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Viajes | Brother, el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional

Viajes alrededor de Cuba, de Guanahacabibes al centro de la Isla en el Caballete de Casas, y luego de regreso al punto más occidental.

Retrato de un rostro masculino.
El autor en Playa Antonio. | Imagen: Svetlana del Río

Luego de 15 días en Guanahacabibes, el limbo por excelencia que separa a la tierra del mar, llegué a La Habana repleto de conchas y cráneos de animales colectados por allá. Sin otra cosa para ofrecer que aquel botín arrancado a Neptuno, regalé algunos a mi hija, mi novia, y todo aquel que quisiera tener un recuerdo de mi estrambótica ausencia. Los allegados y amigos se acercaban las conchas al oído, como si se tratara del auricular de un teléfono, y acto seguido asentían: “es genuino, se escucha el oleaje del mar atrapado ahí adentro”. Pasados veinte años, los de mi colección personal todavía me observan desde sus estantes.

Como seguía imbuido de una comezón incontrolable, intoxicado de cualquier sesgo que implicara desplazamiento, al llegar a casa me esperaba la invitación telefónica de Víctor García, "Leiko", para salir al día siguiente rumbo a Caballete de Casas. Dormí unas horas y me largué con mi socio al Macizo montañoso de Guamuhaya, en el centro de la Isla, convocados por la Asociación Nacional de Publicistas para celebrar alguna efeméride en la Comandancia que instaló Che Guevara en aquel lugar.

Caballete de Casas (Macizo de Guamuhaya, centro de Cuba): la Comandancia del Che Guevara

Esta vez no llevaba cámara. Delegué descansadamente esa responsabilidad en Leiko, fotógrafo de probada experiencia y talento, pero luego me despreocupé de recuperar las imágenes, y ahora él anda lejos por ahí, al otro lado del Atlántico. El Caballete de Casas se eleva a 650 metros sobre el nivel del mar, y para llegar a él pasamos por Fomento, a 30 km de su cima. Hicimos estancia de una primera noche en el campismo de La Hormiga, y al siguiente día emprendimos el kilometraje restante en camiones de carga.

El paisaje era bastante desolador. Las montañas estaban desprovistas de árboles como resultado de la tala secular, y solo crecía una yerba seca y corta en sus faldas. De El Pedrero en adelante el panorama cambió sustancialmente. La vegetación se hacía más tupida en la medida que avanzábamos en altitud. Cuando llegamos a Manacas Ransola, donde termina el asfalto, nos esperaban sus moradores para dar comienzo a un matutino patriótico. En lo que se desarrollaba aquel evento me orienté con un vecino y comencé la escalada.

Al llegar al Campamento del Che, a medio camino de la cúspide, quedé un poco desorientado. Parecía un corral de puercos como los que hacen los campesinos en las montañas, pero en un estado de abandono realmente calamitoso. Aunque en su momento fundacional no hubo ninguna acción combativa en el lugar, daba la impresión de que el enemigo acababa de bombardearlo. No valía de mucho que fuera declarado monumento nacional. El mito revolucionario da por sentado que el comandante argentino radicó ahí por un tiempo, cuando la verdad histórica es que apenas lo visitó. En el sitio se estableció entonces la escuela de guerrillas de la Columna 8.

Hacía una mañana desbordante de oxígeno y transparencia. Desde la cima del caballete se apreciaba una vista de la llanura que se extiende hacía el sureste. Como una costra de cal y hormigón, la ciudad de Sancti Spíritus recordaba un parche en el paisaje. Por detrás de ella, reflejando todo el sol del levante, la presa Zaza, el mayor embalse artificial de la Isla. De regreso a La Hormiga, simultáneamente, aparecieron muchas botellas de ron. El grupo con el que más simpatía habíamos ganado Leiko y yo, se instaló a orillas del río que atraviesa el campismo, el Sipiabo, un afluente del Agabama con numerosos saltos y rápidos. Fue la borrachera fluvial más apoteósica de mi vida.

En La Habana dormí veinticuatro horas de una sola tirada como colofón de Guanahacabibes y Guamuhaya a un tiempo. En los días sucesivos me acerqué a la Editora Abril para corroborar mi estatus laboral. Allí nadie había notado mi ausencia. Repartí los caracoles de marras y le devolví a mi socio Yerandee la cámara fotográfica que me prestara para el viaje a la península. En lo que mudaba de piel, deambulé por la ciudad como un langostino arrastrado por la corriente. Al recobrar una factura epitelial más acorde con los aires citadinos, reanudé en pleno mi rutina urbana.

De vuelta a Guanahacabibes (occidente de Cuba)

Un año atrás había comenzado una tormentosa relación con Svetlana del Río, algo así como en La Tempestad de Shakespeare, pero sin que yo llegara a emular con Fernando ni ella con Miranda. Los sucesivos relatos que le narré de mi estancia en Guanahacabibes fueron excitando su imaginación. Demasiado pronto me mostró una trusa, preguntándome si era idónea para aquel lugar. Entonces me sugirió que hiciéramos coincidir nuestras vacaciones laborales para una misma quincena. En honor a la verdad, mi fibra estoica se había preparado para otro viaje a esa demarcación infernal, pero uno o dos años después, no a escasos meses de regresar. Luego de darle muchas vueltas a la idea, caí en las redes de su trenza vertebral. Puro hechizo. Salimos el 18 de agosto.

La Doctora María Elena Ibarra, Directora del Centro de Investigaciones Marinas, hizo el viaje con la brigada hasta La Bajada, donde impartió las últimas orientaciones. Por mi devoción y experiencia previa fui asignado como Jefe de Campamento. Bajo mi “mando” estaban Svetlana, Gilberto Ribalta y Olguita, de quien no recuerdo sus apellidos. Fuimos asignados a Playa Antonio, a poco más de la mitad entre La Bajada y El Holandés. El entorno de esta playa era muy diferente a la de mi viaje anterior. Debimos atravesar treinta o cuarenta metros sobre diente de perro, formación calcárea típica de la península, para llegar hasta el borde del acantilado por el que se desciende hasta la playa.

El diente de perro se caracteriza por agujas de piedra caliza alternadas con hendiduras. El sedimento y la meteorización de la roca suelen rellenar muchos de esos agujeros, en los que crecen, a contrapelo de su agresivo sustrato, diversas especies vegetales adaptadas a esas condiciones. Por lo complejo de su accesibilidad, el depósito de agua de este campamento estaba a la vera del terraplén donde nos apeamos, lo que dificultaba nuestro abasto sistemático del líquido. Para bajar el desnivel del farallón, de unos seis metros de alto, habían habilitado una escalera rústica paralela a sus accidentadas paredes. El espacio inferior era una vasta explanada de arena sedimentada sobre la que crecían árboles y cocoteros muy altos. Desde el borde del farallón hasta la costa hay unos cincuenta o sesenta metros.

Ese paisaje, que se extiende por varios kilómetros acompañando la línea del litoral en ese tramo sur de la península, resultaba muy sui generis. La mezcla de arena acumulada durante milenios, junto a los depósitos de material orgánico, hojas, ramas y árboles muertos, conformaban un tipo de suelo sobre el que crecían muchísimas especies extendidas por toda la Isla, pero también de otras restringidas a ese hábitat. A poco de descender, los moradores salientes del campamento nos avistaron y acudieron a recibirnos. Cuál no sería nuestro júbilo al identificar, en plenitud de goce silvestre, a Alejandro Ramírez, un cineasta y fotógrafo amigo nuestro. Al tiempo que nos abrazábamos con efusividad, comenzó a descargarnos ininterrumpidamente ráfagas anecdóticas sobre su estancia.

Alejo y sus compañeros de playa nos hicieron un rápido recorrido por la línea costera bajo su supervisión, mostrándonos numerosas nidadas de tortugas verdes y caguamas que, por la datación en las banderillas de marcaje, deberían eclosionar durante nuestra estancia. Aquello me puso eufórico. ¡Al fin vería camadas de tortugas abrirse paso hasta el mar, justo como en el National Geographic Channel! El tiempo de intercambio nos pareció corto. Pronto se escuchó una voz gritar desde el acantilado, casi como una advertencia: “¡Vamo´echando!”. Gilberto y yo los acompañamos hasta el terraplén para ayudarlos con el equipaje. La cuarteta saliente se ufanaba de haber desmantelado el barentierra, articulado por dos grandes paneles de horcones y pencas contrapuestos, y haberlo trasladado desde su emplazamiento original hasta escasos metros de la orilla al estilo de La Laguna Azul, aquel dramón cianótico protagonizado por Brooke Shields y Christopher Atkins en los 80.

Si bien llevaba quince días a prueba en su nueva ubicación, algo me dio mala espina con aquel invento. Aguijoneado hasta la saciedad dos meses atrás, sugerí a mi novia que pidiera en préstamo una tienda de campaña con capacidad para cuatro personas en el Gabinete de Arqueología. Las confortables “Igloo” contaban con doble forro de cubierta, piso reforzado y también doble mosquitero en accesos y aberturas de ventilación: un portento de diseño mejor apreciado en estas circunstancias. Para evitar que las inclemencias la deterioraran, la armamos apretadamente debajo de la barraca. Cuando acotejamos nuestras pertenencias y encendimos el fuego para cocinar, no quedó más remedio que guarecernos bajo las uvas caletas donde estuvo instalada originalmente la techumbre. La idílica proximidad al mar en la que habían colocado facultosamente el barentierra, solo resultaba tolerable desde el atardecer hasta el amanecer.

En lo que atizábamos el fuego, aunque nuestras acciones mancomunadas habían acortado el trecho de las presentaciones, hablamos algo de nosotros mismos. Gilberto, alto, negro, de esqueleto ancho y poco musculoso, recordaba un guerrero masái que, por su educación y modales, parecía egresado de Oxford. Había estudiado Ingeniería Electrónica, pero su verdadera pasión era la filosofía oriental y sus derivaciones lingüísticas. Acaudalado conocedor del esperanto y su críptico empleo, irónicamente no hubo tiempo muerto para confraternizar con él. Olguita era fotógrafa de la Academia de Ciencias. Su abanico profesional incluía, desde el tipo de actividad que nos ocupaba, hasta recepciones y congresos de esa institución. Era tan negra como la noche más oscura del universo, y podía ser perfectamente identificada por la soberbia silueta de Venus primigenia que debió servir de molde a las que le sucedieron en la historia. Con la pesada Canon al cuello, se movía a todas partes como si llevara un leve colgante de plumas de pavo real. Svetlana era la antítesis de aquella apoteosis de melanina. Aunque no soy ducho en la onomancia, su nombre, sin ancestros eslavos a la vista, se correspondía con la fisonomía de cualquier hembra caucásica escapada de Novgorod o Kaluga. Rara vez desataba la trenza color trigo que le llegaba hasta las nalgas, fisiológica y racionalmente consciente de que había nacido en un contexto climáticamente adverso. Trabajaba como arqueóloga en el Gabinete de Arqueología y estudiaba Historia en la Universidad de La Habana. Yo, mulato de nacimiento, era profesionalmente tan disperso como mis genes.

Svetlana, Olguita y Gilberto durante un descanso en el interior del Igloo.
Svetlana, Olguita y Gilberto durante un descanso en el interior del Igloo. | Imagen: Archivos analógicos del autor

Las rondas de vigilancia de la primera noche la hicimos entre todos, separándonos eventualmente por parejas alternas para dar una caminada por la playa. Advertidos por mi experiencia anterior, nos pusimos en zafarrancho mucho antes de la aparición de los mosquitos, aunque el rigor de las oleadas no fue menor. El grupo al que relevamos nos había dejado trozos de cuaba, una madera maciza cuyo humazo espantaba los insectos. El efecto de los ataques parecía levemente menoscabado en sentido general, pero el fastidio de los jejenes fue invariablemente alucinante. Sobre las cinco de la mañana nos rindió el cansancio y dormimos apretujados en la tienda.

Entre sueños escuchaba la voz de Svetlana decir: “El mar está subiendo. Las olas son altas”. Ya había amanecido. Dentro de la tienda estábamos Gilberto, Olguita y yo. Cuando alcé la cabeza para mirar hacia afuera, Svetlana se desenredaba el pelo con suaves ademanes, cepillándose como una sirenita a orillas del mar. Inclinó la cabeza, indicando hacia el océano, y repitió el mantra que había escuchado dormido: “El mar está subiendo…”. Por detrás de ella se veían las olas a la altura de mi cabeza. El sueño y el cansancio eran aplastantes. Los otros no se daban por enterado. Me dormí, sin percibirlo, con la imagen de Svetlana en las retinas. Un golpe de ola se coló por debajo de la tienda y nos levantó en peso. Salimos sobresaltados, viendo a mi novia correr tras los calderos que el mar se llevaba como souvenir de su incursión terrestre. Desarmamos la tienda como pudimos y la arrojamos hecha un lio hacia un barranco de arena más alto. Lo mismo hicimos con el resto de nuestras pertenencias dispersas por toda la playa.

Con el agua a la altura de las rodillas, luchamos contra la fuerza de los embates que habían socavado los cimientos del barentierra en la arena. Forcejeamos para terminar de zafarlo y subirlo a buen recaudo. La invasión del océano llevaba las de ganar. Cada uno de sus paneles pesaba increíblemente. Apenas logramos arrastrar el que rescatamos hasta un límite medianamente confiable de altura. El otro se lo llevó el mar entre sus brazos, alejándolo de la orilla a una velocidad insólita. Un desastre. Las pérdidas fueron incalculables. Con el nuevo paisaje a nuestros pies, en el que una considerable franja de playa había quedado bajo las aguas, esta vez sí parecíamos sobrevivientes de un auténtico naufragio.

Salimos corriendo a revisar los nidos en la playa. Algunos habían sido alcanzados por el mar, otros parecían quedar a salvo. Para colmo, cuando esto parecía posible, comenzó a llover pertinazmente. La marea alta, sumada a un mar de leva generado por una depresión tropical, hicieron que las aguas llegaran casi hasta la línea de vegetación. Me cagué en la puta madre de los elementos. No tenía la más remota noción de qué hacer. Las instrucciones fueron demasiado básicas como para afrontar esta circunstancia. Cuando íbamos de regreso al abierto e impreciso espacio al que continuábamos llamando campamento, como una aparición, casi caminando sobre las aguas, un milagro: la inconfundible figura de Erick, el Capitán Planeta.

No hubo tiempo para cuestionarse cómo llegó hasta allí en el momento preciso. Realizó una rápida evaluación del teatro de operaciones y resolvió trasladar el nido con la marca número 2 hacia una zona mucho más alta. El nido número 1 tenía menos probabilidades de salvarse, de modo que excavamos en el que Erick nos indicó. Depositamos los huevos con sumo cuidado en una bolsa, algunos se habían roto, tal vez por la premura del operativo o por la presión de la arena mojada. Ya se veía en ellos una completa formación de los embriones con incipientes aleteos. La imagen fue muy angustiosa, esos minúsculos quelonios nunca verían el mar. Por el grado de desarrollo observado, Erick dijo que a esa nidada le quedaba una semana para eclosionar. El nuevo foso de incubación lo reubicamos bien cerca del campamento, en dos huecos que zanjamos a la profundidad de un brazo. En uno de ellos colocamos los huevos más grandes, con mejor textura y color, y en el otro los que evidenciaban un desarrollo menos favorable.

Nunca habían sido tan oportunas las precauciones para el viaje. De no ser por la tienda de campaña, esa noche hubiéramos dormido bajo la lluvia. Otro pertrecho sumamente preciado fue un préstamo que nos hizo Leiko, una hornilla muy liviana y práctica de aluminio, que funcionaba con una eficiencia asombrosa sublimando muy poco alcohol para cocer grandes cantidades de alimentos. Como la leña estuvo mojada los primeros días, la hornillita nos salvó la campana. También llevamos un refuerzo alimentario de barras de guayaba, maní, miel y otros energéticos para paliar el hambre.

Las tortugas de Guanahacabibes

En la mañana del martes 21 recibimos la visita de unos especialistas del CITMA de Pinar del Río acompañados de entusiastas voluntarios alemanes. Estaban conmovidos por la perentoria situación en la que quedamos a causa de la “herencia maldita”, como dimos en llamar a la ectópica idea de bajar el barentierra a orillas del mar. Con ellos reconstruimos parcialmente nuestra covacha, recostando el ala sobreviviente del techo contra unas ramas de uva caleta. El botánico del grupo, Armando Urquiola, despejó y cercó una pequeña colonia de Goerziella Mínima (Stand Urban), una diminuta planta de la familia Amaranthaceae, género monotípico endémico de Guanahacabibes, pidiéndonos velar por ella. Armamos la casa de campaña bajo el panel sobreviviente de la techumbre, al amparo de un tupido montecillo. Cocinamos como pudimos bajo la incesante lluvia. Antes de oscurecer escuchamos ruidos fuera de la tienda. Unos caballos silvestres se estaban despachando los boniatos que habíamos dejado en la improvisada alacena. Tuve unas palabras de rigor con ellos, pero se limpiaron el culo con mi regaño. Los espanté dándole palmadas en las ancas, y se largaron retozones como adolescentes traviesos. Los muy cabrones se habían metido los mejores boniatos, dejando intactos los atacados por el Tetuán.

A la mañana siguiente fue evidente que habíamos perdido el nido número 1. El agua casi lo rodeaba. La lluvia había amainado un poco, pero el nivel del agua se mantuvo igual varios días por la sobreelevación del mar. Cerca del mediodía Svetlana y yo exploramos hacia el este, rumbo a una estancia conocida como Los Ingleses, por un ancho sendero que discurría bajo el dosel del bosque costero. Era visible la frecuente presencia humana en aquel lugar, incluso con propósitos estratégicos, militares. En un sendero que atravesaba el que seguíamos, tomamos rumbo a la costa. En la arena apisonada por la lluvia, oreada por la luz del sol que asomaba a intervalos, vimos unos raros caracteres escritos con la punta de una vara. ¿Qué coño era aquello? Parecía una cursiva rusa o, mejor, armenio. Otro enigma para la jornada. No estábamos solos, pensamos, pues aquello lo habían trazado recientemente.

Los Ingleses resultó un lugar apacible para vivir el resto de la vida, desde luego, sin mosquitos. Había una vivienda de madera muy bien construida, totalmente abandonada, a la que le faltaban la puerta y algunas ventanas. Por la noche le comentamos a nuestros amigos del hallazgo caligráfico que hicimos durante el paseo. Gilberto prorrumpió con una risotada, explicando que lo había hecho él bien temprano en la mañana. Era una sentencia del Buda histórico escrita en sánscrito: “El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”, dijo, traduciendo para nosotros. Y, para rematar, añadió: “El mundo está lleno de sufrimiento. La raíz del sufrimiento es el apego a las cosas. La felicidad consiste precisamente en dejar a un lado el apego a todo cuanto nos rodea”.

Sentenciado a vivir, mis recientes tropiezos estaban signados por la fastidiosa resistencia a dejar cosas atrás. Ya no cabía en la carcasa que había mudado, llevándola a rastro como un tareco inservible. Todo el viacrucis para pretender a Svetlana como una posesión, no era más que un espejismo del temor a perder lo que, en rigor, no se puede tener. De ahí que la torturara con boleros y temas trovadorescos del cancionero tradicional cubano: “Si el amor hace sentir hondos dolores y condena a vivir entre miserias, yo te diera, mi bien, por tus amores, hasta la sangre que hierve en mis arterias” ... ¡Martirio a pulso!

De Playa Perjuicio a Playa Resguardo pasando por el Faro del Cabo de San Antonio

El miércoles 22 Svetlana y yo salimos al terraplén con provisiones suficientes para llegar al faro. Caminamos como bestias bajo el sol hasta Playa Perjuicio, 3 Km hacia el oeste. Ahí había otro campamento y entramos a saludar. El acceso a la playa por el diente de perro era algo más viable y corto que el nuestro, pero igualmente había que descender por una escalera rústica. La playa era devastadoramente hermosa, con altas dunas de arena muy blanca. Nada en ella hacía suponer perjuicio alguno. Sus ocupantes parecían zombis, afectados por la picada de algún insecto exótico. Todos sus movimientos eran lentos, y había en ellos una actitud de desgano difícil de ocultar. Nos brindaron un té instantáneo y hablamos un poco de cómo les iba. Esencialmente fueron muy hospitalarios, práctica que debe ser calibrada bajo otros raseros en estas latitudes. A la salida, no llevábamos cien metros de camino, cuando nos recogió un camión.

La perspectiva desde lo alto de la torre cambia totalmente la dimensión pedestre que, a ras del suelo, se tiene de este lugar. Nos acodamos en diferentes tramos de la circunferencia de la baranda para mirar a cada punto cardinal. El recluta que nos sirvió de guía nos observaba con mucha atención, más bien nos estudiaba, mientras no paraba de hablar. La subida tuvo su precio. Debimos escuchar toda la introducción patriótica en el arranque de la escalera, donde existe un mural con las incidencias más notables del lugar. Ahí habían estado las madres de “Los cinco héroes prisioneros del imperio”, y como constancia de tan conspicuo acontecimiento había fotos de ellas posando ahí mismo. Todo el faro, por dentro y por fuera, hacía gala de un esmerado cuidado. Debimos quitarnos los zapatos para subir hasta la baranda, pues la escalera de hierro estaba cubierta por un esmalte rojo que la preservaba de la inclemente oxidación marina.

La jornada siguiente, día de mi cumpleaños, emprendí un viaje en solitario a Playa Resguardo, a unos 2 Km hacia el oeste de Antonio. Por su inaccesibilidad, una de nuestras misiones consistía en monitorearla dos veces por semana. Gocé mucho el recorrido con la paz de mi respiración. El sol estaba, como de costumbre por estos lares, penitenciario. La vista de Resguardo fue una revelación. Se trataba de una pequeña playa con forma de herradura abierta. Bastante retirado del litoral, tras un pequeño bosque costero, se alzaba el farallón que la protegía desde tierra adentro.

Me di un chapuzón para refrescar, y, parado sobre un arrecife que apenas sobresalía por sobre las olas, a unos treinta metros de la orilla, tuve una visión panóptica de la playa. También tuve otra visión, escalofriante, cuando un enorme pez plateado comenzó a darme vueltas en círculo. Se trataba de un inocuo pez luna, que suelen alcanzar tamaños increíbles. Recorrí la paradisíaca y breve extensión de arena de un extremo al otro. Al mediodía emprendí el regreso, apremiado por el hambre que debía matar inviolablemente en este contexto. En el campamento almorcé con evidente urgencia. Por mi onomástico, las damas vaticinaron una sorpresa gastronómica para esa noche. A las 8:30 pm estaba perdiendo el control de mi actividad consciente por causa del hambre, cuando se me informó, luego de un extenso debate a mis espaldas, que el platillo programado —un boniatillo— se había malogrado. Para promediar el desastre, Olguita tomó un baño de mar completamente desnuda. Al salir, pasó corriendo frente a nosotros gritando: “¡No miren, no miren!”. A esa hora del anochecer, bajo el dosel de uvas caletas apenas me veía las manos, por lo que era menos probable que pudiera ver a Olguita en semejante trance.

Masacre de tortugas en Guanahacabibes

Todas las mañanas y tardes, religiosamente, Gilberto hacía ejercicios de control físico y mental empleando una larga vara que había llevado como parte de su equipaje. No podría precisar, pasado el tiempo, que modalidad específica era la que ejecutaba, pero se lo tomaba muy a pecho. La vida en colectivo fluía sin tropiezos, y esa sinergia garantizaba la consecución de cualquier actividad, ya fuera programada o espontánea, como la gradual recuperación de los efectos personales que salvamos a lo loco durante el naufragio, dispersos entre las hojas y ramas de los matorrales. Todavía debe haber algunos cepillos de dientes, cubiertos y ajustadores regados por allá.

Casi a diario, o en días alternos, Gilberto y yo subíamos al acantilado en busca de agua para cocinar y beber, transportándola en bidones plásticos de 20 L. Los ajustes organizativos que viví en El Holandés junto a mis camaradas, sirvieron en esta ocasión para que nos planificáramos mejor durante las rondas nocturnas. Casi siempre la realizábamos en pareja: Svetlana y yo, y Gilberto y Olguita, aunque eventualmente la hicimos por género; pero siempre una dupla por noche.

Para dormir nos alternábamos la tienda de campaña cada 48 horas, de modo que siempre permanecía cerrada para evitar la entrada de insectos, fuera de día o de noche. La falta de higiene dentro de aquella burbuja protectora cobró su saldo bien pronto, cuando el material sintético que la cubría se impregnó del vaho a culo emanado por el hacinamiento grupal.

A lo largo del día, al margen de los quehaceres de subsistencia, descansábamos, leíamos o emprendíamos viajes exploratorios. La mañana que fui con Svetlana a Playa Resguardo comenzó particularmente fresca. Con su presencia allí se consumaba la idea total del Paraíso Terrenal. Reprodujimos en lo posible aquel pasaje bíblico, sin hojas de parra, haciéndole todos los reajustes al guion que fueran posibles, editándolo y contextualizándolo a conveniencia para que todo cupiera orgánicamente en esa libérrima versión. Tumbados sobre la arena, luego de algunas actividades extracurriculares, vimos pasar una formidable bandada de pelícanos. Eran tan grandes y estaban organizados de modo tan simétrico, que recordaban una escuadra de bombarderos de la Segunda Guerra Mundial.

Un mal olor interrumpió el goce pleno de aquel edén, haciéndose más notable cuando la brisa giraba desde el monte a nuestras espaldas. Era una peste mayúscula. Las tiñosas se zambullían en las copas de los árboles como gaviotas en el mar. Nos adentramos en el bosque costero siguiendo un sendero entre la vegetación y el farallón. Era obvio que resultaba muy transitado, pues tampoco tenía ramas bajas que interrumpieran la marcha. El hedor era insoportable. Las moscas se arremolinaban en torbellinos por doquier. Nuestros instintos primarios se activaron: algo muy grande se estaba pudriendo ahí adentro. El horror estalló como un grito mudo cuando descubrimos, en un perímetro de unos quince metros, decenas de cadáveres de tortugas.

El suelo estaba resbaloso. Apenas había espacio donde pisar que no estuviera plagado de larvas y gusanos. Los animales habían sido desguazados a hachazos, separando las corazas ventral y dorsal para llegar a la carne. Sólo había restos de cabezas y carapachos, ya que las aletas también habían sido sustraídas. Pude identificar cráneos y escudetes de caguamas, tortugas verdes y muy pocos careyes, pues sus cráneos y carapachos también se emplean en la artesanía. Se apreciaba un patrón de amontonamiento en forma de semicircunferencia, en el que los cadáveres más antiguos quedaban hacia el borde de aquel espantoso escenario, mientras los más frescos se ubicaban en el vértice del abanico, más cercanos al camino.

En un promedio de seis a quince años, cuando las tortugas alcanzan la madurez reproductiva, regresan a desovar al mismo lugar donde nacieron, de modo que, para los ripios de estos cadáveres, Resguardo era su cuna y sepulcro. Como los machos jamás vuelven a tierra, este montículo mortuorio era un cementerio exclusivamente de hembras. Las tortugas marinas tienen un crecimiento ininterrumpido durante toda su vida, logrando alcanzar hasta 150 o 200 años. Se podían apreciar carapachos de ejemplares muy grandes, pero también otros de menor tamaño, lo que constituía una drástica interrupción para la reproducción anual de la especie. Estábamos atontados por el terrible espectáculo.

Seguí el sendero hasta que se interrumpía en una depresión natural del acantilado. El camino continuaba por el diente de perro, a través de la manigua, evidenciando el trayecto que, en algún punto, debía terminar en el terraplén principal que recorre toda la costa sur de la península. Sin lugar a dudas era este el trillo de las depredaciones por el que llegaban los cazadores furtivos. Los cadáveres más frescos no debían tener más de un mes de sacrificados, y he de colegir que, aprovechando la arriesgada incursión, llamémosle ilícita, sus captores hayan esperado a que los quelonios desovaran para también llevarse los huevos. Por la cuantía de aquel genocidio, era obvia la sistematicidad de la masacre a lo largo de los años. Prefiguré en mi mente, a la luz de mis dos estancias en la península, una red de senderos dentro del monte para facilitar la extracción ilimitada de sus recursos… Estamos jodidos pa´la pinga en este pobre planeta. Llegamos caídos de hombros al campamento. Apenas almorzamos. Tenía el estómago revuelto y no se me quitaba de arriba el olor a carne putrefacta.

Cuidando a las tortugas en su primer camino hacia el mar...

Una mañana, cuando el sol comenzaba a ponerse picante, Olguita grito con entusiasmo: “¡Están saliendo las tortuguitas!”. Era el domingo 26, apenas un día después del vaticinio que hiciera Erick. Se trataba del primer foso que cavamos, donde colocamos los huevos más sanos. Estábamos eufóricos, los bichos salían a borbotones de la arena, lo que hizo muy complicado el conteo. Sin mirar atrás, empujados por el frenesí de la vida que los reclamaba en el mar, salieron en fila multitudinaria hacia el océano. Por arte de un instinto mayor, aparecieron en el cielo gaviotas y cormoranes. Svetlana y Olguita custodiaban a las tortuguillas hasta el mar para evitar ataques aéreos, pero no bien entraban al agua, un chapoleteo de peces se comenzó a disputar aquel banquete de empanadillas autopropulsadas. Svetlana se metió al agua hasta los muslos y comenzó a agitar las piernas y brazos para espantar a los enloquecidos peces.

Tres personas en la arena con el mar de fondo.
Svetlana, Amilkar (tumbado) y Gilberto auxiliando a las tortugas rezagadas de la 1ra nidada en eclosionar. | Imagen: Olguita

Cuando disminuyó el ritmo de salida, excavamos para brindar asistencia a las rezagadas. Ahí descubrimos que, de los 74 huevos trasladados hasta ese foso, nueve habían sido atacados por larvas, no completaron su desarrollo, murieron a poco de nacer o estaban enredados en el vitelo sin posibilidades de sobrevivir. De cualquier modo, la suerte fue satisfactoria para los 65 ejemplares que llegaron al mar, cuando el pronóstico, en circunstancias naturales, hubiera sido igual a cero.

Tortugas saliendo de la nidada.
Tortugas saliendo de la primera nidada. | Imagen: Amilkar Feria Flores

Al nacer, las tortugas pesan unos 50 g, y las mediciones de tamaño que hicimos dieron un promedio de 8 cm. Nos sentimos muy gratificados por el intenso operativo de esa mañana. A lo largo de estos veinte años me he sacado una cuenta bastante sombría, tomando en consideración que la mayoría de aquellos animales que ayudamos a nacer no llegarían a la edad adulta en su lucha por la sobrevivencia. Y el otro balance, más doloroso aun, es que cuando las hembras de esa camada lograron alcanzar la edad adulta, volvieron allí a desovar y pudieron ser descuartizadas por los humanos del modo que vimos en Resguardo.

Medición de tortugas recién salidas del huevo.
Medición de los ejemplares recién eclosionados. | Imagen: Svetlana del Río

Siguiendo de largo el sendero de Los Ingleses, que va a dar al camino principal, en una ocasión Svetlana y yo tropezamos con otra estancia parecida a la que nos gustó para echar el resto de nuestras vidas. Resultó ser la casa de los padres de Erick. Nos presentamos y hablamos alrededor de una hora. Como su hijo andaba asesorando algún campamento, debimos hacer más de lo que el hilo natural de aquel encuentro facilitaba para sostener las palabras. Nuestros anfitriones apenas articulaban. Entonces comencé a hacerles preguntas sobre las inquietudes que había acumulado en mis dos viajes, la primera de ellas: el matadero clandestino de tortugas en nuestra playa vecina. Les costó balbucear alguna cosa al respecto, entonces, con tal de no perder el puente logrado, salté al naufragio de Playa la Barca. Ahí se extendieron un poco más.

El tiempo y la prisa de mis notas no me deja claro si lo que allí hubo fue un naufragio o dos. Se refirieron al Vapor de la Majagua, que zozobró en el año 1913, y también a otro barco al que se le partió el dominio del timón en los años 40. La señora coló café en una teta de tela a la usanza tradicional, algo dulce para nuestro paladar, pero digno de agradecer.

De regreso, en el mismo rellano natural de la primera vez, Gilberto había reincidido con otra críptica sentencia: La iluminación se encuentra en el punto medio entre un exceso de lujo o comodidad y un exceso de auto-mortificación o austeridad”. Una vez transliterado, llegamos a la unánime convicción de que, durante las jornadas vividas en la península, nuestra balanza se había inclinado despiadadamente hacia el extremo final de ese axioma.

Dos días después de la eclosión de los primeros huevos, Gilberto advirtió movimientos en la arena del segundo foso. Repetimos el procedimiento. Asombrosamente, tal vez por el poco hacinamiento o sabrá dios qué otra causa, los nueve huevos de esta nidada le ganaron la pelea a la estresante manipulación, traslado y reacomodo al que fueron sometidos, sumando 74 neonatos a los 65 de hacía dos días.

Después de almuerzo Gilberto y yo fuimos a Resguardo. Escudriñamos bien toda la playa en busca de posibles desoves durante las noches anteriores. Pesándome regresar allí, llevé a mi compañero al matadero de quelonios. Esta vez pude estudiar mejor los posibles modos de traslado de las víctimas desde la playa hasta el desguazadero. Todo estaba bien estudiado, aprovechando lo apartado y reducido del coto de caza. Bien visto, aquí nada era lo que parecía. Si bien Playa Perjuicio no transparentaba daño alguno, tampoco las cosas parecían estar a buen recaudo en Playa Resguardo.

De regreso, descubrimos en el campamento una atmósfera de esparcimiento y libertad típicamente femenina. Las muchachitas se habían encuerado y se hicieron sesiones fotográficas. Con semejante contraste cualquier fotógrafo de la Benetton hubiese delirado ante un par de modelos como ellas. Por lo que me contó Svetlana, Olguita le hizo una larga secuencia de desnudos artísticos. En broma, especulábamos que pocos meses después aquellas imágenes debieron terminar en las páginas del “almanaque 2002” de alguna empresa japonesa especializada en la venta de insumos industriales, en pleno apogeo de la trata de blancas rusas en el lejano oriente.

Nunca más supimos de Olguita ni de las fotos que hizo durante toda nuestra estancia en Antonio. Me alegraba que alguien con su experiencia reporteril llevara un diario. Hubiera sido muy fructífero cotejar con ella sus notas con las de mi bitácora, pero renuncié al rigor de ese intercambio el día en que le pidió autorización a Svetlana para describirla en sus páginas como una muchacha de ojos azules, en lugar de ámbares, porque veía muy incongruente que una rubia de su estirpe adoleciera de ese detalle.

Mujer con cámara fotogrñafica en la playa.
Olguita en Playa Resguardo. | Imagen: Archivos analógicos del autor

La sola percepción e interpretación de la realidad ya eran aquí lo suficientemente descarnadas como para andarlas adornando. Hacía días que el mar había recobrado su nivel, dejando la playa bastante más expuesta de arrecifes. Tampoco llovió más después de aquellas jornadas inaugurales. En las noches, tal como se apreciaba desde El Holandés, el faro de Cabo Corrientes parpadeaba como una luciérnaga agonizando en el mar. La cuaba rindió oportunamente para espantar los mosquitos, aunque habitualmente decíamos que su humazo denso y acre sólo tenía efecto placebo.

A unas semanas de regresar a La Habana, fuimos invitados a una reunión en el Centro de Investigaciones Marinas para hacer un balance de la campaña de ese año. Expliqué el espantoso descubrimiento del matadero de tortugas, algo que ya sabían, y de lo que no fuimos avisados previo a confrontar esa adversidad en el terreno. Pudo ser doblemente peligroso exponer a los voluntarios a un riesgo de esa naturaleza. Suerte que la logística no nos cuadraba para pernoctar una noche en Resguardo, algo que valoramos eventualmente, toda vez que debíamos dividirnos por parejas durante una noche entera a una distancia de dos kilómetros; o de lo contrario mudarnos todos y acarrear nuestras pertenencias para ese lugar, lo que hubiera sido interpretado por un observador externo como un trastorno de demencia grupal.

Mapa de recorrido por Guanahacabibes.
Mapa del recorrido.

De haber satisfecho aquella ambición, no debió ser improbable algún encuentro fortuito con los matariles, acostumbrados como estaban a la falta de vigilancia de esa playa durante las noches. La Doctora Ibarra se molestó mucho con el asunto, haciendo notar que los mecanismos legales no habían podido frenar aquellas actividades depredatorias. Así estaríamos cuando una institución de su autoridad y calibre científico quedaba maniatada ante tales asuntos. A todas luces, la putrefacción se expandía más allá de los límites de aquel perímetro de exterminio. Luego del viaje con Gilberto regresé otras dos veces a Resguardo, en una ocasión con Olguita y Svetlana y, el día antes de regresar a La Habana, una despedida en solitario con mi novia, luego de probar del árbol de la sabiduría que nos abrió los ojos ante aquel paraíso infernal. Nadie fue a relevarnos en ese viaje que cerraba la campaña. Pero, como mismo hicimos en El Holandés dos meses atrás, dejamos todo impecable, excepto aquellas cosas que dimos por pérdidas tras el naufragio, que quedaron como adornos navideños escondidas entre los matorrales costeros.

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Amilkar Feria Flores

Amílkar Flores

La Habana (1967). Escritor y artista visual. Licenciado en Pedagogía en Artes; Diplomado en Antropología Cultural y en Producción Simbólica. Ha ejercido como ilustrador gráfico, analista de prensa, periodista y profesor universitario. Ha publicado, entre otros, los títulos: Las dulces horas (Premio Pinos Nuevos 2007 (Poesía, Unión, 2008)); Algunas animalezas y otras bestialidades (Narrativa, Ediciones Extramuros, 2010 y Crónicas diluvianas (Narrativa, 2010). Cuenta con numerosas exposiciones personales y colectivas en Cuba y el extranjero. Actualmente desarrolla el proyecto de experimentación artística Observatorio Entrópico de Palatino.

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