Me afecta la muerte de los jóvenes.
Soy hija de un cubano que se fue a los 29. Toda muerte prematura me destroza por la fuga que supone dejar de ser y hacer cuando lo justo sería morir de viejos, después de darlo todo en la pista.
Los cubanos somos una comunidad dispersa, pero cálida. Se demuestra en la vida diaria y se demuestra, sobre todo, cuando un cubano se muere y el resto lo lamenta de verdad.
La fanfarria o la hipocresía de la muerte nos alude, pero no nos congela, dado nuestro corazón caliente.
Últimamente ha muerto much@ cuban@ buen@, joven, de sopetón. Much@ cuban@ encendid@. On fire.
La muerte cabrona nos pone sensibles y ridículos.
Seguro me equivoco, pero no veo que otras comunidades sientan la muerte de los suyos con la sinceridad genuina con que las lloramos los cubanos.
Con ese luto agradecido que quita y pone drama. Con la gracia con que se acuerdan de ti cuando ya no estás.
Cuando me fui de Cuba supe que no tendría tierra santa donde reposar. Que mi única tumba será el obituario. Pero eso, también, es bonito. Y bueno. Y produce alegría.
Canción al antisainete póstumo
Arde mi Facebook. Morí.
Festejan las ciberclarias.
En las cumbres literarias
descubrirán que existí.
Diarrean fotos de mí
que otros se hicieron conmigo.
Y el acérrimo enemigo
—de puñalada y traspié—
dirá en mi sepelio que
él también era mi amigo.
Abejeará la pregunta:
¿Quién heredará sus bienes?
¿Con quién se acostó, con quiénes?
¿Quién era su amor, su yunta?
Mi género —aunque difunta—,
irá del dime al direte.
Sobre el tomo diecisiete
de mis obras incompletas
habrá un panel que interprete
por qué poliamé tus tetas.
Y tú, reina, que has leído
mis versos, emocionado.
A espaldas de tu marido
o tu mujer. Rejodido,
resola y acongojado:
Sé que, en el fondo, me adoras,
como se adora al esposo
o esposa. Sé que me lloras
y llorarás sin reposo,
durante horas y horas.
(Y poco hay más hermoso).