(Lee la primera parte de “Arte, hermenéutica e interpretación”)
La discusión, todavía vigente, entre quienes afirman que el arte es un lenguaje y los que consideran que no lo es, obliga a tomar partido en esas consideraciones. Pero la elección no se hace aquí entre esos dos polos mecánicamente considerados: antes bien, se trata de considerar que el arte —y ello se puede constatar en un buen número de obras de arte de las más variadas manifestaciones— tiende a ser una estructuración de varios lenguajes —tanto culturales en su sentido amplio, como artísticos en su sentido específico— y en pocas ocasiones se constriñe a obras organizadas con un lenguaje que pueda considerarse, en sentido estricto, como único, singular, exclusivo.
La literatura, por ejemplo, que en apariencia resulta construida solamente por signos lingüísticos, en realidad constituye una integración de signos lingüísticos y signos literarios. Tzvetan Todorov cita complacido unas palabras de Jean-Paul Sartre: “Los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje. […] El poeta se ha retirado súbitamente del lenguaje-instrumento; ha elegido para siempre la actitud poética que considera las palabras como cosas y no como signos”.1
Los lenguajes artísticos
La semiótica ha confirmado que la expresión humana se realiza sobre la base de un amplio conjunto de lenguajes, que constituyen potencialidades que se actualizan en la comunicación humana.2 El arte, entonces, puede concebirse como realización específica de varias de esas potencialidades, que se integran para lograr un tipo especial de expresión, cuya naturaleza estética descansa no solo en los lenguajes integrados, sino también en su acabado artístico, de la calidad de esa integración. Como apunta Eco en la página final de La estructura ausente:
La comunicación engloba a todos los actos de la praxis, en el sentido de que toda la praxis es comunicación global, es institución de cultura y, por lo tanto, de relaciones sociales. El hombre se apropia del mundo y hace que la naturaleza se transforme continuamente en la cultura. Pero los sistemas de acción se pueden interpretar como sistemas de signos, con tal de que cada sistema de signos se inserte en el contexto global de los sistemas de acción; cada uno como uno de los capítulos (que nunca es el único ni el más importante) de la praxis como comunicación.3
Una concepción similar subyace en el pensamiento de Herbert Read, bien conocido por sus estudios acerca de la educación por el arte. Este investigador suscribe la idea de la especificidad de los lenguajes artísticos, como códigos de comunicación diferentes a los idiomas. Por eso señala que, además del código lingüístico, “[…] la humanidad ha elaborado diversos signos o símbolos, que pueden ser auditivos o cinéticos, pero más usualmente gráficos o plásticos”.4
La idea de que la obra de arte pueda reducirse a su lenguaje, es, cuando menos, de una ingenuidad aterradora.
Más adelante, al meditar sobre los tres aspectos de la enseñanza del arte, Read los describe de tal manera que es evidente que, en la base de cada uno —y, por ende, de la educación por el arte—, subyace un modo específico de comunicación, cada uno con características que no deben ser vistas como una unidad indiferenciada:
Se verá que existen en efecto tres actividades distintas a menudo confundidas:
A) La actividad de la autoexpresión —la necesidad innata del individuo de comunicar a otros individuos sus pensamientos, sentimientos y emociones—.
B) La actividad de la observación —el deseo del individuo de registrar sus impresiones sensoriales, de clarificar su conocimiento conceptual, de construir su memoria, de elaborar cosas con las cuales ayudar a sus actividades prácticas—.
C) La actividad de la apreciación —la respuesta del individuo a los modos de expresión con que otras personas se dirigen o se han dirigido a él, y generalmente la respuesta del individuo a los valores del mundo de los hechos—, la reacción cualitativa a los resultados cuantitativos de las actividades A y B.5
Este enfoque comunicativo, por lo demás, se evidencia en la visión histórica de la educación del arte, trazada por Arthur Efland.6
Por otra parte, la idea de que la obra de arte pueda reducirse a su lenguaje, es, cuando menos, de una ingenuidad aterradora. Ante todo, asumir que la obra de arte está construida sobre la base del lenguaje, significa considerarla como texto, el cual resulta siempre el núcleo de un sistema —contexto, extratexto, intertexto, paratexto, etc.—, una estructuración de lenguajes. Pero, al mismo tiempo, la obra de arte
[…] no es exclusivamente el texto mismo: es la imagen portadora de ese texto; tiene su substrato sustancial que presenta a ese texto, un medio substancial de los significados contextuales transmitidos por mediación de él; tiene subtextos vinculados a su génesis.7
Pero cada forma de arte tiene su manera específica de conformar ese sistema textual. Pierre Francastel destaca una cuestión básica para comprender este factor estructural en las artes plásticas, cuando señala: “toda percepción visual es una percepción abierta y polivalente”.8 Eco subraya este poliglotismo implícito en la obra de arte, y en particular en la de artes plásticas, al señalar que “Rara vez una obra visual particular encarna un solo modo de producción”.9
Por lo demás, la percepción de la complejidad estructural de la obra de artes plásticas ha venido siendo percibida desde que comenzó la efervescencia del enfoque estructural, que no podía menos que develar el carácter multivalente de la organización del texto artístico y, en particular, del visual; hace varias décadas Gillo Dorfles subrayaba:
[…] la importancia de una obra como la de Charles Morris, quien reconoció en […] la obra de arte, un particular carácter de iconicidad, que admitió que la obra de arte se debe considerar un “signo icónico”, un ícono, es decir, que lleva en sí misma la propiedad de su denotatum. Dado que Morris concibe la obra de arte como un signo, que a su vez es una estructura de signos, la diferencia específica entre signo estético y cualquier otro signo consiste en el hecho de que, de entre los numerosos signos icónicos, el artístico es el que posee un designatum que se identifica con un “valor”.10
Arte, lenguaje y cultura
Esta misma condición del arte como signo constituido como estructura de signos —lenguaje conformado por lenguajes—, condujo a un énfasis en la importancia del lenguaje en la reflexión estética contemporánea, tal como ha destacado Simón Marchán Fiz:
La dispersión en las artes impulsa además las versiones más variadas de la fragmentación artística, rasgo irrenunciable de nuestra modernidad, sobre todo desde el momento en que la ruptura del orden clásico se filtra a través de las nuevas concepciones de la subjetividad de Hegel a Freud. Si la dispersión del lenguaje es correlativa, en general, a la desaparición del discurso clásico, la fragmentación en las artes contemporáneas discurre paralela a la ruptura de ese mismo orden clásico y estable de las representaciones artísticas, a la que asistimos desde el siglo XVIII. Lo cierto es que lo inviable que resulta restablecer la unidad de esa multiplicidad de aristas, que nos han develado tanto los usos diferentes del lenguaje como las manifestaciones artísticas, invita a cuestionar también las teorías estéticas que aspiran todavía a unificar la dispersión de nuestra modernidad.11
Estas consideraciones de Marchán Fiz tienen su consecuencia también para la hermenéutica del arte, pues también ella tiene que superar el dogmatismo unitarista, y proyectarse más bien en áreas especializadas de teorías y técnicas de interpretación de manifestaciones artísticas determinadas, pues, por muchos elementos en común que pudieran ser hallados entre las obras de Alban Berg y las de Sol LeWitt, lo cierto es que la interpretación de ellas requiere de una de serie principios y procedimientos por completo diferentes, en la medida en que, como señala Marchán Fiz, “La secuela más visible del «retorno del lenguaje» es que este alcanza el estatus de un objeto de conocimiento”.12
Marchán Fiz está siguiendo natural y explícitamente a Michel Foucault, quien ha meditado en Las palabras y las cosas acerca de cómo el lenguaje, en su sentido más amplio y general, ha transformado su posición en la cultura contemporánea. El gran pensador francés, luego de afirmar en dicha obra que el lenguaje, a partir del siglo XIX, inicia su conversión en objeto de conocimiento, llega a una conclusión fundamental en cuanto a la interpretación:
Los métodos de interpretación se enfrentan, pues, en el pensamiento moderno, a las técnicas de formalización: los primeros con la pretensión de hacer hablar al lenguaje por debajo de él mismo y lo más cerca posible de lo que se dice en él, sin él; las segundas, con la pretensión de controlar todo lenguaje eventual y de dominarlo por la ley de lo que es posible decir. Interpretar y formalizar se han convertido en las dos grandes formas de análisis de nuestra época: a decir verdad, no conocemos otras. Pero ¿conocemos las relaciones de la exégesis y de la formalización, somos capaces de controlarlas y de dominarlas?13
De aquí que la concepción del arte como lenguaje implica, para la hermenéutica del arte, el enfrentarse a dos cuestiones de difícil solución: la de la imprescindible interpretación de la obra de arte, que no es sino el trasvasamiento del sentido de la obra como texto, en un texto diferente, el exegético, destinado a amplificar y clarificar el significado de la obra. Pero ello implica el esclarecimiento de la formalización artística, sometida de manera creciente en el siglo XX, a un proceso de transformación continua, de “innovación” permanente.
El concepto vulgar de tradición considera esta como una acumulación de valores artísticos. Pero nada hay menos cierto.
Esa metamorfosis intensa de las formas del arte, por otra parte, no consiste en una mera novación, sino que tiene también una relación esencial con la tradición, sin cuya consideración la interpretación del arte resultaría amputada de un factor de vital importancia. Gianni Vattimo ha valorado esto como uno de los aspectos característicos de la hermenéutica contemporánea:
El lenguaje como lugar de la mediación total es cabalmente esta razón, este logos que vive en la común situación de pertenecer alguien a un tejido de tradición viva, a un ethos. Así entendido, el lenguaje —logos-kalón— tiene un nexo constitutivo con el bien: ambos son fines por sí mismos, valores últimos no perseguidos con miras a otra cosa, y la belleza es sólo la percepción de la idea de bien, su resplandor como Gadamer dice en el párrafo final de Verdad y método. Toda racionalidad de la experiencia histórica de individuos y grupos es posible sólo con referencia a este logos que es al propio tiempo mundo y lenguaje; el logos no tiene los caracteres infinitos de la autotransparencia del espíritu absoluto hegeliano; es dialéctico, pero únicamente en cuanto vive en el diálogo siempre finito y calificado de las humanidades históricas.14
Arte y tradición
Y es en este punto de la reflexión que se hace imprescindible meditar también acerca de otro factor vital para la interpretación del arte: la tradición. La interpretación de una obra es una toma de posición del receptor en relación con la obra en cuestión. El concepto vulgar de tradición considera esta como una acumulación de valores artísticos. Pero nada hay menos cierto. Cada época —y dentro de ella hay peculiaridades individuales de los receptores— tiene su propio modo de recepción y, por ende, de interpretación. Una tradición artística, sin embargo, es construida y reconstruida en cada época cultural, que selecciona los valores del pasado artístico a los que concede una función dinámica en su propia contemporaneidad.
Por eso, cuando Karol Szymanowski calificó a Beethoven de “sofá gastado”, no estaba dando muestras de una ignorante insensibilidad o de una voluntad de boutade especialmente arbitraria: simplemente estaba asumiendo a Beethoven como valor estático no significativo para su presente. Del mismo modo, durante varias décadas del siglo XX, la ópera pareció una modalidad de arte agonizante —a ello se refiere un melómano declarado como Alejo Carpentier en su novela Los pasos perdidos—. Y, sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX la ópera fue asumida como conjunto de valores artísticos válidos para la cultura euro-occidental.15
La tradición, por tanto, lejos de constituir un reservorio pasivo de artefactos artísticos, consiste en un proceso dinámico en el cual una sociedad, un individuo, seleccionan del pasado cuantos elementos axiológicos, temáticos y expresivos asumen como válidos para sí mismos. Tanto como la creación artística, tal vez, la elección de factores tradicionales constituye a la vez una operación subjetiva y objetiva, individual y social. Por esto mismo, su peso en la interpretación e, incluso, en la concepción hermenéutica, resulta fundamental.
La hermenéutica filológica, la primera línea del pensamiento hermenéutico que surge en la historia de la cultura, alcanzó una determinada eficacia por su comprensible asociación con la lingüística en sentido estricto. La imprecisión de una semiótica del arte priva a la hermenéutica del arte de un respaldo tan concreto. La imposibilidad aparente, hasta el momento, de superar esa imprecisión parece invitar a una reflexión de otro orden, aquella que invita a aceptar dicha imprecisión, tal como en la informática, desde hace ya bastante tiempo, se asumió la lógica difusa, lógica blanda o lógica fuzzy como un enfoque cibernético necesario para enfocar objetos complejos, en los que puede identificarse diversos niveles o gradaciones de verdad o falsedad.
La elección de factores tradicionales constituye a la vez una operación subjetiva y objetiva, individual y social.
El arte, como forma refinada de expresión de la cultura, está sujeto a una dialéctica profunda que, como es bien conocido, hace que una misma obra pueda suscitar interpretaciones diversas en distintas épocas histórico-culturales. Esa dialéctica es la que garantiza no solamente la necesidad permanente de la interpretación del arte —por mucho que se haya escrito sobre una obra determinada—, sino también el hecho de que los discursos de interpretación sobre una obra artística se muevan, en general, en términos de una lógica blanda, donde siempre quedarán posibilidades diversas y aun zonas pendientes de interpretación, que constituyen áreas disponibles para el futuro hermenéutico de la sociedad y para la refuncionalización de criterios interpretativos del pasado.
Hans-Georg Gadamer, atendiendo a cuestiones gnoseológicas de otro orden —en las que no desdeñó reflexionar sobre el arte, como es evidente en su obra Verdad y método— al diseñar su hermenéutica filosófica, subrayaba que los procesos de interpretación están en formación constante e interminable. Sin que resulte necesario suscribir la totalidad de su sistema hermenéutico, hay una cuestión que es necesario atender: en su concepción, la experiencia de la verdad es fundamental, y no hay metodología del conocimiento que pueda sustituirla.
Interpretar el arte
Una hermenéutica como teoría y una interpretación del arte como práctica profesional no pueden establecerse como sistemas cerrados, absolutos y ahistóricos, sino que están —en calidad de sistemas abiertos, relativos e históricamente condicionados— sujetas al desarrollo histórico-cultural y, también, a lo que pudiera llamarse la varianza hermenéutica,16 es decir, las desviaciones medias que, en el proceso de interpretación, puede producir quien interpreta, a partir de una serie de valores subjetivos y objetivos que influyen en el transcurso de la interpretación.
Uno de los valores más importantes que componen esa varianza hermenéutica es la permanente transformación de los lenguajes específicos del arte, pero también de los estilos de recepción interpretativa. No puede olvidarse que el vocablo “interpretar” designa, en su más literal etimología, el acto de ubicarse entre las partes de un objeto cuyo significado se aspira a comprender. La voluntad de colocarse inter partes de una obra de arte resulta, desde luego, un hecho eminentemente subjetivo; la toma de ubicación en el objeto, a su vez, debe estar signada por una determinada objetividad.
Esta es la dialéctica entre explicación y comprensión de que habla Ricoeur en su Teoría de la interpretación. No solo no es dable esperar en ningún caso, como aporte deseado, una “interpretación absoluta” de una obra de arte, dado que la interpretación está condicionada por una serie de factores determinados por el desarrollo histórico-cultural, sino que toda interpretación es verdad relativa que proviene tanto de circunstancias epocales como de un específico enfoque —entre los múltiples posibles— de análisis hermenéutico.
El arte es, de modo inevitable, una corriente que no se puede represar.
En suma, la hermenéutica del arte debe trabajar no sólo sobre un texto artístico específico, sino en una amplia zona de orden estético y cultural, lo que Ricoeur ha llamado “campo hermenéutico”. En él se integran no solamente los lenguajes, sino también todo el sistema textual en cuyo centro se ubica la obra de arte objeto de análisis. La interpretación, como resultado de las operaciones hermenéuticas, deben partir del empleo de las reglas que presiden una exégesis específica, como indica Ricoeur, se trata de “la interpretación de un texto singular o de un conjunto de signos susceptibles de ser considerados como un texto”.
¿Cuáles son estas reglas? Indudablemente, ellas no son un corpus estático, cerrado y preciso. Antes bien, las constituyen un conjunto de factores —relativos a la cultura en general y en su específica situación de contextualización de una obra, a la historia del arte y la ubicación del texto artístico en ella, de los sistemas de lenguaje constitutivos de la obra, de biografía del artista, de proceso creador-genético, de materiales concretos, de condiciones de recepción, etc.—. Todos ellos están sujetos a una dinámica social de carácter simultáneamente macro y mico, que impide definir una hermenéutica del arte como un sistema cerrado y permanente, y obliga, por el contrario, a entenderla en una esencia de teoría evolutiva y dialéctica, marcada por la evolución misma del arte en sí, de la recepción de este, y de las apetencias y necesidades estéticas de la sociedad.
La obra abierta
En este sentido, se trata de comprender que la hermenéutica del arte, en el presente, más que un conjunto de técnicas positivistas, de instrumentos concretos y de enfoques metodológicos cuya base lógica sería enteramente formalizada, como una polarización de “verdad” y “falsedad”, no es ni puede ser sistema clauso, sino caracterizado por la apertura —correlato de la concepción de la obra artística como opera aperta, sometida a la cocreación del receptor–; es esta una reflexión que se ha manifestado como tendencia compartida, desde sus personales perspectivas, por una serie de pensadores como Eco, Calabrese, Foucault, y otros tantos. La propia reflexión de Vattimo sobre la hermenéutica en la postmodernidad, subraya esta concepción de la hermenéutica del arte ante todo como atmósfera a la vez intelectual y sensible en relación con los significados de las obras de arte.
Esta proyección, sin embargo, se hallaba ya en las reflexiones estéticas de quienes, en el Círculo de Praga, con Mukařovský en primer plano, consideraron que el lenguaje surgía, en su función estética, como una fuente perpetuamente renovable del ojo del perceptor, incluso de la percepción más finamente calibrada y con la orientación más sutil del mundo. Pero al final, meditando sobre el papel del artista en el esquema de las cosas, Mukařovský y otros estructuralistas terminaron por darse cuenta de que —en la escritura como en el lenguaje— todo nuestro conocimiento como personas y sobre la humanidad, es histórico. El arte, que es también una forma especial e intensísima de conocimiento, es, como el mar, siempre igual a sí mismo en una serie de componentes. Pero también es, de modo inevitable, una corriente que no se puede represar.
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1 Ápud Tzvetan Todorov: Teorías del símbolo. Caracas. Monte Ávila Editores, 1993, p. 411.
2 Cfr. obras clásicas de Umberto Eco, como La estructura ausente. Introducción a la semiótica [Barcelona. Ed. Lumen, S.A., 5ta. ed., 1999] y Tratado de semiótica general [Barcelona. Ed. Lumen, S.A., 5ta. ed.,1991].
3 Umberto Eco: La estructura ausente, ed. cit., p. 414.
4 Educación por el arte. Barcelona. Ed. Paidós, 1955, pp. 139-140.
5 Ibíd., p. 209.
6 Cfr. Arthur D. Efland: Una historia de la educación del arte. tendencias intelectuales y sociales en la enseñanza de las artes visuales. Barcelona. Ed. Paidós, 2002.
7 Mieczysław Porębski: “Semiótica e icónica”, en: Criterios. Estudios de teoría de la literatura y las artes, estética y culturología. La Habana. No. 32. Cuarta época. Julio-diciembre de 1994, p. 282.
8 Pierre Francastel: “Elementos y estructuras del lenguaje figurativo”, en: Criterios. Estudios de teoría literaria, estética y culturología. La Habana. Números 25-28. Tercera época. Enero de 1989 a diciembre de 1990, p. 109.
9 Umberto Eco: “Perspectivas de una semiótica de las artes visuales”, en: Criterios. Estudios de teoría literaria, estética y culturología. La Habana. Números 25-28. Tercera época. Enero de 1989 a diciembre de 1990, p. 229.
10 Gillo Dorfles: Las oscilaciones del gusto. El arte de hoy entre la tecnocracia y el consumismo. Barcelona. Ed. Lumen, 1974, pp. 80-81.
11 Simón Marchán Fiz: La estética en la cultura moderna. Madrid. Alianza Editorial, S.A., 2000, p. 228.
12 Ibíd., p. 229.
13 Michel Foucault: Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 292.
14 Gianni Vattimo: El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna. México. Ed. Gesida, 1986, p. 118.
15 Cfr. Zofia Lissa: “Prolegómenos a una teoría de la tradición en la música”, en: Criterios. Estudios de teoría literaria, estética y culturología. La Habana. Nos. 13-20. Tercera época. Enero de 1985 - diciembre de 1986.
16 Metafóricamente cercano al sentido que tiene en el pensamiento Premio Nobel de Economía Harry M. Markowitz cuando se refiere a la incertidumbre producida por un dilema de dos dimensiones: el ingreso esperado y la varianza como desviación media.
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