el frío. Tengo las paredes manchadas por la muerte de las cucarachas, veo los cuerpos secos pegados a la pared. ¿Quién soy? ¿Qué hay de mí, del supuesto país de origen?

Ha pasado el tiempo y ya casi no nos hablamos, presumo; no me necesita. Soy yo el que no debiera necesitar a nadie. ¿Qué hay en las corbatas y los cintos que me gustan? Estas prendas masculinas comparten una misma función: ajustar, ceñir, apretar, asfixiar. Él no ha vuelto a tener aquel cinto que me enseñó una vez en una foto. Era un adolescente con el cabello muy parecido al mío, la hebilla grande de metal reluciendo en la cintura joven. Ya por esa época fumaba.

Hombre con corbata
Imagen: Kevin Sánchez

Debí transformarme en lo que soy, pero, ¿cuándo se empezó a realizar esa metamorfosis? El país largo y estrecho, muy estrecho. Un día vi desde el asiento del avión las dos márgenes, las dos orillas que asfixian a La Habana. En eso el país se parece a las corbatas y los cintos, en ajustar, ceñir hasta casi dejar sin oxígeno a sus ciudadanos.

Me alejo, veo las noticias como si lo que sucede allí no me importara, como si no vivieran allí familias y amigos. Pero en realidad siempre he mirado así, aun cuando vivía dentro del país. Pero, ¿qué es vivir dentro del país? ¿Tiene interior la nación?

—Vivir dentro es ya estar aislado, dentro de casa, de los límites de la ciudad, o el pequeño pueblo de provincia, dentro de los límites de las primeras lecturas.

Niño limitado, afectado, así me decían. No hablé hasta los cinco años, no quería comunicarme. No aprendí, como los demás, a hablar. Casi todos aprenden a hablar solos, con el paso del tiempo y escuchando hablar a otros. Yo no quise escuchar, desde pequeño no me importó oír a nadie. Yo aprendí a comunicarme a través de largas sesiones de terapia, logopedia, deshaciendo trastornos del lenguaje. Y sé, sí que sé desde pequeño, que cuando aprendiera a hablar no entraría en contacto con el entorno que me corresponde. El niño de grandes lentes, gruesos cristales, tímido, hacía resistencia alejándose, no queriendo hablar.

Pido a todos los conocidos fotos de mí, de mi vida pasada. El extranjero quiere tener constancia de su amplia etapa en aquel raro país.

Miraba la TV muy de cerca. Crecí frente al televisor, viendo obligado los discursos extensísimos del mandatario vestido de verde. Nunca lo oía, ya estaba predispuesto a escuchar solo lo que me interesara. No sentía al oírlo ni respeto ni miedo. Por esa primera etapa de mi vida, no sentía casi nada, no conocía el amor. La voz del político, dura, gritaba como si estuviera dando un regaño, y todos obedientes escuchaban atentos. El hombre de barba grande detrás del podio, su voz poco melodiosa, hería, rajaba, causaba daño, y aun así, todos al terminar aplaudían, quedándose dañados, rotos. Creí por un momento que me hablaba a mí. Pero sus palabras no entraron en mí, por mucho que gritara. Era tan solo un hombre desesperado luchando por llamar la atención, imponer el miedo, la tensión a todo un pueblo. En mi niñez, la televisión era en blanco y negro, un Krim 218, ensamblado en Cuba.

— ¿Qué hay en mí? —despedidas.

Nací sin carga, sin sentir la necesidad de atarme a la tierra que me vio nacer. Ahora un hombre diez años menor que yo me regala relojes. El hombre es de actitud antigua. En todos estos meses, el cálculo del tiempo ha sido a través de los relojes regalados por él.

Un hombre que no atesora ningún patrimonio material, es un hombre peligroso. En mí solo quedan vagos recuerdos que se diluyen como el refresco instantáneo en un vaso. El calor en aquel país es pegajoso y dulce como los mangos que me comía a las dos de la tarde. Quizás allí, en ese sabor que en definitiva es efímero, es donde encuentre el país. El sabor tiene que desaparecer, la fruta debe ser comida, yo debía huir. Solo en la ausencia se revela la necesidad, mi añoranza por aquellas frutas cultivadas en el suelo de la patria. Los restos de comida de un día para otro amanecen fermentados. Si tenemos algo es la resignación. Estamos constantemente buscando otra significación, otro país, otro cuerpo donde refugiarnos. Lo mejor que hacemos es huir, escapar, zafarnos, no permanecer.

Miro el tendido eléctrico de Quito, los cables que conectan, se entrecruzan, las palomas que se posan en ellos. Me corto seguido las uñas; me dijeron: “tienes dedos tiernos, pero viejos”. Desandar con mi mente los recovecos de la geografía de aquel país, sus amplias llanuras, los pastizales secos, ardiendo por el efecto del sol, vistos por mí en el último viaje que realicé en tren. Monótono el paisaje, hasta en eso ese país es uniforme. Siempre estuve reconociendo lo que es prestado, para luego devolverlo. Es duro saber que eres hijo de una revolución, pero ni ella ni tú son compatibles. A ninguno de los dos les importa. Hace años me he declarado huérfano, en proceso de adopción.

Hombre con las manos atadas
Imagen: Kevin Sánchez

Esto es como una canción de cuna, un ritmo cadencioso para dormir al niño triste que llora detrás de los árboles, porque su padre le exige, la escuela le exige, el país le exige. El muchacho corre, corre cada vez más fuerte, queriéndose alejar de la familia y los primeros amigos en aquel barrio de tierras rojas. Desde esa época hago heridas, las hice en los troncos del Caimito, para obtener la leche y masticar esa resina hasta lograr una especie de caucho, goma de mascar, chicle criollo que los niños pobres del campo hacíamos. Desde pequeño dábamos machetazos a esos árboles, mordíamos y mordíamos aquella sangre vegetal solo por entretenimiento.

Qué extraño es todo esto. El mandatario se cayó en Santa Clara, bajando unas gradas después del discurso. Después de la acostumbrada sobredosis de gritos, el político alto, vestido de verde y con barba, fue visto caer al piso. Vimos sus rodillas doblegarse. En mí hubo exaltación, felicidad, como cuando mato las cucarachas y las aplasto con mis dedos contra la pared.

Pero, qué extraño es este sitio. Ahora lo comprendo. Buscaba, viajaba constantemente por el país para encontrar mi lugar. Una chica de ojos almendrados se dejó seducir por el hombre de mirada triste y carácter colérico.

Escribir es apretar con las dos manos el grano, el tumor que le sale a él después de una discusión. Escribir es ver salir el pus, es ver salir la sustancia amarilla del interior de las cucarachas. La caída del mandatario la vi en un TV a color de pantalla plana, ya habían llegado los matices a mi vida. Me hubiera gustado ver la rodilla raspada, su piel fina rota, sangrando. Qué placer mirar los moretones, el coágulo debajo de la piel.

Las paredes sucias de las continuas muertes de los insectos. El que se incomoda trata de herir al otro, pero todos sabemos que detrás de toda violencia hay miedo, rebeldía por la no aceptación. Era solo un alma que se quejaba, que hacía público su miedo, sus dolencias. No soy de aquí, tampoco de donde nací. No quiero ser de ningún lugar. No extraño familia alguna, ni amigos, ni a amores.

Ya no nos hablamos como antes, ya no camino a su lado, ya olvidé sus abrazos. Ya no recuerdo la voz de mis antiguos vecinos cuando hacían el amor. En mí no hay continuidad. Hay fracturas, rompimientos.

La voz del tirano no es continua, también está entrecortada, recelosa. Como si supiera que muchos no van a obedecer sus órdenes. Veo las estancias, terrenos cultivados a lo lejos, tierra delimitada para la siembra de hortalizas y frutas. De nuevo la noche, el frío, y yo tapando las rendijas de la puerta. Creí que su dedicatoria fuera cierta, creí tantas cosas, aún leo sus palabras escrita con sus letras de un trazo largo y altivo.

Una mujer me dice: “de niña yo soñaba con él, el mandatario tenía las uñas largas, yo había cumplido once años, el hombre de barba forcejeaba conmigo, me sacudía de un lado a otro, me lanzó contra el piso, sentí sus uñas hincándome en la piel. Sentí miedo al despertar. Miré el brazo y vi la marca de sus uñas.”

La mujer llorando sigue diciéndome: “mi papá estaba preso por aquella época. Yo fui a verlo como en dos ocasiones. Mi mamá me agarraba del brazo con fuerza como si tuviera miedo que me raptara. La presión que sentía de las manos de mi mamá, me recordaba el sueño que tuve con el tirano. Yo hacía todo lo posible por zafarme, caminar suelta, sin ataduras, sin camino, sin senda, sin compañía alguna, ni llamadas, ni abrazos, ni palabras.”

Me saco los dientes que me duelen, debe salir todo lo que me angustia. Muerdo poco, el animal depredador que hay en mí se agota.

Un joven de piel trigueña, delgado, escribe en su diario: “cada vez que de niño veía a Fidel, yo quería ser el otro niño al que él besaba en medio del desfile. Tuve ese deseo hasta sexto grado, hasta que salí de este pueblo.”

De nuevo salir, la infancia, la inocente criatura queriendo ser reconocida con el beso del tirano, la cara arrugada, punzante los pelos de su barba maltrecha, canosa, raspando la piel delicada de un niño de unos seis años. La felicidad del niño, la felicidad de sus padres, al ver el beso trasmitido en cadena nacional para todo el país. El beso del tirano al niño es decirles a todos “soy un hombre tierno”. Y el niño queda marcado por un tiempo; desde ese momento el niño puede decir “soy de aquí, me importa esta tierra”. Y aún cuando llegaba a casa llorando porque otros niños le habían golpeado en el colegio, su padre le decía: “los hombres no lloran, cojone, tu eres un macho y Fidel te dio un beso en medio de la plaza”.

¿Cómo es un pueblo educado durante sesenta años bajo la doctrina de un tirano? Me limpio la nariz, tengo sangre coagulada. Me paso los dedos por detrás de la oreja, los pliegues, repliegues, de este lenguaje, de aquel país, las apariencias que hemos desarrollado para fortalecernos de algo de lo que nadie nos ha pedido pruebas.

La mujer que me invitó a tomar chocolate en La Habana, en el establecimiento de la calle Amargura y Oficio. Llovía esa tarde, nos leímos poemas, y hablamos de nuevo del país. Creo que para nosotros el país es nuestro yo. Desgraciadamente nacimos viendo a un solo presidente, un solo partido, una sola parte. La mujer de risa abierta y voz tierna me comenta: “yo no tengo nada positivo que decir de él”. Hace silencio. “Nos obligó a decir ‘Seremos como el Che’, cuando apenas éramos unos niños. Tenía diez años y me pararon en medio de la plaza de la escuela y me dijeron: ‘usted es una mancha, usted va a misa los domingos, usted es la única que cree en Dios en toda la escuela’.”

La niña, a pesar de esa vergüenza, nunca odió a Cristo, siguió yendo a escondidas a misa los domingos. Hace mucho de la invitación del chocolate. Traía una agenda, escribí, lo recuerdo. Nos despedimos y yo me fui caminando con la mirada hacia el suelo de adoquines, por la calle Amargura. Una pared de ladrillos desnudos, rojos y filosos a lo largo de un pasillo. Un niño corre solo porque siempre está solo. Al final, un recuerdo; colgaba un cuadro, sin cristal, dentro, la imagen de un hombre con barba y vestido de verde. El niño todavía llora, quién es ese hombre, por qué una barba tan larga.

Otro niño o el mismo, vio al mandatario por primera vez cuando inauguraba la comunidad de Vado del Yeso. Desde entonces odia al béisbol, las MTT y sus discursos. Ese día no pudo ver los muñequitos (dibujos animados). Después, reunieron a todos los niños en el anfiteatro del pueblo y amplificaron el tema “La vida sigue igual”, de Julio Iglesias.

Estoy atravesando el terreno confuso del presente. Este presente que es pasado y futuro. Dije que quería un tatuaje que se me viera, para que todos sepan que estoy marcado. No escondo nada de mí, el desprecio es la forma que tengo de amar. Ahora él no me agradece en público, tiene miedo de que hagan asociaciones. La cuestión es que los dos hemos aprendido a despreciarnos (el país y yo). En aquella ciudad todo se corrompe, fermenta. Aquí, por el contrario, todo se conserva y guarda la postura inicial.

Hice preguntas que fueron respondidas con amabilidad evasiva. Mis ojos veían la realidad por la ventanilla del ómnibus. En nuestro camino, las ciudades, las miradas tristes, las pocas paradas de buses, las inmensas colas, niños, viejos, mujeres, embarazadas, todos bajo un sol inclemente. Vi sonrisas amplias en las caras, pero no podían esconder el latigazo de la opresión.

Me alejo de todos; soy el mediador, estoy en el centro, justo en Quito, Ecuador. Una ecuación que bendice a los dolientes y a los torturadores. Una ecuación para oírlos. Yo estaba junto a Ghabriel Pérez en la Iglesia del parque San José, frente a la capilla de la virgen de las Mercedes, y allí, con un papel con la inmensa lista de los presos políticos.

Escribo a diario a los tres puntos de esta América, al norte donde está la madre-poeta que dejó atrás a sus dos hijas para luego reencontrarse fuera de cualquier geografía. Porque ahora ninguna geografía nos pertenece del todo. Te escribo a ti, en el centro de todo, mujer-niña rebelde, que aún no te acostumbras a la soledad. Escribo al sur, muy al sur, en Antofagasta. Allí vive otra mujer. Su primer recuerdo al ver al mandatario fue que calzaba unos tenis Adidas iguales a los que usan los deportistas, y su uniforme verde olivo bien planchado.

Escribo para deslindar estos cuerpos que han sido desmembrados no por elegir vivir fuera del país natal, sino porque se han visto obligados a olvidar. Restos de materias que intentan, desde la distancia, reorganizarse en el poco espacio que ellos mismos se restan.

Recibo una llamada de mi hermana médico. Está en la consulta; está haciendo legrados a las muchachas en Cuba, hace por lo menos unos diez al día. Una mujer que mata la vida, que interrumpe el nacimiento.

De nuevo el tiempo, vuelvo a los relojes regalados. Yo, al igual que mi hermana mato a diario con mis propias manos, cucarachas. Siento que esto puede controlar la ira que llevo dentro.

 

Fuentes consultadas (testimonios):

Ileana Álvarez: 10 de agosto 1966. Ciego de Ávila. Fui obligada a decir durante toda mi infancia “Seremos como el Ché”. Me pararon en medio de la plaza del colegio cuando apenas tenía diez años, por practicar la religión católica; las burlas, los insultos, por ser “la única mancha de la escuela”, transcurrieron en un edificio, ¡vaya ironía!, que antes había sido una escuela católica, y al que aún todos llaman “Los maristas”.

Carlos Manuel Gómez Ramírez: 20 de mayo 1987. Bayamo. Tenía siete años, camina solo porque siempre está solo, y al final del camino un recuerdo cuelga de un marco sin cristal; dentro, la imagen de un hombre con barba. Aún el niño corre para tratar de alcanzar el recuerdo, para saber quién es ese hombre de barbas tan grandes.

Dante: 18 de enero 1980. Guáimaro, Camagüey. Tenía 8 años cuando leía los Cuentos populares rusos. Desde esa época “Bulak, el bravo”, le recuerda a Fidel Castro.

Mónica Será Luces: 25 de julio 1985. La Habana del Este. Tenía cinco años cuando vio por primera vez a Fidel en un desfile del primero de mayo, lo que más le llamó la atención es que llevaba unos zapatos, tenis Adidas, y su uniforme verde bien planchado. Desde esa época odia los zapatos blancos y el poema de “Nemesia, flor carbonera”.

Seibabo 00. 29 de julio de 1998. Santa Clara. Cada vez que de niño veía a Fidel, quería ser el otro niño al que él besaba en medio del desfile. Tuve ese deseo hasta sexto grado, hasta que salí de este pueblo.

Rafael Vilches Proenza: 10 de diciembre de 1965. El Cero de las 1009. Granma. Vio a Fidel la primera vez en la inauguración de la comunidad Vado del Yeso, desde entonces odia el béisbol, las MTT (Milicias de Tropas Territoriales), y sus discursos. Ese día no pudo ver los muñequitos (dibujos animados). Concluida la ceremonia de inauguración, reunieron a los niños del barrio en el anfiteatro y amplificaron la canción de Julio Iglesias “La vida sigue igual”. Tenía 10 años.

Yankilet Hidalgo: 3 de enero de 1973. La Habana. De niña soñaba con el mandatario, tenía once años. El hombre alto, de barba y uñas largas, forcejeaba con ella. Le sacudía de un lado a otro, la lanzó contra el piso. Sintió sus uñas hincándole en la piel. Al despertar, la niña se revisa el brazo y vio la marca de las uñas. Nunca supo porque él la maltrataba, que quería de ella.

Elsy Santillán Flores: 23 de diciembre de 1957. Quito. De niña su mamá siempre le habló mal de Fidel. Fue a Cuba en el 2009, visitó las ciudades de Cienfuegos, Santa Clara y Varadero. En el camino se percató de la tristeza de la gente a la espera de algo, en las escasas paradas de buses, en las inmensas colas que debían hacer niños, viejos, mujeres embarazadas.

 

Yanier H. Palao

Yaniel H. Palao

(Holguín, Cuba, 1981)Restaurador y artista de la plástica, miembro de la UNEAC. Ha publicado los poemarios: Sombras del solo (Ediciones Holguín, 2005), Peces en bolsas de nylon (Ediciones Ávila, 2009, premio “Poesía de Primavera” de la A.H.S en Ciego de Ávila),  Música de fondo (Ediciones La Luz, 2010), A la intemperie (Ediciones Holguín, 2011, “Premio de la Ciudad” 2010 y “Premio Puerta de Papel” del Instituto Cubano del Libro 2013), Vaciados (Ediciones Aldabón, 2011, “Premio Cauce”, UNEAC Pinar del Río, 2010), Esteros (Editorial Abril, 2013, “Premio Calendario” 2012). Es coautor, junto a Luis Yuseff, de la selección La Isla en versos: cien jóvenes poetas cubanos (Ed. La Luz, 2010). Recibió la beca de creación literaria que otorga el proyecto “Torre de Letras”, que dirige la escritora Reyna María Rodríguez, 2016. En el 2018 publicó por Letras Cubanas Óxido. Sus escritos aparecen en varias revistas electrónicas.

Comentarios:


Yuliet Aguilar (no verificado) | Lun, 31/08/2020 - 01:24

Me encantan tus artículos cuentos, son una suerte de viaje de lo más simple y común a lo mas general, tiene en sus entrañas el sentimiento que frustración que vivimos  los cubanos, parezcamos o no  cubanos. Un abrazo. 

Albertho Díaz … (no verificado) | Lun, 31/08/2020 - 14:09

Genial...!!!gracias por pintar con palabras este triste retrato...gracias por este espejo...por todo: gracias.

Mónica Sera Luaces (no verificado) | Mié, 02/09/2020 - 16:47

Me parece un texto magnífico, muy bien hilvanado, la reminiscencia y el manejo del tiempo para retomar el tema Fidel fue bueno, bien logrado, exactamente igual nos sucede a todos con nuestros políticos, su actuar marca nuestra vida, y nosotros seguimos viviendo, muy a pesar de ello, muy a pesar de ellos. Yanier tiene una mirada tan crítica para hablar de política que no me sorprende que nos entregue textos como estos. La política y el sexo, las dos grandes temáticas que Yanier sabe coser, contrastar y ficcionalizar.

Eilyn (no verificado) | Jue, 03/09/2020 - 15:43

De la inauguración de mi último alquiler en la habana y cumpleaños de aquel, hasta su muerte y mi (no fiesta de) despedida para venir al Norte desde donde te escribo, hacia el cual me escribes. Tú yo sabemos que cualquier geografía es la misma, que se superponen los lugares, como el tiempo y la muerte. QUé hermoso que vengas a este lugar a decirlo.

NELLY CÓRDOVA… (no verificado) | Sáb, 14/08/2021 - 11:21

Qué impresionante texto literario querido Yanier. Qué especial forma (agradable) de transmitir una dura realidad histórica, innegable, en América y el mundo. Va alternando el género: ensayo político-vivencial con el género: narrativa (cuento). Texto desarrollado con lenguaje cotidiano y con frecuencia de matices poéticos. Recursos que producen efectos atractivos; atrapan al lector, quien de seguro, con espontáneo afán llegará al renglón final de su lectura. Un estilo muy personal y plausible.

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