Durante todo el decenio de 1980 y la primera mitad de los años noventa conocí bien a Enrique Vignier (1941-2023), quien se desempeñó primero como jefe de redacción y después como subdirector editorial en la revista Revolución y Cultura. Vignier era todo un personaje venido a menos, o en caída libre, como decimos en España. Nacido y criado en Madruga, un pueblo de la antigua provincia de La Habana, hoy uno de los once municipios de la provincia Mayabeque, limítrofe con la capital cubana.
¿Quién era Enrique Vignier?
En Madruga, la familia de Vignier tenía cierto abolengo. No porque descendiera de un linaje burgués, ni aristocrático, sino porque el padre era el médico del pueblo. La fama radicaba en la humanidad sin límites de este buen doctor que atendía a todos a cualquier hora y apenas les cobraba. Enrique creció en la casa paterna. Se casó y creó una familia en Madruga. Allí crió a sus hijos. Todavía en plena madurez, era tratado por los coterráneos con el mismo respeto y admiración que le profesaban al doctor Vignier. Quizás también porque tenía una educación cosechada en la familia, mediante la cual le extendía saludos y sonrisas a cualquier vecino en cualquier sitio del pueblo.
Apenas Enrique Vignier entró en la etapa de la juventud descubrió la vocación del periodismo. A esta se dedicó como pudo. El primer recurso que halló fue convertirse en corresponsal voluntario de las emisoras radiales y los boletines impresos de la localidad, a los cuales enviaba informaciones salidas de las instituciones de Madruga. Con el tiempo decidió estudiar la Licenciatura en Historia en el curso para trabajadores en la Universidad de La Habana. De esa especialidad se graduó satisfactoriamente y encontró un nicho de especialización para escribir artículos de fondo y comentarios de menor extensión, los cuales exhibían una prosa muy adecuada, incluso hasta con cierto vigor, pudiera decirse.
Corrector y censor en la revista Revolución y Cultura
Con los años llegó a vincularse a la revista Revolución y Cultura, publicación mensual del ministerio de Cultura (MINCULT). Allí lo nombraron jefe de redacción, cargo que ejercía muy bien. Se ocupaba en la revisión, sobre todo, de las entrevistas de personalidad que conformaban la portada en cada número, así como de otros artículos de importancia mayor. Era también bueno en la corrección de estilo. Esto es muy curioso, porque Vignier no era, ni de lejos, un consumidor de cultura. Al menos no durante el tiempo en el cual lo frecuenté obligatoriamente, porque yo trabajaba en el equipo del semanario Cartelera y también publiqué algunas colaboraciones periodísticas en Revolución y Cultura. Eso, a la postre, le impuso un hándicap: el discurso cultural visiblemente alto de esa revista se le hacía inalcanzable. Pudo concretarse, sin embargo, como autor de textos periodísticos en torno a sucesos y personalidades bien enmarcados en la historia nacional.
Sin embargo, no era de buen augurio acercarse a Vignier, porque había creado una personalidad absolutamente cercana a la de un comisario político: le fascinaba la aureola que se había fabricado como profesional de la prensa cercano a la seguridad del Estado. No se escondía para irradiar esa vocación. En Cuba, semejante pedigrí conduce, invariablemente, a la impopularidad; mucho más cuando se ejerce un cargo institucional.
No vacilaré en afirmar que estimula el triple de impopularidad cuando se trata de un comisario político dentro de una institución cultural, donde lo único que se proyecta en cada jornada de trabajo son ideas, opiniones de toda clase, lo cual, con la presencia omnisciente del comisario político, genera dudas, sospechas, vacilaciones, resquemores, actitudes paralizantes y, por encima de cualquier cosa, rechazo. Acaso por eso era Vignier quien dirigía los saludos y las sonrisas diarias para todo el mundo. Más allá de ello, las conversaciones absolutamente puntuales las tenía con los periodistas miembros del consejo de dirección, y los colaboradores cercanos, casi todos escritores, críticos y artistas visuales.
Ya a mediados de los años ochenta, Vignier comenzó a ser algo menos eficaz en su trabajo. No dejaba de exhibir oficio periodístico, pero condicionado por etapas notorias de absentismo. Aquello no trascendió a los trabajadores más comunes, pero sí a la dirección de la revista y al equipo más cercano: el administrador y los jefes de secciones. En relación con el absentismo, Vignier aludió siempre, únicamente, a problemas de salud, pero jamás le creyeron. Hubo incluso un director que lo obligó a someterse a un chequeo médico en un ingreso hospitalario y nada adverso le apareció, salvo la detección de un alcoholismo incipiente.
Vignier no era un borracho, pero se había convertido en un bebedor habitual, aunque después se supo que en Madruga había ocasiones en las cuales llegaba a su casa dando tumbos y se desplomaba en el portal. Entonces no pocos vecinos veían cómo la esposa y la hija adolescente tenían que halarlo por los brazos para entrarlo a la casa. Sin embargo, jamás hubo escándalos en el pueblo, ni tormentas institucionales dentro del MINCULT. En el pueblo la gente apenas murmuraba con lástima, porque el recuerdo grato del padre —el doctor Vignier— permanecía incólume.
“El Kiki Botella”
En el ministerio de Cultura se intentó hacerle una reprimenda grande, incluso con la intención de separarlo del cargo. Eso me consta porque me lo comentó en 1990 Romualdo Santos, quien entonces dirigía Revolución y Cultura. Aunque teníamos una gran amistad, incluso a nivel de su familia, Romualdo no me lo comentó por cosas del azar, sino porque durante un tiempo me ocupé de dirigir la sección sindical de la revista. De no haber tenido esa responsabilidad jamás me habría hablado al respecto; entre otras cosas porque yo era muy joven y, desde siempre he tenido muchísima facilidad para crear motes (o nombretes, como se dice en Cuba). Entonces a Enrique Vignier empecé a llamarlo “el Kiki Botella”. Alguien se lo dijo a Romualdo Santos y recibí una reprimenda sonora en privado.
La cuestión es que Santos, cansado de las repetidas ausencias de Vignier, conversó con alguna instancia alta de las autoridades del ministerio para proponerles la remoción del cargo. Le respondieron que de eso nada: ese hombre era inamovible. La respuesta llegó desde la representación de la seguridad del Estado a través de uno de los viceministros de Cultura. De manera que no hubo más remedio que continuar lidiando con Vignier. La solución fue para peor, porque la nomenclatura cultural aprovechó que se había desocupado la plaza de subdirector editorial para nombrarlo en ese cargo, o sea, era el segundo al mando de la notable publicación del ámbito de la altura cultura en Cuba.
Aunque tuve entonces la impresión que Vignier se llamó un tanto a capítulo en lo concerniente a su nuevo puesto laboral, para el cual no tuvo necesidad de adaptarse, pues desde hacía años conocía muy bien la dinámica de la revista. Además, tendría la posibilidad de ejercer más a plenitud la condición de comisario político de poca monta. Al cargo de jefe de redacción promovieron al periodista y escritor Enrique Pérez Díaz.
Dañar la reputación de los intelectuales "incómodos"
Por aquella época —segunda mitad de los años ochenta— la esfera pública cubana se vio de pronto matizada por los primeros destellos notorios de oposición al gobierno. Apareció primero el grupo contestatario que lideraba el poeta y periodista Raúl Rivero (1945-2021), el cual dirigió al régimen una carta abierta con una serie de demandas políticas y sociales que halló un apreciable respaldo moral en ámbitos de la intelectualidad internacional, incluso en Europa Occidental.
Poco después emergió la figura de Ricardo Boffill (1943-2019), quien dio bastante quehacer a la seguridad del Estado. La estrategia indicada por el MININT siempre fue la criminalización. De no existir indicios para ello, y si no había forma de crearlos, pues se procedía a la deslegitimación moral. Así, el grupo de Raúl Rivero comenzó a ser conocido como “Los diez del Bocoy”, en alusión al gusto de Rivero por la bebida y porque el Bocoy era un ron que entonces se consumía bastante en el mercado nacional. A Boffill le dieron connotación de impostor, de embustero y gandul. Para ello aprovecharon algún que otro desliz de Boffill en una entrevista-interrogatorio a la que fue "convocado" por la policía política.
Todo ese material audiovisual fue exhibido por la Televisión Cubana en horario estelar. Uno o dos días después, también se transmitió un reportaje sostenido en varios testimonios de personas conocedoras de Boffill desde la más temprana juventud. Uno de los entrevistados fue Enrique Vignier, quien llegó a tratarlo desde la época de corresponsales voluntarios. Sobre Boffill tuvo frases absolutamente deslegitimadoras. Al día siguiente, apenas llegó Vignier a la sede de la revista, casi nadie se interesó por preguntarle acerca de tal alocución.
Al final de la mañana recibió la llamada telefónica de una mujer que se identificó como la esposa de Boffill, quien para esa fecha creo que no estaba en Cuba, aunque no recuerdo con precisión. La señora le dijo a Vignier que estaba muy ofendida por todo lo que él había declarado ante las cámaras de la televisión cubana y que, en la tarde, a las cuatro en punto, estaría en la revista para tener una conversación.
Ancianas en la primera línea de combate
Apenas terminó la llamada, a Vignier le entró un desasosiego descomunal. Desarticulado, sintió que en la sede de Revolución y Cultura no tenía a quien acudir, pues él era el más alto de los directivos allí presente. Entonces decidió llamar al jefe de la seguridad del Estado en el MINCULT y le explicó sobre la llamada. El policía, sin inmutarse en lo más mínimo, le dijo que recibiera a la mujer y escuchara lo que tenía a decirle. Vignier, consternado, le preguntó si no iban a enviarle refuerzos, o al menos a alguien para que fuera testigo del intercambio y de paso lo protegiera.
El funcionario le respondió nuevamente con un no rotundo. Lo único indicado era oír a la mujer y punto. Cuando la llamada telefónica terminó, Vignier ideó una estrategia para él brillante: organizar una avanzada de centinelas-zapadoras. Reclutó en su oficina a tres mujeres casi ancianas, empleadas de la revista: todas se hallaban a punto de arribar a la setentena.
Una era la pantrista; las otras dos, encargadas de la limpieza. A la primera le indicó que se ubicara vigilante en el balcón de la revista. La segunda recibió la orden de permanecer en el balcón del semanario Cartelera. A la tercera le dijo que tomara posición en la azotea. Él estaría en su oficina. Apenas vieran movimiento, debían avisarle inmediatamente. La orden de combate fue dada al filo del mediodía. Sobre las seis y cuarto de la tarde, el cielo de La Habana empezaba a adquirir el acostumbrado tono gris. Los trabajadores de la revista y el semanario se habían marchado. La esposa de Boffill jamás apareció. Las tres viejas llevaban rato dando perreta para que Vignier las desmovilizara de la primera línea de combate.
Valencia, España, septiembre de 2025.
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