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Borges insular

La antología cubana de Jorge Luis Borges contiene, entre líneas, el relato de una tensión entre la censura oficial y sus lectores clandestinos en la isla.  

Borges
El poeta argentino Jorge Luis Borges (1899- 1986).

Pero “no es un prólogo, es una fe de erratas”, aclara Antonio José Ponte, cuando piensa en Roberto Fernández Retamar y su introducción a las Páginas escogidas de Jorge Luis Borges. Es, más bien —dice el autor de Las comidas profundas—, “pura sofística exculpatoria”. El prólogo en cuestión es un texto solemne, mimético de la prosa borgeana, donde al cabo de treinta años dos sombras se diluyen entre las palabras: la del argentino, apoyado en su bastón e instalado en la eternidad grisácea, y la del cubano que lo visitó aquella “húmeda tarde” de 1985, en Buenos Aires. 

“Pura sofística exculpatoria”, insiste Ponte, sombrío, antes de relatar cómo robó su primer libro de Borges. El tomo yacía oculto en el salón prohibido de una biblioteca, por la que siempre merodean —según el bestiario lezamiano— oblicuos dragones. 

Es norma que el ladrón de libros no padezca ningún remordimiento. Luego de perpetrar el hurto, la satisfacción se amplifica y la colección personal crece. Cuando se vive en un clima de censura y silencio oportunista, el hurto es tan sacro y tolerable como el de las reliquias medievales. De modo que, al encontrar en las librerías las Páginas escogidas de Borges, publicadas algunos años después de vivir esta anécdota, no le sucedió a Ponte lo que a nosotros: ese tomo —en su edición original, rústica y azulosa, o en la más reciente, de lomo violeta— nos descubrió el universo, el aleph narrativo de Jorge Luis Borges. 

Diálogo entre dos sombras

También yo robé ese libro emblemático (que arroje la primera piedra quien no lo haya hecho), pero el relato es tan trivial —biblioteca escolar, acta de advertencia, cancerbero miope con los puños en alto— que no vale la pena recontarlo. 

Volvamos, mejor, a nuestros dos viejos pánicos, enfrentados por las butacas y la historia. Borges preside su austero apartamento y da el visto bueno a la esperada antología cubana. “Lo que no podremos es mandarle dólares”, advierte Retamar que, como Vargas Llosa, parece estar impresionado con la sobriedad del escritor y su desdén por la compensación autoral. 

Borges declina, como lo hizo en 1960 con Antón Arrufat, la consabida invitación a visitar Cuba, “cuyo régimen político yo sé que usted no aprecia demasiado. Pero ni siquiera eso puede impedir que usted tenga allí millares de lectores, millares de admiradores”. En esa misma isla, colocada en el vórtice de todas las polémicas sobre barbudos, pabellones rojos y libertades pospuestas, se había producido una revolución hacia la cual Borges “no había ocultado, todo lo contrario, su hostilidad” (“además de otras tristes hostilidades y afinidades”, agrega el poeta habanero). 

Basta acercarse un poco al rostro la antología de Retamar, inspeccionar sus solapas y sumarios, para olfatear el tufo de un relato oculto, elidido, que no aparece en los índices. El ápice de esta historia —el intento de conciliar a Borges con cierto progresismo, de apresurar y falsear su “destino sudamericano”—, bien doblada entre los folios como la carta de un suicida, se encuentra en el prólogo. 

Poeta cubano Roberto Fernández Retamar
Poeta cubano Roberto Fernández Retamar (1930-2019). | Imagen: Real Academia Española de la Lengua

Borges y el apetito de los censores

La lectura de Borges en Cuba fue traumática desde que algunos ejemplares de Ficciones o sus cuadernos de poesía llegaran a La Habana, en los años cuarenta. Los poetas de Orígenes abominaron, en su momento, la predilección europeísta de Borges. Y el argentino, que no leyó sino de modo accidental a los autores de la isla, jamás escurrió las palabras Cuba, Martí o Habana en las ediciones que conozco de su obra completa. Muy diferente, ya se sabe, fue la acritud de ambas partes después de 1959. 

Sin embargo, nadie suele recordar —excepto los arqueólogos de la infamia— el número 24 de Lunes de Revolución, emitido en agosto de 1959, cuando Borges cumplía sesenta años. Entre la admiración y el parricidio, los jóvenes redactores admiten que el viejo bonaerense es “el más grande escritor de habla castellana viviente”, pero se jactan de no compartir su opinión política y filosófica, y que

“aun su propia vida nos parece encerrada, baldada”. Sus seis décadas de vida marcan, según los profetas de Lunes…, el plazo para que este “buceador de teratologías” alcance la desmesura de su mito. 

La tensión entre Borges y su lectura insular llegaría a su momento climático, precisamente, dentro de las páginas de Caliban, firmado por un pendenciero Retamar en 1971. Este exordio al intelectual latinoamericano de nuevo tipo alcanzó fama continental, entre otras razones, por sus invectivas contra viejos dioses como Borges. 

Para Retamar, los conflictos latinoamericanos de 1971 que tuvieron como tablero de ajedrez a la isla —hablo del Caso Padilla y su trabajada polémica— pueden resumirse en el enfrentamiento de los escritores que optaron por la “roja plaga”, la triunfante revolución, y el apacible retrato de la familia borgeana: al centro el patriarca ciego; en su órbita los Fuentes, los Vargas Llosa, los Rodríguez Monegal, entre otros parientes. 

Estos últimos, acusa Retamar, adolecieron en su juventud de veleidades de izquierda; no así Borges, que no pretende pasar por tal. (En algún momento, durante su militancia en la “equivocación” ultraísta, Borges admitió su fervor por la revolución rusa y sus ideales. “Pero claro”, dijo, “el comunismo de entonces significaba la amistad de todos los hombres, el olvido de las fronteras; y ahora creo que representa al zarismo nuevo”). 

A los ojos de Caliban, Borges es el escritor colonizado “de endiablada inteligencia”, nostálgico de Europa, que escribe poseso de una enfermiza fagocitosis intelectual; coleccionista de horrores, de aberraciones, de monstruos embalsamados, su firma aparece —como prescrita, dice Retamar, por la lucha de clases— en todo libelo y manifiesto contra Cuba. 

Cuando bajó la marea de 1971, Retamar apaciguó también sus ánimos verbales. Reducido a la comisaría gris y al destino de ser “un poeta menor de la antología”, debió admitir su resbalón crítico respecto al argentino. En una posdata de 1993 ruega al lector que “tome en cuenta que aquellas líneas nacieron de una encendida coyuntura polémica; y también que antes y después he escrito más equilibradamente sobre Borges”. 

Antología de Borges realizada por Retamar.
Antología de Borges realizada por Retamar, (Casa de las Américas, La Habana,1988)

Situaba como ejemplo el prólogo a las Páginas escogidas, donde recobraba la imagen de un poeta contrito ante su maestro de letras, al que había dedicado unas “páginas duras”, que quizás nunca llegaron a escucharse en la espartana habitación de Borges, en el número 994 de la calle Maipú. 

Después de esta reunión nos queda la antología cubana que Borges nunca llegó a tocar, las aventuras sigilosas de Ponte y de todos los que —para leer El Zahir o Las ruinas circulares, pero también Paradiso, Tres tristes tigres y ahora, para colmo, los libros del propio Ponte—, debemos recurrir a la piratería bibliómana. 

Las Páginas escogidas son el equivalente exacto de la tarja conmemorativa, el homenaje diagonal y el aplauso post mortem. Su prólogo, una patente de corso. No importa entre qué lealtades se desgarró Borges, los dioses sin rostro tramaron un libro, un único libro con imprimátur cubano —si exceptuamos la biografía de Teitelboim y algún ensayo anodino— para acceder a una de las escrituras más depuradas de nuestro idioma. 

Regreso al salón que ahora se deshace no como agua, según quería Borges, sino como polvo en el polvo, ceniza antigua sobre sospechas nuevas. Vuelvo a las sombras, terciadas por María Kodama y el ronroneo del gato, y confieso que lo único que me queda hoy —presencia de Borges, demasiado calor y una isla que lo olvida— no es mejor que lo que tuvieron otros: “espejos que repiten la misma desdichada imagen, laberintos sin solución, una triste biblioteca a oscuras”.

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Xavier Carbonell

Xavier Carbonell

(Camajuaní, Cuba, 1995). Escritor, periodista y editor. Ha realizado estudios de filología, comunicación y filosofía en distintas universidades. Trabajó como investigador y profesor en la Biblioteca Diocesana "Manuel García Garófalo". Es editor de la revista Árbol Invertido y corresponsal de SIGNIS, la Asociación Católica Mundial para la Comunicación. Recibió el Premio "Paco Rabal" de Periodismo Cultural por su crónica "Mi canon sentimental del cine cubano", y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara por su novela El libro de mis muertos. Con El fin del juego obtuvo el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Gastrónomo por vocación, aunque no por oficio, y furibundo fumador de puros. Espera el apocalipsis en muy buena compañía y sobrevive tras las trincheras de su biblioteca. 

 

Comentarios:


Anónimo (no verificado) | Vie, 24/09/2021 - 16:09

Muy bien!

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