Una de las personalidades más fascinantes y más universalmente ignoradas de la literatura universal es la del neerlandés Eduard Douwes Dekker, quien inmortalizó el seudónimo de Multatuli, tomado de un verso de Horacio en su Ars poetica: “Multa tulit fecitque puer, sudavit et alsit” [“Sudando y tiritando mucho es lo que ya tuvo que hacer y soportar cuando niño”].
Comenzaré, con permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide, con una cita de un texto mío publicado en estas mismas páginas cerca de la literatura neerlandesa. Porque desde luego está muy claro que con los Países Bajos no asociamos ningún apellido literario ilustre. Tanto es así que si buscan en la enciclopedia Salvat, en la entrada Países Bajos encontrarán los capítulos correspondientes dedicados al arte, la música y la cinematografía, y ninguno a su literatura. Mejor suerte corre Bélgica, donde le dedican una columna a su literatura en lengua francesa y dos a la escrita en neerlandés (que en Bélgica llaman flamenco). Curiosamente, al final de estas dos columnas hay una referencia que dice: “Véase Neerlandesa, Literatura”, tal vez porque había la intención de tender un puente hacia la que se escribe en el mismo idioma del lado norte de la frontera. Sería la intención, pero créanme, pueden quemarse las pestañas buscando “Neerlandesa, Literatura”: se esfumó de la enciclopedia, como si nunca hubiese existido. Resulta bastante sintomático.
Y sin embargo, a poco que el lector se detenga a pensar, caerá en la cuenta de que sí conoce la literatura neerlandesa, bien que sea de un modo periférico. ¿Qué persona medianamente culta no ha leído las cartas de van Gogh, el diario de Ana Frank y El otoño de la Edad Media de Johan Huizinga? Otro es el caso, naturalmente, de esos dos grandes neerlandeses que fueron Erasmo de Rotterdam y Benedictus Baruch Spinoza, pues su idioma literario fue el latín.
Pero amén de aquellos otros tres casos reseñados, a los atentos lectores de D.H. Lawrence no les habrá pasado por alto su admiración por Multatuli, lamentando quizás no poderlo leer porque pensarán que no está traducido al castellano. Hay otra referencia a Multatuli, en el catálogo de la biblioteca del Dr. Sigmund Freud, quien también lo leyó con entusiasmo. Y una tercera en la página final de Los libros en mi vida, ese delicioso prontuario de Henry Miller: en el apéndice II —la lista de los libros que todavía piensa leer—, Miller incluye Max Havelaar, la obra cumbre de Multatuli.
Por lo cual pienso que es hora ya de presentarles a nuestro personaje. Multatuli nació en Amsterdam, el año 1820, y falleció en un lugar a las orillas alemanas del Rhin, 67 años más tarde. Quede para otros la gloria de descubrirles que él fue el primer novelista occidental, ciudadano de una potencia colonial como lo eran los Países Bajos en el siglo XIX, que se enfrentó a pecho descubierto con dicha potencia colonial, con su propio país, en una novela que de no haber sido escrita en neerlandés sino en inglés o francés, gozaría de la misma fama universal que las de un Rudyard Kipling o un André Malraux, tan inferiores a Multatuli en el coraje y en el talento.
Sea como fuere, esa novela, titulada con el nombre de su protagonista, Max Havelaar, o Las subastas de café de la Compañía Comercial Neerlandesa, supuso un revulsivo casi cataclísmico en la Europa de fines del siglo XIX, que se creía llamada a la noble empresa de cristianizar, occidentalizar y, en suma, civilizar, al resto de la ecúmene.
Tan fuerte fue la reacción que Multatuli debió abandonar ese país suyo que hasta hace poco parecía como un paradigma de la tolerancia y un oasis de la convivencia. Siempre que, claro está, no le toquen ni la cartera ni el monedero, porque entonces ¡adiós a los valores universales! Y resulta que Multatuli, que ni siquiera era extranjero, con esa novela suya les tocó no sólo la cartera y el monedero, sino además las cuentas corrientes y las cuentas no tan públicas, tanto de los particulares como del Estado y la corona. Ay amigo, éso es grave. Multatuli tuvo que exiliarse
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La obra escrita por Multatuli en el exilio fue monumental y está recogida en los siete volúmenes que tituló Ideeën [Ideas], un auténtico cajón de sastre en el que fue atesorando desde aforismos de una línea hasta una obra de teatro, La escuela de los príncipes, combativa y revulsiva, otra cosa no podía esperarse de su autor. Y tratándose de un poco menos que desconocido en nuestro ámbito cultural, antes de pasar al motivo principal de este artículo deseo ofrecerles una gavilla de sus aforismos, que hasta donde yo sé es la primera vez que se traducen al castellano. Véanlos:
Dos guantes para la mano izquierda no son un par de guantes. Dos medias verdades juntas no suman una verdad.
Nada es completamente verdad, y quizá esto tampoco.
La virtud desaparece cuando se habla de la virtud, como el silencio desaparece cuando se habla del silencio.
El disgusto y la alegría dependen más de lo que somos que de aquello que nos pasa.
Un buceador de perlas no le teme a los pantanos.
Acepta un consejo. Este: Nunca aceptes un consejo.
Jesús ha sido crucificado tres veces. Una vez por los judíos, otra por sus biógrafos y finalmente por los propios cristianos. No tuvo peores enemigos que estos últimos.
Si una semilla pudiera hablar, se lamentaría de que el dolor consiste en germinar.
La historia del género humano es la historia de sus errores.
Siempre ha habido más ovejas que lobos. La razón es sencilla. Todo lobo necesita muchas ovejas para poder seguir viviendo.
Si un durazno aspira a convertirse en una papa, esa aspiración es su castigo.
Un corazón no es un monedero que se vacía, dependiendo de cuanto gastes.
No es un crimen pequeño hacer que la verdad sea aburrida. Esta es una de mis muchas quejas contra los cristianos y contra la mayoría de los moralistas.
Morir no es triste, pero estar enfermo es tan agotador...
¡Amar es vivir! Hay una hermosa frase de Santa Teresa sobre el diablo: «¡Oh, pobre criatura que nunca ha amado!» Es una espléndida concepción del infierno. No hay fuego, no hay gusanos, no hay crujir de dientes, no hay ira de Dios, nada de eso, pero... ¡no hay amor!
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Y cierro este inciso para contarles que, cuando Multatuli se tuvo que exiliar, sus lectores lo querían a toda costa, por lo menos en las páginas de algún diario, aunque sólo fuese como corresponsal en el extranjero. Y qué extranjero, además. Porque Multatuli se había ido a vivir a uno de los lugares más conflictivos de Europa alrededor de 1865, nada menos que la Renania, donde se estaban mirando de reojo, y con muchas ganas de pelearse, Napoleón III y Prusia.
Un diario neerlandés, finalmente, nombró a Multatuli su corresponsal en esa zona crítica, pero bajo la condición de que sus crónicas debían ser irreprochablemente objetivas. “Objetivas, objetivas, objetivas”, remachó alguna vez el redactor jefe. Y entonces Multatuli se limitó a enviar crónicas donde traducía los distintos puntos de vista de la prensa alemana: El Tiempo de Hamburgo, El Matutino de Múnich, La Gaceta de Berlín, El Liberal de Fráncfort, El Espectador de Colonia, El Observador de Maguncia... etc. etc. etc.
Curiosamente, algunas crónicas (como la del 8.10.1867) sólo contenían citas de este último diario, por el que Multatuli parecía sentir cierta debilidad. Todo funcionaba a la perfección hasta que un espíritu curioso se enteró de que en Maguncia no existía ningún diario que se llamase El Observador. Claro está que no. Las opiniones de ese Observador eran las de Multatuli, que había descubierto así el modo de zafarse de la censura “objetiva” que le imponían desde los Países Bajos.
Quien esto escribe tiene entretanto más de dos tercios de siglo de periodismo a sus espaldas, pero puedo asegurar que no conozco otro caso como éste, de un gran escritor doblado de periodista, que le haya ganado la partida de una manera tan revolucionaria y original a los dictados del poder.
Los periodistas compatriotas suyos contemporáneos tienen muy bien aprendida esta lección de astucia y de puro deseo de supervivencia del derecho a la propia opinión: y así, cuando en los diarios neerlandeses de nuestros días aparece una columna rotulada "El observador de Maguncia", eso quiere decir que allí es donde el diario está expresando su libre opinión. La más libre de todas ellas, la que rinde homenaje al más grande de sus colegas y al más grande escritor de los Países Bajos: Eduard Douwes Dekker, alias Multatuli. Ante el cual sólo cabe sacarse el sombrero. En mi caso, y con muchísimo respeto, la gorra de visera o la boina, según sea la estación que corra.