Publicado inicialmente en 1996 y ya con varias reediciones, Revelaciones atado al mástil (Ediciones Deslinde, Madrid, 2025), de Francis Sánchez, fue calificado por el escritor y crítico Norge Espinosa como “un libro de diálogos con la tradición”, donde se pone de manifiesto “el discurso agresivamente conciliador del poeta”. Se trata, sin dudas, de uno de los más singulares cuadernos de poesía de Sánchez, un libro cuya fuerza —al decir de Daniel Gutiérrez Pedreiro— “abre puertas y empuja paredes”.
Tras el rumor de la ciudad
Tras el rumor de la ciudad herida
arde la flora del eco, la carne
innombrada en los pasos como el viento en la cumbre.
Leve ola entre dos cántaros, labios en un cristal.
A la ciudad y a mí la sal nos vive
con que se fundó el grito de las rocas.
Mellados nuestros ojos en los perfumes del tiempo
son al final del túnel el espeso relámpago,
la vena que no le entra al tapiz, la acre espina
rota en el arrebol, en un cantido de aguas.
Llegué a veces hasta mí,
hasta la claridad que me ha decapitado.
Riguroso vacío,
expósito en el umbral. Y volví
la mirada, desnuda, por tal que no nos vieran
morir así, en la orilla, después de bogar tanto.
Quise hablar de pequeños leñadores
diluidos en el vegetal abismo,
rodeando la montaña, arrancando a los troncos
la nota, el dolor que no cabe en los salterios.
Hablar desde la zarza con voz frágil
como vasijas gastadas por el uso.
Quise sacarle luz al hueco de mi mano.
El ave que hizo silencio en el tapiado jardín
continúa, excluida de su vibración, el vuelo
sobre la infinita ciudad en llamas.
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Ovejas
Cuando la demasiada memoria
acuchille las gargantas como tallos tiernos,
cuando demos la espalda definitivamente
atrás dejando sin auxilio nuestros ojos,
¿quiénes se habrán descarriado en verdad?
¿Las mudas, inocentes aún, siempre por nacer?
¿Aquella triste, encastillada en su lejanía
que atesora por vados y despeñaderos
el último rescoldo de su propio contraste,
la llave fugaz y única
que abrir podría su mismo castillo,
su huella leve en el viento?
Debe haber más de un sueño, cuando siempre,
tornando ya al redil de las pequeñas formas,
nos cuentan otra vez desde el dudoso origen.
Manantiales apacibles
sin el centro vacío que expulse hacia lo alto
de una mancha intrincada —tal vez carne—
y muelles espejismos —tal vez no, tal vez alma—
erramos siempre exentas de ajar la verdad.
Cruje,
entre el cristal de las generaciones
que labran los planetas en torno a río y ciervo,
una puerta, una rama, grávida,
como el mar monosílabo
de unos labios cerrados.
El pastor huye ante la desaforada
multitud de sus pasos.
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Minotauro
Como si fueran Uno me duelen
los rostros del olvido. Golpe de dados.
Respiraciones que me cincelan
por entre el mal aliento de la flor que no soy.
Agua espinosa que deslíe el hilo
del corazón, de esta memoria ciega.
Una, contra el borde, es la vida amante
y viuda de las tardes.
Y, si guardara idea del vigor donde pasta,
moriría por allí, uniendo guijarros
y pájaros, como siempre, desoído,
hasta que en el desfiladero de instantes cerriles
la descubra a su hora renacer o temblar
oculta de perfil bajo el agua como el sol.
A la intemperie siento pavor con más certeza
que este amasijo de huesos, carne y voces.
Entre tanto que actúa y sobreactúa humana,
desesperadamente por arribar a un comienzo,
algo se agolpa, sutil, desde siempre aguantado,
como la respiración, al borde del abismo.
Si finalmente entre las cimas llega a asomar mi vida,
degollaré esa luz, y me sentaré en ella
a llorar por todos los sueños que han estado de más.
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