Estamos en el pórtico de El mundo alucinante y Reinaldo Arenas —¿arisco, grave, socarrón?— se salva el pellejo: “Esta es la vida de Fray Servando Teresa Mier, tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como a mí me hubiese gustado que hubiera sido. Más que una novela histórica o biográfica pretende ser, simplemente, una novela”. Este regaño o censura se escribió en la Habana, en 1966. Arenas tenía 23 años.
Una periodista recorre los solares de la ciudad buscando al escritor. Lo encuentra al final de un pasillo “angosto, oscuro, no muy limpio”, descalzo y sin camisa, en absoluta —pero exótica, según la periodista— decadencia. Cuando le preguntan por El mundo alucinante repite, hipnotizado, la misma antífona: tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como me hubiese gustado.
Otra novela, El portero, cuenta la vida de un doorman cubano en New York, inadaptado y visionario. El peculiar narrador —nada menos que la comunidad cubana en el exilio, encarnada en una sola voz— aclara: “De todos modos, aquí consignamos las cosas tal como sucedieron y no como nosotros hubiésemos querido que hubiesen sucedido”.
El narrador de El portero, machacado por el oleaje del Mariel y las numerosas vicisitudes de la diáspora, ha prescindido ya de las posibilidades utópicas de la rescritura: perdidas las cosas tal como se hubiesen querido, obliterado por la Historia lo que pudo haber sido, solo nos queda contar el cuento tal como fue.
Desde luego, era el año 1987; Arenas ya tenía 44 años; le faltaban tres para morir.
El mantra de la rescritura imposible, sin embargo, no deja de ser revelador para lo que me interesa: dar cuenta de que leí, desencuadernada y húmeda, la edición de Monte Ávila de El mundo alucinante, y de aquello que vi, que quise ver, que me gustó haber visto en esa y otras rescrituras de la vida de Fray Servando Teresa de Mier.
El hombre, el nombre
La vida extraña y agitada de Fray Servando —un cura independentista mexicano, si lo reducimos a su mínima expresión histórica— tiene algo de arquetípico para el ser americano. Además, su sostenida persecución, que desemboca a menudo en el calabozo, lo emparienta maliciosamente con el propio Arenas: ambos fueron prisioneros de los formidables castillos habaneros.
A menudo Servando se disuelve en Arenas, con entero conocimiento de causa: “lo que más útil me ha resultado para llegar a conocerte y amarte, no fueron las abrumadoras enciclopedias, siempre demasiado exactas, ni los terribles libros de ensayos, siempre demasiado inexactos. Lo más útil fue descubrir que tú y yo somos la misma persona”.
No fue el único escritor que se interesó por el trashumante cura. Mucho me sorprendería si algún erudito no ha desenterrado ya el parentesco entre El mundo alucinante y los Desasosiegos de Fray Servando, del exiliado español en México Eduardo de Ontañón.
En aquel tomo breve y amarillo, que forma parte de una serie de vidas mexicanas, Ontañón fabula con el mismo desenfado de Arenas la biografía del fraile y añade, como este, una suerte de epílogo metarreflexivo. Si alguien cuenta con suficiente tiempo como para leer, en paralelo, la vida de Servando, la novela de Arenas y la biografía ficcional de Ontañón, contemplará el absurdo de la rescritura acumulada.
Para Arenas, el pantagruélico Borunda —la criatura que le revela el presumible origen azteca de la devoción a la Guadalupe— es “algo así como una gran pipa que se movía y hablaba, pero más gorda. Las carnes le saltaban por sobre los ojos y le tapaban las nalgas, lo cual le impedía hacer sus necesidades”; en los Desasosiegos…, Borunda es un sencillo y docto licenciado, fecundo en teológicos ardides.
Si Ontañón pasa como el que no quiere las cosas por el pavoroso combate marítimo de Trafalgar, Arenas lo aprovecha para mostrar, sobre las olas de cadáveres, al “Almirante Nelson en persona, dar un maullido tan enorme, momentos antes de morir” (luego Servando, en Londres, departirá el episodio con la viuda del marino, Lady Hamilton).
La Habana es para Ontañón menos que una línea, mientras que, como era de esperar, en El mundo alucinante es la ciudad donde “los pájaros, derretidos en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento”.
El arte de la fuga
Ambas novelas contienen una suerte de regreso. Al culminar la escritura de los Desasosiegos…, Ontañón recibe la aparición fantasmagórica de Fray Servando y entabla con él un diálogo fáustico —“a los fantasmas creo que conviene darles un tratamiento teatral”, admite el español—: “He venido leyendo por detrás de vuestro hombro”, dice el espectro, “todo ese cúmulo de insensateces que habéis escrito sobre mí… y he querido venir aquí para reconveniros por ello”.
Tanto Ontañón como Arenas dan cuenta del itinerario de la momia del fraile, casi idéntico en los dos relatos: ¿podía acaso ser más alucinante la expedición de un rígido cadáver mexicano a las ferias y museos de Europa?
Lo demás está todo dicho, o casi. Numerosos encadenamientos y la ejecución del arte de la fuga. Enérgicos enemigos —León, el Arzobispo, los carceleros— y encuentros casualmente significativos: con el joven Bolívar, un petit Napoleón; con la flexible Orlando, “rara mujer”; Heredia, exiliado y trotamundos como él; e incluso un transfigurado José Lezama Lima —“con su voz de muchacho resentido”— que predica sobre una roca sin que nadie entienda qué dice. La propia novela, para qué repetirlo, es una continua y obsesiva rescritura. Voces que se contradicen, que se insultan mientras narran, en la oscuridad de la ficción, la vida de un hombre.
La última página de El mundo alucinante revierte el tiempo y, tras pasar revista a la cronología del cura en un pequeño y divertido argumento, deja a Servando donde lo conocimos sus lectores, viniendo del corojal, no viniendo del corojal, apenas de noche.
La escritura profética
Una última rescritura de Servando nos devuelve a la paradoja de lo que fue, de lo que pudo ser, de lo que nos hubiese gustado. Se trata de Lezama en La expresión americana. Apenas unos párrafos le bastan para biografiar a Fray Servando en “El romanticismo y el hecho americano”, donde concluye que la saña sistemática del poder sobre el cura se debe a su desvalorización de lo español como influencia de lo criollo: Servando representa el paso del señor barroco al emigrado romántico, un trueque de siglos y de mentalidades.
Pero en esta ruptura —dice Lezama—, Servando afianza aún más el vínculo con la cultura que lo precede, la agranda y enriquece. Al tiempo que el Arzobispo, obsesivo perseguidor del fraile, apresura entre una fuga y otra el deseo de la independencia americana.
Al final de aquellas páginas, Lezama escribe un hermoso credo del desterrado, casi invisible en la marejada de su ensayo: “Fray Servando es el primero que se decide a ser el perseguido, porque ha intuido que otro paisaje naciente, viene en su búsqueda… la opulencia de nuevo destino, la imagen, la isla, que surge en los portulanos de lo desconocido, creando un hecho, el surgimiento de las libertades de su propio paisaje”.
En el prólogo a El mundo alucinante, Reinaldo —decidido él también a ser el perseguido, el desterrado, el que se va— alega que encontró el nombre de Servando en “un renglón de una pésima historia de la literatura mexicana”. Enrico Mario Santí, que publicó su edición crítica, entiende, luego de muchas búsquedas en la Biblioteca Nacional, que se debe considerar esa “pésima historia” como otra ficción de Arenas.
La invención de su relato nació de la rescritura cruzada de todas estas versiones: de Lezama, su maestro; de Ontañón, al que es probable que estudiara; y de las propios textos del dominico, publicados por Alfonso Reyes en 1917. Urdimbre de muchas voces, eclecticismo y coralidad muy cubanos; eso es —salvando su dimensión americana— El mundo alucinante.
De todos modos, si me he permitido divagar durante tanto rato sobre Fray Servando es para vigilar de cerca el reverso de la moneda, al propio Arenas.
En una entrevista, Carlos Velazco se pregunta si Antes que anochezca no es un intento de Reinaldo por ficcionar su propia autobiografía, la rescritura de un irreverente molido por la Historia. Quiero pensar que toda la obra de Arenas es un esfuerzo por rumiar un sentido. No una alegoría facilona de su biografía, pero sí un palimpsesto constante de sus obsesiones.
El mundo alucinante es el ejercicio más elevado y genial de la rescritura de su propia existencia, quizás no como fue, sino como le hubiera gustado a Arenas. Usurpar una vida ajena, reconfigurarla en la libertad de la ficción, y añadirla al currículo cubense, a lo mejor del canon insular.
El 5 de mayo —fecha, para colmo, de la célebre batalla de Puebla— de 1980, Reinaldo Arenas abordó una pequeña embarcación que partió del Mariel, rumbo norte. Un temporal rompió el barco y los sobrevivientes (homosexuales, delincuentes, enfermos mentales, infiltrados y “asesinos profesionales”) fueron detectados por un helicóptero y rescatados más tarde.
“Así”, dice Arenas, “luego de variadas peripecias, llegué, como mi querido cómplice Fray Servando Teresa de Mier ciento cincuenta años atrás, a las costas de la Florida”. La rescritura había traspasado los bordes de la página y ahora lo absorbía, sin dejarle alcanzar nunca “el merecido reposo” que reclamaba para el alucinante cura mexicano. “Cumplíase cabalmente el postulado que me persigue: escribir sobre lo que he vivido o vivir lo que ya he escrito. De manera que de ahora en adelante”, repite como un ensalmo, “habré de tener mucha cautela con todo lo que escriba”.
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