Publicado por primera vez en 1945, justo al final de la II Guerra Mundial, el libro La sociedad abierta y sus enemigos es una de las obras cumbres del filósofo y politólogo austriaco-británico Karl R. Popper, quien buscó entonces dirimir una de las grandes discusiones políticas: "¿Qué prefieres, el fascismo o el bolchevismo?", según apunta el académico israelí Joseph Agassi. "Esta pregunta, obviamente, está basada en la desesperación por la democracia. Popper buscó el factor común a ambas opciones... Este factor era el historicismo, la doctrina de la inevitabilidad histórica, la idea de que la historia tiene un significado, un plan divino para la humanidad ", refiere Agassi. El filósofo anticomunista estadounidense Sidney Hook define esta obra como una "sutilmente argumentada y apasionadamente escrita crítica" de las "ideas historicistas que amenazan el amor a la libertad y la existencia de una sociedad abierta".
Nuestra civilización occidental tiene su punto de partida en Grecia. Fue allí, al parecer, donde se dio el primer paso del tribalismo al humanitarismo. Veamos qué significa esto.
La primitiva sociedad tribal griega se asemeja, en muchos aspectos, a la de pueblos tales como, por ejemplo, el polinesio y el maorí. Pequeñas hordas de guerreros, habitualmente con residencia en puestos fortificados y bajo el mando de jefes tribales o reyes, o bien de familias aristocráticas, se pasan guerreando entre sí, tanto en mar como entierra. Claro está que las diferencias entre las formas de vida griega y la polinesia son múltiples, pues según se ha reconocido plenamente, no hay uniformidad en el tribalismo, o sea, no hay una "forma de vida tribal" típica y común a diversas sociedades. A mi juicio, sin embargo, pueden observarse algunas características comunes, si no a todas, por lo menos a gran parte de estas sociedades tribales. Me refiero a su actitud imbuida de magia o irracionalidad hacia las costumbres de la vida social, y la correspondiente rigidez de estas costumbres.
Ya analizamos antes la actitud mágica ante la costumbre social. Su principal elemento lo constituye la falta de diferenciación entre las uniformidades convencionales proporcionadas por la costumbre de la vida social, y las uniformidades provenientes de la “naturaleza”, y esto va acompañado, a menudo, de la creencia de que ambas son impuestas por una voluntad sobrenatural. La rigidez de la costumbre social es, probablemente, en la mayoría de los casos, sólo un aspecto más de la misma actitud. (Existen buenas razones para creer que este aspecto es aún más primitivo y que la creencia en lo sobrenatural constituye una especie de racionalización del miedo a cambiar la rutina, miedo que puede observarse en los niños muy pequeños). Cuando hablamos de la rigidez del tribalismo, no queremos decir con ello que no puedan producirse cambios en las formas de vida tribal. Queremos significar más bien que los cambios, relativamente poco frecuentes, tienen el carácter de conversiones o reacciones religiosas, con la consiguiente introducción de nuevos tabúes mágicos. No se basan, pues, en una tentativa racional de mejorar las condiciones sociales. Fuera de estos cambios —que son raros— los tabúes regulan y dominan rígidamente todos los aspectos de la vida, siendo muy pocos los claros a donde no llega su imperio. En esta forma de vida, existen pocos problemas y nada que equivalga realmente a los problemas morales. No queremos decir con esto que un miembro de la tribu no necesite, a veces, un gran heroísmo y tenacidad para actuar en conformidad con los tabúes, sino que rara vez lo asaltará la duda en cuanto a la forma en que debe actuar. La actitud correcta siempre se halla claramente determinada, si bien puede hacerse necesario superar una serie de dificultades al adoptarla. Y la fuente determinante reside en los tabúes, en las instituciones tribales mágicas que no pueden convertirse en objeto de consideraciones críticas. Ni siquiera el propio Heráclito distingue claramente entre las leyes institucionales de la vida tribal y las de la naturaleza y, así, considera que ambas tienen el mismo carácter mágico. Basadas en la tradición tribal colectiva, las instituciones no dejan lugar a la responsabilidad personal. Los tabúes que establecen cierta forma de responsabilidad colectiva pueden ser considerados como antecedentes de lo que hoy denominamos responsabilidad personal, si bien difieren fundamentalmente de ésta. En efecto, no se basan en un principio de causalidad razonable, sino más bien en ideas mágicas, tales como la de aplacar las iras del destino.
"Las decisiones personales pueden llevar a la alteración de los tabúes e incluso de las leyes políticas, que ya no tienen ese carácter".
Bien sabido es cuánto sobrevive todavía de todo esto. Nuestras propias formas de vida se hallan teñidas aún con los más diversos tabúes de cortesía, alimentación, etc. Y, sin embargo, existen importantes diferencias. En nuestra propia forma de vida existe, entre las leyes del Estado por un lado, y los tabúes que observamos habitualmente por el otro, un campo que se ensancha día a día, correspondiente a las decisiones personales, con sus problemas y responsabilidades, y no es posible pasar por alto la importancia de este campo. Las decisiones personales pueden llevar a la alteración de los tabúes e incluso de las leyes políticas, que ya no tienen ese carácter. La gran diferencia reside en la posibilidad de reflexión racional acerca de estos asuntos. En cierto modo, la reflexión racional comienza con Heráclito. 1 Con Alcmeón, Faleas e Hipodamo, con Heródoto y los sofistas, la búsqueda de la «mejor constitución» va adoptando, por grados, el carácter de un problema susceptible de ser tratado racionalmente. Y en nuestra propia época, somos muchos los que adoptamos decisiones racionales con respecto al carácter más o menos deseable o indeseable de las reformas legislativas y de otros cambios institucionales; es decir, que tomamos decisiones basándonos en la estimación de las consecuencias posibles y en la preferencia consciente por algunas de ellas. Reconocemos, así, la responsabilidad personal racional.
También ahora seguiremos llamando sociedad cerrada a la sociedad mágica, tribal o colectivista, y sociedad abierta a aquella en que los individuos deben adoptar decisiones personales.
Una sociedad cerrada extrema puede ser comparada correctamente con un organismo. La llamada teoría organicista o biológica del Estado puede aplicárselo en grado considerable. La sociedad cerrada se parece todavía al hato o tribu en que constituye una unidad semiorgánica cuyos miembros se hallan ligados por vínculos semibiológicos, a saber, el parentesco, la convivencia, la participación equitativa en los trabajos, peligros, alegrías y desgracias comunes. Se trata aún de un grupo concreto de individuos concretos, relacionados unos con otros, no tan sólo por abstractos vínculos sociales tales como la división del trabajo y el trueque de bienes, sino por relaciones físicas concretas, tales como el tacto, el olfato y la vista. Y aunque una sociedad de ese tipo pueda hallarse basada en la esclavitud, la presencia de esclavos no tiene por qué crear un problema fundamentalmente distinto del presentado por los animales domésticos. De este modo, se observa que faltan aquellos aspectos que tornan imposible la aplicación exitosa de la teoría organicista a una sociedad abierta.
"Las instituciones de la sociedad cerrada, incluyendo las castas, son sacrosantas, tabúes."
Los aspectos a que nos referimos se hallan relacionados con el hecho de que, en una sociedad abierta, son muchos los miembros que se esfuerzan por elevarse socialmente y pasar a ocupar los lugares de otros miembros. Esto puede conducir, por ejemplo, a fenómenos sociales de tanta importancia como las luchas de clases. En un organismo no es posible encontrar nada parecido a semejante lucha de clases. Puede ser, quizá, que las células o tejidos de un organismo —de los cuales se dice que corresponden a los miembros de un Estado— compitan por el alimento, pero evidentemente no existe ninguna tendencia por parte de las piernas a convertirse en el cerebro, o por parte de otros miembros del cuerpo a convertirse en el vientre. Puesto que en el organismo no hay nada que pueda corresponder ni siquiera a las características más importantes de la sociedad abierta —por ejemplo, la competencia entre sus miembros para elevarse en la escala social— la llamada teoría organicista del Estado se basa en una falsa analogía. La sociedad cerrada, por el contrario, ignora, prácticamente, estas tendencias. Sus instituciones, incluyendo las castas, son sacrosantas, tabúes. En este caso, la teoría organicista ya no se acomoda tan mal. No debe sorprendernos, por lo tanto, que la mayoría de las tentativas de aplicar la teoría organicista a nuestra sociedad no sean sino formas veladas de propaganda para el retorno al tribalismo.2
"No es imposible concebir una sociedad en que los hombres no se encontrasen nunca, prácticamente, cara a cara".
Como consecuencia de su pérdida de carácter orgánico, la sociedad abierta puede convertirse, gradualmente, en lo que cabría denominar “sociedad abstracta”. Con la palabra “abstracta” nos referimos a la pérdida —que puede llegar a un grado considerable— del carácter de grupo concreto de hombres o de sistema de grupos concretos. Este punto, rara vez perfectamente comprendido, puede explicarse por medio de una exageración. No es imposible concebir una sociedad en que los hombres no se encontrasen nunca, prácticamente, cara a cara; donde todos los negocios fuesen llevados a cabo por individuos aislados que se comunicasen telefónica o telegráficamente y que se trasladasen de un punto a otro en automóviles herméticos. (La inseminación artificial permitiría, incluso, llevar a cabo la procreación sin elemento personal alguno). Podríamos decir de esta sociedad ficticia que es una “sociedad completamente abstracta o despersonalizada”. Pues bien, lo interesante es que nuestra sociedad moderna se parece, en muchos de sus aspectos, a esta sociedad completamente abstracta. Si bien no siempre nos trasladamos sin ninguna compañía, en coches herméticos (en lugar de ello, nos cruzamos con miles de hombres por la calle), el resultado es prácticamente el mismo, pues, por regla general, no establecemos la menor relación personal con los demás transeúntes. De manera semejante, pertenecer a un sindicato puede no significar más que la posesión de un carnet y el pago de una contribución determinada a un secretario desconocido. En la sociedad moderna existe muchísima gente que tiene poco o ningún contacto personal íntimo con otras personas y cuya vida transcurre en el anonimato y el aislamiento y, por consiguiente, en el infortunio. En efecto, si bien la sociedad se ha tornado abstracta, la configuración biológica del hombre no ha cambiado considerablemente; los hombres tienen necesidades sociales que no pueden satisfacer en una sociedad abierta.
Claro está que nuestro cuadro sigue siendo todavía sumamente exagerado. Nunca habrá ni podrá haber una sociedad completamente abstracta o siquiera preferentemente abstracta, así como no puede existir una sociedad completa o preferentemente racional. Los hombres todavía forman grupos concretos y mantienen entre sí contactos sociales concretos de toda clase, tratando de satisfacer sus necesidades sociales emocionales del mejor modo posible. Pero la mayoría de los grupos sociales concretos de una moderna sociedad abierta (con excepción de algunos dichosos grupos familiares) son pobres sustitutos, dado que no proporcionan una vida común. Y muchos de ellos no cumplen ninguna función en la vida de la suciedad considerada en su conjunto.
"La transición de la sociedad cerrada a la abierta sería una de las revoluciones más profundas experimentadas por la humanidad."
Otra razón que hace que nuestro cuadro sea exagerado es que no se han tenido en cuenta las ventajas sino, tan sólo, los inconvenientes. Y, sin embargo, las hay. Así, puede surgir un nuevo tipo de relaciones personales, pues éstas pueden trabarse libremente y no se hallan determinadas por las contingencias del nacimiento; y con esto surge un nuevo individualismo. De manera similar, también cabe suponer que los vínculos espirituales habrán de desempeñar un papel más importante allí donde se debiliten los vínculos biológicos o físicos, etc. Sea ello como fuere, esperamos que nuestro ejemplo torne perfectamente claro lo que queremos decir con sociedad abstracta, en contraposición a los grupos sociales mis concretos, y que deje bien sentado, asimismo, que nuestras modernas sociedades abiertas funcionan, en gran medida, mediante relaciones abstractas, tales como el intercambio o la cooperación, (Es precisamente el análisis de estas relaciones abstractas lo que constituye la principal preocupación de la moderna teoría social, tal como la teoría económica. Muchos sociólogos no lo han comprendido así, como Durkheim, por ejemplo, que nunca abandonó la creencia dogmática de que la sociedad debía ser analizada en función de los grupos sociales concretos).
A la luz de cuanto se lleva dicho, resultará claro que la transición de la sociedad cerrada a la abierta podría definirse como una de las revoluciones más profundas experimentadas por la humanidad. Debido a lo que hemos llamado el carácter biológico de la sociedad cerrada, este tránsito no puede cumplirse sin una honda repercusión en los pueblos. Así, cuando decimos que nuestra civilización occidental procede de los griegos, debemos comprender todo lo que esto significa. Significa que los griegos iniciaron para nosotros una formidable revolución que, al parecer, se halla todavía en sus comienzos: la transición de la sociedad cerrada a la abierta.
(Traducción: Eduardo Loedel Rodríguez)
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1 Los dos pasajes refieren los fragmentos B 21, D5 31, y B 22, D5 90 de Dielz, Hermann y Whalter Kranz Fragmentos de los presocráticos (Die Fragmente der Vorsokratiker ), 1952.
2 Para las “medidas” (o leyes o períodos) de Heráclito, ver B 20, 21, 23, 29; D5 30, 31, 94. (I) 31 reúne a la “medida” y la “ley” [logos]). Los cinco pasajes citados más adelante en este párrafo proceden de los fragmentos: (1): D5 vol. I, pág. 141, renglón 10. (Véase Dióg. Laert., IX, 7)… (2): B 29, D2 94 (véase nota 2 al capítulo 5)… (3): B20, D2 30… (3): B 34, D5 100 (4): B 26, D2 66. (1) La idea de la ley es correlativa a la del cambio o flujo, puesto que sólo las leyes o uniformidades dentro del flujo pueden explicar la aparente estabilidad del universo. Las uniformidades más típicas dentro del universo cambiante que conoce el hombre son los períodos naturales: el día, el mes lunar y el año (las estaciones). La teoría heracliteana de la ley ocupa, a mi juicio, un lugar lógicamente intermedio entre las concepciones comparativamente modernas de las “leyes causales” (sustentadas por Leucipo y, especialmente, por Demócrito) y los oscuros poderes del destino, de Anaximandro. Las leyes de Heráclito son “mágicas” todavía, es decir, que no se ha alcanzado a distinguir aún entre las uniformidades causales abstractas y las leyes impuestas mediante sanciones, como los tabúes (véase al respecto, el capítulo 5, nota 2). Al parecer, su teoría del destino se hallaba relacionada con una teoría del “Gran Año” o “Gran Ciclo” equivalente a 18 000 o 30 000 años ordinarios. (Véase por ejemplo, la edición de J. Adam de La República de Platón, tomo II, 303). No creo, por cierto, que esta teoría sea índice de que Heráclito no creyó realmente en un flujo universal, sino tan sólo en diversas circulaciones que siempre volvían a restablecer, finalmente, la estabilidad de la estructura total; pero sí me parece posible que le resultara difícil concebir una ley del cambio y aun del destino que no involucrase cierto grado de periodicidad. (Véase también la nota 6 al capítulo 3). (2) El fuego desempeña un papel preponderante en la filosofía heracliteana de la naturaleza. (Puede ser que haya aquí cierta influencia persa). La llama es el símbolo obvio del flujo, del proceso que parece, por muchos conceptos, un objeto. Explica, de este modo, la experiencia de cosas estables y reconcilia esta experiencia con la doctrina del flujo. Esta idea puede extenderse fácilmente a los cuerpos dotados de vida que vendrían a ser, entonces, semejantes a llamas, sólo que en un proceso de combustión más lento. Heráclito enseña que todas las cosas están sujetas al flujo, que todas son como el fuego; su fluir tiene tan sólo diferentes «medidas» o leyes de movimiento. La “hornalla” en que arde el fuego sufrirá un flujo mucho más lento que éste, pero también ella estará, a fin de cuentas, sujeta al cambio. Así, está destinada a ser consumida por el fuego; tiene su suerte y sus leyes señaladas, y aun cuando tarde más tiempo, habrá de encontrarse finalmente con su destino. De este modo, “en su marcha, el fuego habrá de juzgar y condenarlo todo” (B 26, D5 66). En consecuencia, el fuego es el símbolo y la explicación del aparente reposo de las cosas, pese a su mudable estado real. Pero es también el símbolo de la transmutación de la materia de un estado (combustible) a otro. Suministra, así, el eslabón necesario entre la teoría heracliteana intuitiva de la naturaleza y las teorías de la rarefacción y condensación, de sus predecesores. Pero su esplendor y decadencia, de acuerdo con la medida de combustible suministrado, es también un ejemplo de la ley. Si ésta se combina con alguna forma de periodicidad, entonces se la puede emplear para explicar las uniformidades de los períodos naturales, tales como los días o los años. (Esta tendencia del pensamiento torna improbable que Burnet tenga razón al no creer en los informes tradicionales que dan cuenta de la creencia de Heráclito en una conflagración periódica, probablemente relacionada con su Gran Año; véase la Física de Aristóteles, 2050a3 con D5 66).