COMALA
El penal duerme. Todos sueñan que están libres, caminando con sus novias y esposas a la vera de un río que refleja el azul; sueñan que visten las mejores y más caras ropas del mundo y, en ese universo que les ha sido negado, suben uno y otro escalón para acceder al edificio de las cosas indescriptibles. Así son los sueños de libertad, con la amenaza de una realidad hirviente y la nube de clavos que se hunden en la carne.
A las 6 am suena la campana, y los guardias con tonfas entran dando golpes a los que en 3 segundos no pudieron tender la cama. Será un día largo con marchas de siete horas a pleno sol, un almuerzo típico de un restaurante en Liliput y clases de política hasta el anochecer. Si el día ha sido malo para el capitán jefe del presidio, las penas continúan con par de horas de marcha, como un plus para quedar bien con las gárgolas.
En la noche llegan los problemas. La galera se convierte en zona prohibida para los guardias y comienzan las apuestas, las broncas y la venta de pastillas de Parkisonil, la droga oficial de Cuba, tanto dentro como fuera de la prisión; pero dentro valen más. Una pastilla se canjea por una caja de cigarrillos populares. Una pelea preparada le da al ganador 10 pastillas. Una vez al mes, la visita de la familia, por dos horas, incluye una jaba con comida, y un panqué vale 20 Parkisoniles.
Las visitas eran el único momento feliz, aunque solo mi madre y mi hermano Otoniel podían entrar.
—Nombre.
—Miguel Entenza. Vengo a ver a mi hijo Hermes. Hoy es día de visita.
—Pero usted no puede. Usted es cura de iglesia, y esta es una zona libre de esas estupideces.
—Yo no vine a hablar de iglesias, vine a abrazar a mi hijo.
—No hablará de iglesia, pero trajo la "gusanería". ¿Cree que no sabemos quién es?
Si quiere ver al recluso Entenza, pídele a Dios paciencia, porque aquí en La Eva, no lo verá.
Y se iba rumbo a casa el viejo Entenza, con el sol cayéndole de plano en la cabeza, haciendo zigzag entre los hierbajos y la mierda de perro. Seguramente miraba de lejos las alambradas con cara de asombro y miedo, pensando en sus años de prisión política, con idéntico uniforme de mezclilla azul y una P mayúscula en el lomo.
Mi madre se quedó sola esperando por el aviso para entrar al patio de visitas. Cuando logramos vernos me contó la tragedia con mi padre. Pero había más, lo intuí, y lo supe cuando logré salir de la prisión: ese día, después de marcharse mi viejo, la tuvieron parada dentro de un charco de agua sucia bajo el sol; allí estuvo más de una hora sin poder sentarse hasta que logró entrar al cochino patio donde yo la esperaba.
Madre sufría mi carencia de miradas del viejo y atenuaba el vacío con libros y cartas de amistades y de la muchacha del barrio pidiéndome paciencia, y prometiéndome que un día estaríamos desnudos en la playa.
Cuando el oficial de guardia que revisó los bolsos con comidas que la familia me trajo, vio los libros que en cada visita mi madre me traía y que yo leía para entregárselos el próximo mes para tener otros. Esa vez entraba "Tartarín de Tarascón" y posiblemente los cuentos de Edgar Allan Poe.
—Coño, si te gusta leer, aquí hay una caja con varios libros. Estaba llena, pero los hemos usado para limpiarnos el culo. Te voy a traer dos o tres.
Al otro día el tipo entró al penal con tres libros escogidos al azar seguramente. Me prestó "Así se templó el acero", una edición soviética de tapa dura. De los otros dos, recuerdo "El llano en llamas", y "Pedro Páramo". No puedo explicar la reacción que causó en mí ese ejemplar. No me gustó o no entendí las jugarretas de Rulfo. Yo era un joven que todavía no había entrado en el mundo de la literatura. No entendí las mudas en la narrativa, me azoraban. Pero allí, bajo la tortura, el hambre y la represión típica de una cárcel, supe que había libros escritos de manera muy especial; entendí lentamente que una narración es más que contar, también es entrar de lleno en la cabeza del lector. Me vi en Comala, afiné la vista y el oído para entender que todo es Comala, la sequedad, el polvo y la tierra muerta; pero también existían las Comalas del alma, ese sitio de donde quieres irte para siempre, porque verlo y vivirlo nunca se va de la mente. Comala era mi país lleno de lágrimas y miseria, y yo un viajero de paso por el infierno visitando los fantasmas. Como Juan Preciado, cabalgaba entre la desolación y la muerte.
Por todas esas sensaciones quizás ingenuas de un adolescente, me ayudaron, cuando volví al libro años después, a construir la primera visión que tuve sobre lo que puede dejar un buen libro en el lector.
Llegaron inviernos, ciclones, lluvias y el calor intenso de veranos bestiales. Ya habíamos olvidado las delicias de un buen ventilador y una cena decente. Dentro de un albergue cerrado con rejas, las almas se alteran, lo mismo con frío o calor. Las farras de los guaposos eran con Parkisonil y alcohol de la bodega importado por los mismos guardias que lo vendían carísimo. Los tranquilos celebrábamos exprimiendo los desodorantes que la familia nos traía; aquellos tubos azules que eran puro alcohol. Se hablaba de todo, de leyendas de brujería, de las jevitas, de las veces que habíamos templado. También había broncas y desmadre producidos por el hambre y la nula esperanza. Tuve una sola pelea en La Eva, y esa vez fue empate; salimos los dos con la cara rota, pero caminando. Mi socio del alma nunca pudo saberlo. Adrián, el Jabao eléctrico, estaba sabe Dios en qué prisión disciplinaria, y no lo veía desde el día del traslado. Cuando logré la libertad tampoco pude encontrarlo; quizás se fue por el Mariel, como casi todos mis amigos de la infancia, como Roxanna.
Ya era 1980 y supimos del Mariel por chismes entre los presos, y después en las visitas de nuestros familiares. Por mi madre me enteré de los huevazos, las golpizas a la "escoria" que se iba. Supe que mis vecinos llegaron a Miami directamente al hospital porque a la hija mayor la abusaron y la golpearon. El viejo Entenza intentó salir con todos en un yate comprado por las iglesias de Estados Unidos con el objetivo de usarlo para pastores y religiosos cristianos de cualquier confesión, pero no pudimos salir porque yo cumplía con el Servicio Militar.
Un día de junio de 1980 salí en libertad. Un auto me esperaba a más de cien metros de la puerta. Era el viejo. Nos abrazamos con fuerza, lloramos de alegría, y los bichos de la tierra, los mosquitos y ratas del cañaveral respetaron el llanto de un hombre enfermo que nunca pudo verme con el uniforme azul, para suerte de él y mía.
Aseguraba mi madre Disney que todos los excesos de alcohol, la vida disoluta que llevé después de haber salido de ese mundo, y la taquicardia paroxística que he padecido desde mi juventud, es culpa del Servicio Militar y del gobierno cubano.
Soy de una generación destruida por el hastío. Somos el logotipo de la muerte en vida o la última escena de una película maldita filmada en la tierra del odio y la desproporción. Somos los de mirada perdida y piel cuarteada, los hijos de un sistema que nos regala un pan para que aplaudamos a pesar del cataclismo, pero es un pan de piedra que nos rompe el esófago y nos convierte en los monolitos que la dictadura exhibe como obras de arte.
Nota del autor: Los nombres de personas, excepto los de mi familia, son ficticios, y algunos giros de conversación también están tratados de otra forma. Después de casi medio siglo es imposible retener nombres y frases literales. Pero, la historia es real, contada con toda la exactitud que permiten los recuerdos.