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Biblioteca Liberal | John Stuart Mill: "De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo"

"¿Cuál es entonces el justo límite de la soberanía del individuo sobre sí mismo? ¿Dónde empieza la soberanía de la sociedad? ¿Qué tanto de la vida humana debe asignarse a la individualidad y qué tanto a la sociedad?"

John Stuart Mill (1806-1873), filósofo, político y economista británico.
John Stuart Mill (1806-1873), filósofo, político y economista británico.

El británico John Stuart Mill (1806-1873) es uno de los pensadores más trascendentes en la historia del liberalismo clásico, y es considerado por muchos "el filósofo de habla inglesa más influyente del siglo XIX". Su libro Sobre la libertad, publicado inicialmente en 1859 mantiene una vigencia apreciable, que ha motivado su redición constante en más de 100 idiomas. Como señala el filósofo y politólogo británico Isaiah Berlin en su ensayo John Stuart Mill y los fines de la vida, este pensador "concibió la libertad como justificación de la libertad del individuo en oposición al control estatal y social ilimitado. Percibió que en nombre de la filantropía, la democracia y la igualdad se estaba creando una sociedad en la que los objetivos humanos se iban haciendo artificialmente más pequeños y estrechos, y en la cual se estaba convirtiendo a la mayoría de los hombres en un simple rebaño industrioso (para usar la frase de su admirado Tocqueville) en el que la mediocridad colectiva iba ahogando poco a poco la originalidad y la capacidad individual. Mill estaba en contra de lo que posteriormente ha sido llamado el hombre organización."

¿Cuál es entonces el justo límite de la soberanía del individuo sobre sí mismo? ¿Dónde empieza la soberanía de la sociedad? ¿Qué tanto de la vida humana debe asignarse a la individualidad y qué tanto a la sociedad? Cada una recibirá su debida parte, si tiene la que más particularmente le interesa. A la individualidad debe corresponder la parte de la vida en la que el individuo es el principal interesado; a la sociedad aquella en la que ella misma esté principalmente interesada. 

Libertad individual y vida en sociedad

Aunque la sociedad no esté fundada sobre un contrato, y aunque nada bueno se consiga inventando un contrato a fin de deducir obligaciones sociales de él, todo el que recibe la protección de la sociedad debe una compensación por este beneficio; y el hecho de vivir en sociedad hace indispensable que cada uno se obligue a observar una cierta línea de conducta para con los demás. Esta conducta consiste, primero, en no perjudicar los intereses de otro; o más bien ciertos intereses, los cuales, por expresa declaración legal o por tácito entendimiento, deben ser considerados como derechos; y, segundo, en tomar cada uno su parte (fijada según un principio de equidad) de los trabajos y sacrificios necesarios para defender a la sociedad o sus miembros de todo daño o vejación. Justificadamente la sociedad impone a toda costa estas condiciones a aquellos que traten de eludir su cumplimiento, sin que con esto se agote todo lo que la sociedad puede hacer. Los actos de un individuo pueden ser perjudiciales a otros, o no tener la debida consideración hacia su bienestar, sin llegar a la violación de ninguno de sus derechos constituidos. 

"Nadie está autorizado para decir a otra criatura humana de edad madura que no haga de su vida lo que más le convenga".

El ofensor puede entonces ser justamente castigado por la opinión, aunque no por la ley. Tan pronto como una parte de la conducta de una persona afecta perjudicialmente a los intereses de otras, la sociedad tiene jurisdicción sobre ella y puede discutirse si su intervención es o no favorable al bienestar general. Pero no hay lugar para plantear esta cuestión cuando la conducta de una persona, o no afecta, en absoluto, a los intereses de ninguna otra, o no los afecta necesariamente y sí sólo por su propio gusto (tratándose de personas mayores de edad y con el discernimiento ordinario). En tales casos, existe perfecta libertad, legal y social, para ejecutar la acción y afrontar las consecuencias. Sería una gran incomprensión de esta doctrina considerarla egoísta e indiferente, por pretender que los seres humanos nada tienen que ver con la conducta de los demás en la vida, si han de interesarse en sus buenas acciones o bienestar, a menos que su propio interés esté en juego. Lo que es necesario para favorecer el bien ajeno es un aumento, no una disminución de esfuerzos desinteresados. Pero la benevolencia desinteresada puede encontrar otros instrumentos para persuadir a las gentes de lo que es su propio bien, que el látigo y el azote, sean reales o metafóricos. Soy el último en despreciar las virtudes personales; pero vienen en segundo lugar, si acaso, respecto a las sociedades. Corresponde a la educación cultivar por igual a las dos. Pero la educación procede todavía por convicción y persuasión tanto como por compulsión, y sólo por las primeras y una vez pasado el período de educación, se inculcan las virtudes personales. Los seres humanos se deben mutua ayuda para distinguir lo mejor de lo peor, incitándose entre sí para preferir el primero y evitar el último. Deberían estimularse perpetuamente en un creciente ejercicio de sus facultades más elevadas, en una dirección creciente de sus sentimientos y propósitos hacia lo discreto, y no hacia lo estúpido, elevando, en vez de degradar, los objetos y las contemplaciones. Pero ni uno, ni varios individuos, están autorizados para decir a otra criatura humana de edad madura que no haga de su vida lo que más le convenga en vista de su propio beneficio. 

"En lo que concierne propiamente a cada persona, su espontaneidad individual tiene derecho a ejercerse libremente".

Ella es la persona más interesada en su propio bienestar: el interés que cualquiera otra pueda tener en ello, excepto en casos de una íntima adhesión personal, es insignificante comparado con el que él mismo tiene; el interés que la sociedad tiene por él, individualmente (excepto en lo que toca a su conducta para con los demás), es fragmentario a la vez que indirecto; en tanto que el hombre o la mujer más vulgar tiene, respecto a sus propios sentimientos y circunstancias, medios de conocimiento que superan con mucho a los que puede tener a su disposición cualquiera otra persona. La injerencia de la sociedad para dirigir sus juicios y propósitos en lo que tan sólo a él concierne, tiene que fundarse sobre presunciones generales; las cuales, no sólo pueden ser falsas, sino que aun siendo verdaderas corren el riesgo de ser equivocadamente aplicadas a los casos individuales, por personas no más familiarizadas con las circunstancias de tales casos que aquellas que consideran meramente su aspecto exterior. Por consiguiente, este es el departamento de los asuntos humanos en el que la individualidad tiene su propio campo de acción. 

En la conducta de unos seres humanos respecto de otros es necesaria la observancia de reglas generales, a fin de que cada uno sepa lo que debe esperar; pero en lo que concierne propiamente a cada persona, su espontaneidad individual tiene derecho a ejercerse libremente. Consideraciones que ayuden a su juicio, exhortaciones que fortalezcan su voluntad, pueden serle ofrecidas y aun impuestas por los demás; pero él mismo ha de ser el juez supremo. Todos los errores que pueda cometer aun contra ese consejo y advertencias, están compensados con creces por el mal de permitir que los demás le impongan lo que ellos consideran beneficioso para él. 

No quiero decir con esto que los sentimientos que una persona inspire a los demás no deban estar, en modo alguno, afectados por sus propias cualidades o defectos personales. Esto no es ni posible ni deseable. 

Límites del rechazo social 

Si una persona es eminente en alguna de las cualidades que conducen a su propio bien esto mismo la hace digna de admiración, ya que tanto más se acerca al ideal de la perfección en la naturaleza humana. Si, manifiestamente, le faltan esas cualidades, se hará objeto de un sentimiento opuesto a la admiración. Existe un grado de necedad, y de lo que puede ser llamado (aunque la frase no esté libre de toda objeción) rebajamiento o depravación del gusto, el cual, aunque no pueda justificar que se perjudique a la persona en que se manifiesta, hace de ella, necesaria y justamente, un objeto de disgusto y, en casos extremos, hasta de desprecio; una persona que posea las cualidades opuestas con gran intensidad será imposible que no experimente estos sentimientos. Aun sin causar perjuicio a nadie, puede un hombre obrar de tal modo que nos lleve a juzgarle como un loco o como un ser de orden inferior; y como este juicio es un hecho que preferiría evitar, se le hace un servicio advirtiéndoselo con anticipación, así como de toda otra consecuencia desagradable a la cual se exponga. Y sería, realmente, una fortuna que este servicio pudiera ser prestado más libremente de lo que las formas comunes de la corrección actualmente lo permiten, y que una persona pudiera francamente indicar a otra que le considera en falta, sin que esto la hiciera pasar por incorrecta o presuntuosa. 

"Los llamados deberes para con nosotros mismos no son socialmente obligatorios".

Nosotros mismos tenemos también derecho a obrar de distintas maneras según nuestra desfavorable opinión respecto de otro, sin menoscabo de su individualidad, sino sencillamente en el ejercicio de la nuestra. No estamos, por ejemplo, obligados a buscar su sociedad; tenemos derecho a evitarla (aunque no haciendo alarde de ello), porque tenemos derecho a elegir la que más nos convenga. Tenemos el derecho, y acaso el deber, de prevenir a otros contra él, si juzgamos que su ejemplo o conversación pueden tener un efecto pernicioso sobre aquellos con los cuales se reúne. Podemos dar preferencia a otros respecto de él para determinados buenos oficios facultativos, excepto aquellos que tiendan a su mejoramiento. De estas varias maneras puede sufrir una persona muy severas penalidades de manos de los demás por faltas que, directamente, sólo a él conciernen; pero sufre estas penalidades solamente en cuanto son las consecuencias naturales y, por decirlo así, espontáneas de las faltas mismas, no porque le sean deliberadamente infligidas por afán de castigo. Una persona que muestra precipitación, obstinación, suficiencia —que no puede vivir con los recursos ordinarios, que no puede privarse de satisfacciones perniciosas, que persigue los placeres animales a expensas de los del sentimiento y la inteligencia—, debe prepararse a ser rebajada en la opinión de los demás y a tener una parte menor de sus sentimientos favorables; pero de esto no tiene derecho alguno a quejarse, a menos que haya merecido su favor por una especial excelencia en sus relaciones sociales y haya así conquistado un título a sus buenos oficios, que no esté afectado por sus deméritos hacia sí misma. 

Perjuicios a la sociedad y su castigo

Lo que sostengo es que los inconvenientes estrictamente derivados del juicio desfavorable de los demás son los únicos a los que debe estar sujeta una persona por aquella parte de su conducta y carácter que se refiere a su propio bien, pero que no afecta a los intereses de los demás en sus relaciones con él. Los actos perjudiciales para los demás requieren un tratamiento totalmente diferente. La violación de sus derechos; el acto de infligirles alguna pérdida o daño no justificables por sus propios derechos; la falsedad o duplicidad en sus relaciones con ellos; el uso ilícito o poco generoso de ventajas sobre ellos; hasta la abstención egoísta de defenderles contra el mal, son objetos propios de reprobación moral y hasta en casos graves de animadversión y de castigo. Y no sólo estos actos, sino las disposiciones que conducen a ellos son propiamente inmorales y dignos de una desaprobación que puede llegar al horror. 

La tendencia a la crueldad, la malicia y la naturaleza mala, la más odiosa y antisocial de todas las pasiones, la envidia, el disimulo y la insinceridad; la irascibilidad sin causa suficiente y el sentimiento desproporcionado a la provocación, el ansia de dominación sobre los demás, el deseo de acaparar más que la propia parte en las ventajas (el πλεονεξια de los griegos), el orgullo que se complace en el rebajamiento de los demás; el egoísmo que se considera a sí mismo y lo que a él se refiere, más importante que todo lo demás, y decide en su favor todas las cuestiones dudosas, son otros tantos vicios morales que constituyen un carácter moral malo y odioso: sin parecerse a las faltas personales previamente mencionadas, que no son propiamente inmoralidades, y que sea cual sea el exceso a que puedan llegar no constituyen nunca una perversidad. Pueden ser pruebas de un determinado grado de insensatez o falta de dignidad personal y respeto de sí mismo; pero sólo son objeto de reprobación moral cuando implican un quebrantamiento de deberes para con los demás, por los cuales el individuo está obligado a cuidar de sí mismo. Los llamados deberes para con nosotros mismos no son socialmente obligatorios, a menos que las circunstancias les hagan a la vez deberes para con los demás. El término “deber para consigo mismo”, cuando significa algo más que prudencia, expresa propio respeto y desenvolvimiento; y a nadie puede obligarse a que de ninguna de estas dos cosas dé cuentas a sus semejantes, porque esta obligación ningún beneficio produciría a la humanidad.

 

"Sobre la libertad" (1859) de John Stuart Mill.
"Sobre la libertad" de John Stuart Mill. Alianza Editorial, Colección El libro de bolsillo, Madrid, 1993.

La distinción entre el descrédito en el cual una persona puede justamente incurrir por falta de prudencia o de dignidad personal, y la reprobación que merece por una ofensa contra los derechos de otro, no es una distinción meramente nominal. Diferirán mucho, tanto nuestros sentimientos como nuestra conducta hacia ella, según que nos desagrade en cosas en las cuales consideramos que no existe el derecho de intervenir, o en cosas en las cuales sabemos que nos falta ese derecho. Si una persona nos disgusta podemos expresar nuestra antipatía y mantenernos alejados de ella como de una cosa que nos desagrada; pero por esto no nos sentiremos llamados a perturbar su vida. Debemos reflexionar que ya soporta, o soportará, toda la penalidad de su error; que ella arruine su vida por una conducta equivocada no es razón para que nosotros deseemos extremar más todavía su ruina: en lugar de desear su castigo, debemos más bien tratar de aliviárselo mostrándole cómo puede evitar o curar los males que su conducta le acarrea. Esta persona puede ser para nosotros objeto de piedad, quizá de aversión, pero no de irritación o resentimiento; no la trataremos como un enemigo de la sociedad; lo peor que nosotros mismos nos creeremos justificados a hacer con ella, será abandonarla a sí misma, ya que no acercarnos benévolamente mostrando interés y solicitud. Muy otra cosa sería si esa persona hubiera infringido las reglas necesarias para la protección de sus semejantes, individual o colectivamente. Las malas consecuencias de sus actos no reaccionan sobre él mismo, sino sobre los demás, y la sociedad, como protectora de todos sus miembros, debe resarcirse con él, infligiéndole una pena con deliberado propósito de castigo y cuidando de que sea suficientemente severa. En este caso es un culpable compareciendo ante nuestro tribunal, y nosotros somos los llamados no sólo a juzgarle sino a ejecutar de una u otra manera nuestra propia sentencia; en el otro caso no nos corresponde infligirle ningún sufrimiento, excepto aquellos que puedan incidentalmente derivarse del uso que hagamos, en la regulación de nuestros propios negocios, de la libertad misma que a él le concedemos en los suyos. 

"¿Debe la sociedad abandonar a su propia guía a aquellos que son manifiestamente incapaces para ello?". 

Muchos se niegan a admitir esta distinción que aquí señalamos entre la parte de la vida de una persona que a él sólo se refiere y la que se refiere a los demás. ¿Cómo (se pregunta) puede haber alguna parte de la conducta de un miembro de la sociedad que sea indiferente a los otros miembros? Ninguna persona es un ser enteramente aislado; es imposible que una persona haga nada serio o permanentemente perjudicial para sí, sin que el daño alcance por lo menos a sus relaciones más próximas, y frecuentemente a las más lejanas. Si perjudica su propiedad causa un daño a aquellos que directa o indirectamente obtenían de ella sus recursos, y ordinariamente disminuye, en mayor o menor medida, los recursos generales de la comunidad. Si deteriora sus facultades corporales o mentales no sólo causa un mal a todos aquellos cuya felicidad dependía, en parte, de él, sino que se incapacita para prestar los servicios que, en general, debe a sus semejantes; quizá se convierte en una carga para su afección o benevolencia; y si semejante conducta fuera muy frecuente con dificultad se encontraría otra ofensa que mayor sangría produjera en la suma general de bien. Finalmente, si por sus vicios o locuras una persona no causa daño directo a los demás, es, no obstante (puede decirse), perjudicial por su ejemplo, y debe ser obligado a limitarse en beneficio de aquellos a quienes la vista o conocimiento de su conducta puede corromper o extraviar. 

Y aun (se añadirá) si las consecuencias de la mala conducta pueden confinarse al individuo vicioso o irreflexivo, ¿debe la sociedad abandonar a su propia guía a aquellos que son manifiestamente incapaces para ello? Si a los niños y menores se les debe abiertamente una protección contra ellos mismos, ¿no está la sociedad también obligada a concedérsela a las personas de edad madura que son igualmente incapaces de gobernarse por sí mismas? Si el juego, la embriaguez, la incontinencia, la ociosidad o la suciedad, son tan perjudiciales para la felicidad y tan grandes obstáculos para el mejoramiento como muchos o los más de los actos prohibidos por la ley, ¿por qué (puede preguntarse) no trata la ley de reprimirlas también en la medida compatible con la práctica y las conveniencias sociales? Y como suplemento a las inevitables imperfecciones de la ley, ¿no debe la opinión, cuando menos, organizar una poderosa policía contra estos vicios y hacer caer rígidamente penalidades sociales sobre aquellos que conocidamente los practican? No se trata aquí (puede decirse) de restringir la individualidad o impedir el intento de experiencias nuevas y originales en la vida. Las únicas cosas que se trata de impedir han sido ensayadas y condenadas desde el comienzo del mundo hasta ahora; cosas cuya experiencia ha mostrado no ser útiles ni adecuadas para la individualidad de nadie. 

Libertad, moralidad, ley

Se necesita el transcurso de un cierto tiempo y una determinada cantidad de experiencia para que una verdad moral o de prudencia pueda ser considerada como establecida; y todo lo que se desea es prevenir que generación tras generación caigan en el mismo precipicio que ha sido fatal a sus predecesores. 

"Siempre que existe un perjuicio definido sea para un individuo o para el público, el caso se sustrae al campo de la libertad y entra en el de la moralidad o la ley". 

Admito plenamente que el mal que una persona se cause a sí misma puede afectar seriamente, a través de sus simpatías y de sus intereses, a aquellos estrechamente relacionados con él, y en un menor grado, a la sociedad en general. Cuando por una conducta semejante una persona llega a violar una obligación precisa y determinada hacia otra u otras personas, el caso deja de ser personal y queda sujeto a la desaprobación moral en el más propio sentido del término. Si, por ejemplo, un hombre se hace incapaz de pagar sus deudas a causa de su intemperancia o extravagancia, o habiendo contraído la responsabilidad moral de una familia, llega a ser, por la misma causa, incapaz de sostenerla o educarla, será merecidamente reprobado y puede ser justamente castigado; pero lo será por el incumplimiento de sus deberes hacia su familia o sus acreedores, no por la extravagancia. 

Si los recursos que debieron serle dedicados hubieran sido destinados a la más prudente de las inversiones, la culpabilidad moral hubiera sido la misma. George Barnwell asesinó a su tío a fin de conseguir dinero para su amante, pero si lo hubiera hecho para emprender negocios, hubiera sido igualmente colgado. Además, el caso frecuente de un hombre que ocasiona contrariedades a su familia por entregarse a malos hábitos, merece reproche por su desafección o ingratitud; pero también le merecería si cultivara hábitos que en sí mismos no son viciosos, pero que causan dolor a aquellos con quienes vive o cuyo bienestar depende de él. Quienquiera que falte a la consideración generalmente debida a los intereses y sentimientos de los demás, no estando compelido a ello por algún deber más imperativo o justificado por alguna preferencia personal confesable, está sujeto, por esta falta, a la desaprobación moral; pero no por su causa, ni por los errores, meramente personales, los cuales pueden remotamente haberle llevado a ella. De igual manera, cuando una persona se incapacita por su conducta puramente personal para el cumplimiento de algún deber definido que a ella incumba respecto al público, se hace culpable de una ofensa social. Nadie debe ser castigado simplemente por estar embriagado; pero un soldado o un policía lo serán por estarlo durante el servicio. En una palabra, siempre que existe un perjuicio definido o un riesgo definido de perjuicio, sea para un individuo o para el público, el caso se sustrae al campo de la libertad y entra en el de la moralidad o la ley. 

(Traducción: Pablo Azcárate)

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John Stuart Mill

John Stuart Mill (1806-1873), filósofo, político y economista británico.

John Stuart Mill (Londres, 1806 - Aviñón, 1873) fue un filósofo, político y economista británico, considerado el pensador de habla inglesa más influyente del siglo XIX y figura clave del liberalismo clásico. Educado rigurosamente por su padre siguiendo principios utilitaristas, sufrió una crisis mental a los veinte años que le llevó a evolucionar hacia posiciones más matizadas. En "Un sistema de lógica" (1843) desarrolló su empirismo radical, mientras que en "Principios de economía política" (1848) expuso su teoría económica clásica. Su obra "Sobre la libertad" (1859) defiende la libertad individual mediante el célebre "principio del daño", y en "El utilitarismo" (1863) reformula esta doctrina ética distinguiendo placeres cualitativamente superiores. Pionero del feminismo, escribió "La esclavitud de las mujeres" (1869) y fue el primer parlamentario en defender el sufragio femenino. En "Consideraciones sobre el gobierno representativo" (1861) abogó por la democracia participativa y la representación proporcional.

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