Con la publicación de su novela Un mundo feliz (1932), y luego, con su ensayo Nueva visita a un mundo feliz (1958), Aldous Huxley se adentró en uno de los temas más complejos y relevantes del mundo actual: las sociedades distópicas y la forma en que los poderes totalitarios ejercen su control sobre el individuo. Más de una década antes de que George Orwell diera a la luz su célebre 1984, Huxley ofrecía en esa novela una visión de este tipo de sociedades donde el poder se apoya no en el terror, sino en el placer y en el uso de la ciencia. Su perspectiva y la de Orwell son, hasta cierto punto, los polos opuestos de un mismo fenómeno que va más allá de la mera anticipación imaginativa para convertirse en examen de lo actual y lo posible.
Pero las preocupaciones de Huxley, como las de muchos otros autores contemporáneos, rebasaban el solo estudio de las distopías para ocuparse de una cuestión esencial, distinta pero muy vinculada a esta: la cuestión de la libertad y los mecanismos por los cuales esa libertad se pierde o se alcanza. Así, con esa curiosidad que lo caracteriza, a principios de 1938, mientras vivía en California, Huxley conoció a Jiddu Krishnamurti. La amistad entre ellos, fundada no solo en las inquietudes compartidas sino también en el contraste entre los caminos de ambas personalidades, duró toda la vida. En su prólogo a La libertad primera y última, de Krishnamurti, Huxley hace un agudo análisis de las estructuras culturales y psicológicas que sostienen eso que llama “la tiranía de los símbolos y los sistemas”, y nos ofrece una semblanza intelectual de ese otro pensador fundamental del siglo XX.
La tiranía de los símbolos y los sistemas
El hombre es un ser anfibio que vive a un tiempo en dos mundos: el mundo de lo dado y el mundo de lo hecho por él mismo; el mundo de la materia, la vida y la conciencia, y el mundo de los símbolos. En nuestro pensar utilizamos un repertorio de sistemas que son símbolos: el lenguaje, las matemáticas, el arte pictórico, la música, el ritual y lo demás. Sin tal sistema de símbolos no habría arte, ni ciencia, ni filosofía, ni siquiera tendríamos los rudimentos de la civilización: en otras palabras, descenderíamos a la animalidad.
Los símbolos son, pues, imprescindibles. Pero, como lo comprueba la historia de todos los tiempos, los símbolos también pueden tener consecuencias fatales. Como ejemplo, tómese de un lado el dominio de la ciencia, y del otro, el de la política y la religión. El pensar en términos de cierta clase de símbolos y el actuar en respuesta a los mismos nos ha permitido comprender, y hasta cierto punto dominar las fuerzas elementales de la naturaleza. En cambio, el pensar en términos de otra clase de símbolos y el actuar en respuesta a ellos nos hace utilizar esas fuerzas como instrumentos para el asesinato en masa y el suicidio colectivo.
En el primer caso, los símbolos estuvieron bien escogidos, cuidadosamente analizados y progresivamente adaptados a los hechos de la existencia física. En el segundo caso, los símbolos originalmente mal escogidos no han sido nunca sometidos a riguroso análisis, ni tampoco se han ido mortificando para ponerlos en armonía con los hechos de la vida humana. Más aun, estos símbolos inadecuados inspiran a todo el mundo tanto respeto como si por arte de magia fueran más reales que las mismas realidades que representan. Así, en los textos de religión y de política, no se piensa que las palabras representan defectuosamente hechos y cosas, sino que, por el contrario, los hechos y las cosas sirven para comprobar la validez de las palabras.
Los símbolos son imprescindibles. Pero, como lo comprueba la historia, también pueden tener consecuencias fatales.
Hasta hoy, los símbolos sólo han sido utilizados de un modo realista en materias a las cuales no damos la máxima importancia. En todo lo concerniente a nuestros móviles más profundos, persistimos en valernos de símbolos no sólo irracionalmente sino con asomos de idolatría y hasta de locura. El resultado final de todo esto es que el hombre ha podido cometer, a sangre fría y por largos períodos de tiempo, actos que las bestias sólo son capaces de cometer por breves instantes, cuando están en el colmo del frenesí, del deseo o del terror. Los hombres pueden volverse idealistas porque hacen uso de los símbolos y les rinden culto; y, por ser idealistas, pueden transformar la intermitente codicia del animal en los grandiosos imperialismo de un Rhodes o de un J.P. Morgan; el intermitente afán de pelea del animal lo pueden transformar en el estalinismo o en la Inquisición española; y el transitorio apego del animal a la tierra que lo sustenta, lo pueden transformar en el deliberado frenesí del nacionalismo.
Afortunadamente, el hombre puede también convertir la intermitente bondad del animal en la caridad de toda la vida de una Elizabeth Fry o de un Vicente de Paúl; la intermitente dedicación animal a la hembra, al macho y a la prole, la puede convertir en la razonada y persistente cooperación humana, que hasta la fecha ha demostrado ser tan recia que ha logrado salvar al mundo de las desastrosas consecuencias del otro tipo de idealismo. ¿Será posible que este idealismo siga salvando al mundo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que con la bomba atómica en manos del idealismo nacionalista ha disminuido mucho la ventaja de los idealistas de la caridad y cooperación.
El mundo de los hechos y el mundo de los símbolos
Ni siquiera el mejor de los libros sobre el arte de cocina puede sustituir a la peor de las comidas. El hecho es obvio. Y, sin embargo, en el transcurso de los siglos, los filósofos más profundos y los teólogos más hábiles y eruditos han caído constantemente en el error de identificar sus obras puramente verbales con la realidad de los hechos, o peor aun, han imaginado que, en alguna forma, los símbolos son más reales que aquello que representan. Este culto a la palabra no ha dejado de ser combatido. Según San Pablo: “La letra mata; el espíritu vivifica”. “Y ¿por qué ―se pregunta Eckhart―, por qué caer en habladurías sobre Dios? Cualquier cosa que digamos de Dios es falsa”.
En el otro extremo de la tierra, el autor de uno de los Mahayana sutras afirmó que “Buda nunca predicó la verdad, pues comprendía que tenemos que descubrirla dentro de nosotros mismos”. La gente respetable se desentendía de esos dichos por creer que eran profundamente subversivos. Y así, al correr del tiempo, perduró la idolatría que exagera el valor de los emblemas y las palabras. Las religiones se hundieron en la decadencia, pero la vieja costumbre de promulgar credos y de imponer la creencia en dogmas persistió aun entre los mismos ateos.
La vieja costumbre de promulgar credos y de imponer la creencia en dogmas persistió aun entre los ateos.
Durante los últimos años, los expertos en lógica y semántica han hecho un minucioso análisis de los símbolos que el hombre usa para pensar. La lingüística se ha convertido en una ciencia y hasta existe una materia de estudio denominada por Benjamin Whorf meta-lingüística. Todo esto es muy encomiable, pero no basta. La lógica y la semántica, la lingüística y la meta-lingüística son disciplinas puramente intelectuales que analizan las diversas formas, correctas e incorrectas, significativas e insignificantes, en que las palabras pueden relacionarse con las cosas, los procesos y los acontecimientos. Pero estas disciplinas no ofrecen orientación alguna respecto del magno problema, más fundamental que cualquier otro, de la relación del hombre, en su totalidad psico-física, con los dos mundos en que vive: el mundo de los hechos y el mundo de los símbolos.
En todas partes y en toda época de la historia este problema ha sido resuelto individualmente por algunos hombres y mujeres. Aunque hablaran y escribieran sobre ello, estos individuos no crearon ningún sistema porque sabían que todo sistema o doctrina envuelve la tentación de exagerar el valor de los símbolos, de dar más importancia a las palabras que a las realidades que ellas representan. Su propósito nunca fue el de ofrecer explicaciones preconcebidas ni panaceas, sino invitar a la gente a hacer el diagnóstico y el tratamiento de sus propios males, lograr que vayan al lugar donde el problema del hombre y su solución se presentan directamente a la experiencia.
La libertad primera y última, de Krishnamurti
En La libertad primera y última, que contiene selecciones de escritos y alocuciones de Jiddu Krishnamurti, el lector hallará una clara exposición contemporánea del problema humano fundamental y una incitación a resolverlo en la única forma en que puede resolverse, resolviéndolo cada individuo por sí y para sí mismo. Las soluciones colectivas, en que muchos ponen desesperadamente su fe, son siempre soluciones inadecuadas.
Para comprender la confusión y la desdicha que hay dentro de nosotros, y por lo tanto en el mundo, hemos de comenzar por hallar claridad dentro de nosotros mismos, y esa claridad surge del recto pensar. La claridad interior no puede organizarse, porque no puede recibirse ni darse a otra persona. El pensamiento que se organiza colectivamente es una mera repetición. La claridad no es resultado de la afirmación verbal, sino de la comprensión de uno mismo y del recto pensar. A la rectitud del pensamiento no se llega por el mero cultivo del intelecto, ni por la imitación de modelos, aunque estos sean dignos y nobles. La rectitud del pensamiento nace del conocimiento propio. Sin comprenderse uno a sí mismo no hay base para el pensamiento; sin el conocimiento propio, lo que uno piensa no es verdadero.
Este tema básico lo desarrolla Krishnamurti una y otra vez: “Hay esperanza en los hombres, no en la sociedad, no en los sistemas ni en los credos religiosos organizados, sino en vosotros y en mí”. Las religiones organizadas, con sus mediadores, sus libros sagrados, sus dogmas, sus jerarquías y sus rituales, sólo ofrecen una falsa solución al problema fundamental. “Cuando citas el Bhagavad Gita, o la Biblia, o algún libro sagrado chino, ¿qué haces, acaso, sino repetir? Y lo que repites no es la verdad. Es una mentira, porque la verdad no puede repetirse”. Una mentira puede ampliarse, exponerse y repetirse, pero no puede hacerse lo mismo con la verdad. Cuando la verdad se repite, deja de ser verdad; por eso los libros sagrados no tienen importancia. Es a través del conocimiento propio, no a través de la creencia en símbolos originados por otros, como el hombre llega a la realidad eterna en que está arraigado su ser. La creencia en la perfección y en el valor supremo de cualquier conjunto determinado de símbolos no conduce a la liberación, sino a la historia, a la repetición de los viejos desastres de siempre.
La creencia tiene un inevitable efecto separatista. Si tienes una creencia, si buscas seguridad en tu particular creencia, te sientes separado de aquellos que buscan seguridad en alguna forma de creencia. Todas las creencias organizadas se basan en la separación aunque prediquen la fraternidad.
Un individuo sin creencias
El individuo que ha resuelto el problema de sus relaciones con los dos mundos de hechos y símbolos, es un individuo sin creencias. Con relación a los problemas de la vida práctica, mantiene hipótesis viables que le sirven para realizar sus propósitos, y a las cuales no concede más importancia que a cualquier otra clase de instrumento. En cuanto se refiere al prójimo y a la realidad en que se afinca su vida, tiene las vivencias directas del amor y la comprensión.
Es con el fin de librarse de las creencias que Krishnamurti “no ha leído ningún libro sagrado, ni la Bhagavad Gita, ni las Upanishads”. Nosotros ni siquiera leemos obras sagradas; nos conformamos con leer periódicos, revistas e historietas detectivescas de nuestra preferencia. Esto quiere decir que nos enfrentamos a la crisis de nuestro tiempo, no con amor y comprensión, sino con fórmulas, con sistemas, que en verdad tienen muy poco valor. Pero “los hombres de buena voluntad no deben tener fórmulas”, porque las fórmulas conducen inevitablemente a “la ceguera del pensamiento”.
Cuando la verdad se repite, deja de ser verdad; por eso los libros sagrados no tienen importancia.
El apego a las fórmulas es casi universal. Y es inevitable que así sea, “porque nuestra educación se basa en qué pensar, y no en cómo pensar”. Se nos educa como miembros creyentes y militantes de algún grupo: comunista, cristiano, mahometano, hindú, budista o freudiano. Por tanto,
respondes al reto, que es siempre nuevo, de acuerdo con una norma vieja, y de ahí que la respuesta carezca de validez, de originalidad y frescor. Si respondes como católico o como comunista, estás respondiendo ―¿no es verdad?― de acuerdo con el pensamiento condicionado. En consecuencia, tu respuesta no tiene sentido. ¿Y no es el hindú, el musulmán, el budista, el cristiano quienes han creado este problema? Así como la nueva religión es el culto del Estado, la vieja religión era el culto de una idea.
Si respondes a un reto según el viejo condicionamiento, tu respuesta no te permitirá comprender el nuevo reto. Por eso, “lo que uno tiene que hacer para enfrentar el reto nuevo es librarse, despojarse enteramente del trasfondo, encararse con el reto de un modo nuevo”. En otras palabras, los símbolos jamás deben elevarse a la categoría de dogmas, y ningún sistema debe considerarse más que como una conveniencia provisional.
El creer en fórmulas, y los actos que de esas creencias se derivan, no pueden conducimos a una solución de nuestro problema. “Es sólo a través de la comprensión creadora de nosotros mismos como puede surgir un mundo creador, un mundo feliz, un mundo en que no existan ideas”. Un mundo en que no existan ideas sería un mundo dichoso, porque sería un mundo sin las poderosas fuerzas que condicionan, que obligan a los hombres a emprender acciones impropias, sería un mundo sin los dogmas consagrados por la tradición que sirven para justificar los peores crímenes y dar estudiados visos de razón a los mayores desatinos.
Qué no ofrece Krishnamurti
Una educación que nos enseña qué pensar y no cómo pensar requiere una clase gobernante de sacerdotes y maestros. Pero “la idea misma de dirigir a los demás es antisocial y antiespiritual. El dirigente siente satisfecho su anhelo de poder, y los que se dejan gobernar por él sienten satisfecho su deseo de certeza y seguridad. El guía espiritual provee a sus discípulos una especie de narcótico”. Alguien podría interrogar: “¿Qué hace usted? ¿No se comporta usted como un guía espiritual?”
Es obvio ―contesta Krishnamurti― que yo no actúo como guía para ustedes, porque, en primer término, no les doy satisfacción alguna. No les digo lo que deben hacer en todo momento, ni de día en día, sino que les señalo algo; y ustedes pueden aceptarlo o rechazarlo, de acuerdo con su propio criterio y no de acuerdo con el mío. Nada les pido: ni su culto, ni sus elogios, ni sus reproches, ni sus dioses. Yo digo: esto es un hecho; pueden aceptarlo o rechazarlo. Y la mayoría de ustedes lo rechazará por la simple razón de que el hecho no les satisface.
¿Qué es exactamente lo que nos ofrece Krishnamurti? ¿Qué es lo que podemos aceptar, si nos parece bien, pero que con toda probabilidad preferiremos rechazar? No se trata, como hemos visto, de un sistema de creencias, de un catálogo de dogmas, ni de un repertorio de ideas o ideales. No se trata de ningún caudillaje, ni mediación, ni dirección espiritual, ni siquiera se trata de un ejemplo; ni de un ritual, ni de una iglesia, ni de un código, ni de una elevación o alguna forma de parloteo estimulador.
Los símbolos jamás deben elevarse a la categoría de dogmas.
¿Se tratará acaso de la autodisciplina? Tampoco, pues es la cruda realidad que la autodisciplina no sirve en absoluto para resolver nuestro problema. Para hallar la solución, la mente ha de abrirse a la realidad, ha de enfrentarse con los hechos del mundo exterior y del mundo interior, sin ideas preconcebidas ni limitaciones de ninguna especie. (El servicio a Dios es la libertad perfecta. Y, a la inversa, la libertad perfecta es el servicio a Dios). Al someterse a la disciplina, la mente no experimenta ningún cambio radical; es el mismo “yo” de antes, pero “maniatado, mantenido bajo dominio”.
La autodisciplina figura en la lista de cosas que Krishnamurti no nos ofrece. ¿No ofrecerá él la creación? Contestamos otra vez con la negativa. “La creación te puede traer lo que buscas; pero la respuesta puede venir de tu inconsciente, o del depósito de todos tus deseos. La respuesta no es la voz apacible de Dios”.
Veamos ―continúa Krishnamurti― lo que sucede cuando rezas. Mediante la repetición constante de ciertas palabras, y dominando tu pensamiento, la mente se aquieta, ¿no es verdad? Por lo menos la mente consciente se aquieta. Arrodillado, como lo hacen los cristianos, o sentado, como lo hacen los hindúes, a través de tanta repetición la mente del que ora se aquieta. En esa quietud brota la insinuación de algo que has pedido, que puede venir de lo inconsciente, o que puede ser la respuesta de tus recuerdos. Pero, ciertamente, eso no es la voz de la realidad, pues la voz de la realidad debe venir a ti; a ella no se le puede apelar, no se le puede orar. No puedes seducirla para que venga a tu pequeña jaula practicando el puja, el bhajan y otras cosas por el estilo, ni haciendo ofrendas florales, ni ceremonias propiciatorias, ni olvidándote de ti mismo, ni emulando a otros. Una vez que se aprende el truco de aquietar la mente por la repetición de ciertas palabras, y de recibir insinuaciones en medio de esa quietud, surge el peligro ―a menos que estés en vigilancia muy alerta para averiguar el origen de tales insinuaciones― de que quedes atrapado y la oración se convierta entonces en sustituto de la búsqueda de la verdad. Lo que pides lo obtendrás, pero eso no será la verdad. Si deseas, si pides, recibirás, pero a la larga tendrás que pagar su precio.
De la oración pasamos al yoga, otra de las cosas que no nos ofrece Krishnamurti. Porque el yoga es concentración, y la concentración es exclusión. “Eriges un muro de resistencia por la concentración en un pensamiento que has escogido, y tratas de mantener alejados los demás pensamientos”. Lo que comúnmente se llama meditación es el mero “cultivo de la resistencia, de la concentración exclusiva en una idea que has escogido”. Pero, ¿cómo haces la selección?
¿Qué te hace pensar que algo sea bueno, verdadero, noble, y lo demás no lo sea? Es claro que la opción se basa en el placer, en la recompensa o en el éxito; o es meramente una respuesta del propio condicionamiento o de la tradición. ¿Por qué escoges algo? ¿Por qué no examinas cada pensamiento? Si sientes interés por muchas cosas, ¿por qué razón escoges una de ellas? ¿Por qué no investigas todo lo que te interesa? En lugar de crear resistencia por la concentración en un interés o en una idea, ¿por qué no estudias cada interés y cada idea a medida que surgen? Después de todo, tienes muchos intereses, muchos disfraces, conscientes e inconscientes. ¿Por qué prefieres uno y desechas los demás, si al oponerte a estos creas la resistencia, la lucha y el conflicto? Mientras que si examinas todo pensamiento en el instante en que surge ―todo pensamiento, he dicho, y no algunos pensamientos―, entonces no hay exclusión. En verdad es una tarea ardua investigar cada uno de nuestros pensamientos. Porque, mientras investigamos un pensamiento, se introduce otro inadvertidamente. Pero si uno se da cuenta cabal de este proceso y, sin deseo de justificar o dominar, se dedica a observar pasivamente un pensamiento, notará que no habrá la intromisión de ningún otro pensamiento. Esa intromisión de otros pensamientos sólo ocurre cuando censuras, comparas, o prefieres.
“No juzgues para que no seas juzgado”. Esta enseñanza del Evangelio es tan aplicable a nuestra propia vida como a nuestro trato con los demás. Cuando uno juzga, compara o condena, la mente no está abierta a la verdad, no puede estar libre de la tiranía de los símbolos y sistemas; no puede escapar al ambiente, ni al pasado. Ni la introspección con un fin predeterminado, ni el autoanálisis dentro de alguna norma tradicional, ni una serie de principios consagrados, pueden servirnos de ninguna ayuda.
El proceso de liberación
Hay una espontaneidad trascendente en la vida, una “realidad creadora”, como la llama Krishnamurti, que se revela a uno cuando la mente se halla en estado de “pasividad alerta”, de “captación pasiva sin opinión”. El juicio y la comparación irremediablemente nos conducen a la dualidad. Sólo la captación pasiva sin opción puede conducirnos a la no-dualidad, a la reconciliación de los opuestos en una comprensión total, en un amor total. Ama et fac quod vis. Si amas puedes hacer lo que te plazca. Pero si comienzas haciendo lo que quieres, o lo que no quieres hacer, en obediencia a algún sistema, a nociones, ideales o prohibiciones tradicionales, jamás amarás.
El conocimiento es cuestión de símbolos, y es, con demasiada frecuencia, un estorbo a la sabiduría.
El proceso liberador ha de comenzar con la comprensión sin opción de lo que quieres, y de tus reacciones ante cualquier sistema de símbolos que te diga que debes o no debes querer eso. Mediante esta comprensión sin opción, a medida que penetra en los estratos profundos del ego y del subconsciente con él asociado, surgirán el amor y la mutua comprensión; pero estos serán de naturaleza muy distinta al amor y la mutua comprensión que nosotros conocemos. Esta comprensión sin opción ―en todo instante y en todas las circunstancias de la vida― es la única meditación eficaz. Todas las otras formas de yoga conducen, ya sea a la ceguera del pensamiento que se deriva de la autodisciplina, o a alguna modalidad de arrobamiento provocado por autosugestión, es decir, a alguna forma de falso samadhi. La liberación auténtica es “la libertad interior de la realidad creadora”:
No es una dádiva; ha de ser descubierta y vivenciada. No es una adquisición que has de retener para glorificarte a ti mismo. Es un estado de ser, como el silencio, en el que no hay devenir, en el que hay plenitud. Esta “creatividad” no tiene necesariamente que buscar expresión; no es un talento que requiera manifestación externa. No es necesario que seas un gran artista ni que tengas tu público. Si esto es lo que buscas, no comprenderás la realidad interior. No es un don, ni es resultado del talento; este tesoro imperecedero sólo se halla cuando el pensamiento se libra de la concupiscencia, de la mala voluntad y de la ignorancia, cuando el pensamiento se libra de lo mundano y del afán de continuidad personal. Ha de “vivenciarse” a través del recto pensar y la meditación.
La autocomprensión sin opción nos lleva a la “realidad creadora”, que está debajo de todas nuestras ilusiones destructivas; nos lleva a la serena sabiduría que siempre está allí a pesar de la ignorancia, a pesar del conocimiento, que es meramente otra forma de la ignorancia. El conocimiento es cuestión de símbolos, y es, con demasiada frecuencia, un estorbo a la sabiduría, al descubrimiento de uno mismo de instante en instante. La mente que ha llegado a la quietud de la sabiduría “comprenderá el ser, comprenderá lo que es amar. El amor no es personal ni impersonal. El amor es amor, y la mente no puede definirlo ni describirlo como algo exclusivo ni inclusivo. El amor es su propia eternidad; es lo real, lo supremo, lo inconmensurable”.
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