Masa
"Pero el cadáver, ay, siguió muriendo…"
César Vallejo
El capitán de navío GR descansaba al fin. Una bandera escuálida hacía honores en la esquina de la mohosa sala funeraria. La viuda intentaba mantener la espalda recta en aquella silla oxidada y coja. La hija del capitán de navío miraba la escena sumida en el marasmo de lo infernal.
La tarde anterior, GR había recibido una visita no deseada, pero prevista. Sabía que vendría. Con el temple de caballeros de órdenes antiguas que corría por sus venas colapsadas, le plantó cara. La vieja flaca de capucha negra y ojos vacíos lo miró con respeto y le mostró sus cartas. El capitán de navío escogió su destino: “Aunque vuelvan a sacarme la tripa por la barriga, igual me voy; así que dejen todo en el lugar que va y no me jodan”. La vieja flaca asintió.
La hija esperaba el reporte del cirujano. Habían pasado varias horas desde que llevaron a su padre al único quirófano disponible. Entonces supo que había llegado un paciente con los sesos colgando y lo llevaron con urgencia a cirugía, así que su padre tendría que esperar. Se preguntaba quién estaría con él, sin saber que una vieja con voz de gruta lo acompañaba.
El capitán miró a su alrededor. Quiso saber cuánto tardaba, pero no lo miraban; quiso decir que tenía frío, pero nadie lo atendía; quiso pedir otro cobertor, pero ya era transparente. Solo la vieja estaba ahí. Se acercó lentamente y le puso una mano huesuda en el corazón. Se dejó llevar.
Primero se helaron los pies y las manos. No podía casi moverse. Sintió que comenzaba a flotar en la misma medida en que su respiración se tornaba más y más leve. Repasó rápidamente su vida. Le pareció que hizo casi todo bien, al menos como él pensaba que estaba bien. Recordó a sus cuatro hijos —tres mujeres y un hombre—, gente de bien. Logró despedirse al menos de dos, pero dejó un mensaje de amor para los otros y para sus siete nietos. Su viuda sobreviviría de la mejor manera según las circunstancias. Fijó la vista borrosa en la capucha negra que solo podía ver por detrás. Cada vez más frío, cada vez más leve, intentó cubrirse mejor con la colcha endeble que la enfermera le tiró encima, pero no fue suficiente y se abandonó al éter.
Al cabo de cinco horas de angustiosa espera, la hija preguntó por su padre. Recibió la indolente noticia de que el capitán de navío nunca entró al quirófano. Cuando fueron a buscarlo ya era tarde. La presión sanguínea bajó mucho y no pudieron hacer nada. Así quedó, con el cuerpo helado y las tripas calientes a la espera del papel que explicaba su muerte.
Lo que vino después fueron todos absurdos inconexos. Únicamente las tripas se mantenían vivas, en una panza cada vez más abultada, como recordando su participación en los sucesos. El cuerpo permaneció abandonado por varias horas más. La hija, desesperada, no recibía el reporte de defunción. Solo había espacio, y por poco tiempo, en una funeraria lejana. Había que apurarse.
Llevaron por fin el cuerpo; él observaba los esfuerzos de la hija por resignarse a la austeridad obligada. Allí estaba la silla oxidada y coja para la viuda. Alguien llevó la bandera escuálida. La sensación de atrocidad llegó con la noticia de que se llevarían el cuerpo al crematorio. “A las cinco de la tarde”. “¿A dónde, si a esa hora todo cierra?”. El acomodador del cuerpo no supo qué responder y se fue. Quedaron solas.
Le siguió entonces una serie de llamadas infructuosas para intentar llevar el cuerpo al crematorio antes de las cinco. Podía llegar un carro, sí, decía una voz desganada, mientras otra, también falta de inflexiones, decía que no, que había un solo automóvil y ya estaba copado el recorrido.
Entonces aparecieron, a exigir, Los Combatientes: una red añeja de personajes con más entusiasmo que posibilidades, llenos de ínfulas antiguas. Pero la respuesta de las voces plásticas era la misma: “Sí, antes de las cinco”. “No, no hay carro”. Como todo, un cruce ilógico y descoordinado. A las cuatro de la tarde apareció un vehículo. Un vuelco de alegría totalmente ajeno a la situación embargó a todos. “¿Viste que teníamos que venir? Nosotros sabíamos que lo resolvíamos”, dijeron Los Combatientes.
La solución se logró gracias al soborno de una habilidosa amiga de la familia a la empleada de la funeraria que hablaba con las voces del teléfono. Pero eso no lo supieron los viejos exigentes. Mejor que ni se enteraran. Denunciarían el hecho y el capitán de navío se quedaría toda la noche encerrado en aquella caja rota, con el pus y la mierda saliendo por antiguas suturas.
Otra amiga utilizó un chantaje persuasivo: “Imagínate, si no se lo llevan ahora, ustedes van a tener que limpiar toda esa porquería mañana por la mañana porque aquí no hay electricidad, ni hielo, ni nada para conservar el cuerpo”. Ante la imagen de amanecer limpiando inmundicias, la de la funeraria consiguió el transporte.
En medio del desorden, contra cualquier respeto al luto, el preparador del cuerpo vino con el chofer a llevarse el ataúd. Cuál no sería la sorpresa de la hija y la viuda cuando vieron que el automóvil traía ya otra caja. El capitán quedó recostado sobre su lado izquierdo. Miró sobre su hombro. Divisó un cuerpo cenizo y unos ojos negros que también lo observaban con asombro. “Compadre, acomódese, que el camino es el mismo”, dijo el del cuerpo cenizo. “Es que ya no puedo, han puesto la caja inclinada”.
La hija trataba de entender cómo llegarían al crematorio sin atropellarse, aquellas dos cajas que se mecían en el fondo corroído del carro fúnebre, y que definitivamente se golpearían entre ellas cuando comenzara el largo recorrido por todas las calles llenas de baches. “Hay que apurarse, el gas se acaba y hay que ponerlos antes de la cuota de mañana”. “¿Cómo que se acaba?”, preguntó incrédula. “Solo tenemos para quince cuerpos diarios, todos antes de las cinco de la tarde”. “Oiga, pero cómo usted sabrá allá cuál es el mío”, preguntó la hija al chofer. “No se preocupe, nosotros sabemos”. “¿Y cómo sabré yo?”. “Tiene su nombre”. Y colocaron encima de la caja un papel medio rasgado escrito a lápiz, borroso, con el nombre mal escrito del capitán de navío. La hija se calló. A esa hora estuvo por última vez cerca del cuerpo de su padre.
El capitán sentía el crujir de los hierros del auto, rozando unos contra otros. También crujían los clavos oxidados y las tablas de pino reutilizadas para componer la maltrecha caja en forma de ataúd que lo encerraba. Iba dando tumbos, y aunque ya no sufría el dolor que lo había llevado al punto de una segunda cirugía, podía ver su panza cada vez más grande, más inflada, más tensa, a punto de chocar con la tapa de la angosta caja. Sintió un olor intenso, repulsivo, proveniente de las tripas rotas, llenas de la materia que le arrebató la vida. Apenado con el de cuerpo cenizo que seguía observándolo, pensó: “El pobre, tener que oler esta inmundicia”.
—Perdón —le dijo en tono cortés—, usted no tendría que oler esto.
—No tenga pena, hombre, yo también me cagué —respondió su compañero de viaje—. No había ningún baño que sirviera donde yo estaba. Pensé que era yo.
—Si al menos me hubieran dejado la ropa… —se lamentó el capitán de navío.
—¿Usted también está en cueros? Esta gente no deja a uno ni salir con dignidad. A mí también me quitaron todo, hasta el collar de Changó que me había puesto mi hijo. Lo que pasa es que yo soy un pingú y no me importa. Claro, no sabía que usted iba a estar aquí.
—La ropa era un regalo de mi hija, seguramente se la devolvieron —dijo esperanzado el capitán.
—No, compadre, esa gente no devuelve ná. ¡A que mañana la venden! —concluyó el de cuerpo cenizo.
Ambos quedaron apenados, resistiendo las emulsiones mutuas, con la sensación de exposición total de todas sus partes. Mientras, el carromato rebotaba infinitamente en el camino roto.
La hija quedó inmóvil. Vio alejarse aquel automóvil negro con demasiada carga para sus posibilidades y diseño, aterrada ante la idea de recibir las cenizas de otra persona. La viuda, en tanto, era “atendida” por Los Combatientes. Satisfechos por el éxito de su gestión, se daban palmadas en la espalda hasta que, muy serios y callados, recogieron la bandera escuálida, conscientes otra vez del momento en que se encontraban.
Nadie supo qué ocurrió en el lugar donde el fuego cumpliría su tarea. Cincuenta horas después, la hija recibió un recipiente de cerámica cruda con un intento de diseño, y un documento que atestiguaba que los dignos polvos del capitán de navío GR estaban adentro. Lo llevó a la habitación que compartieron por más de cuarenta años, donde su viuda lo velaría la última noche.
Al día siguiente los laboriosos Combatientes organizaron el depósito de las cenizas en el panteón que honraba a los de su clase. Otra vez la misma bandera. Una silla oxidada brindó apoyo a la viuda y una linterna ayudó a entrar en el interior de un espacio lúgubre que en el que vivían dos o tres perros.
Ninguno de Los Combatientes se preguntó por qué a la puerta del panteón le faltaban pedazos. Tampoco se preocuparon cuando los perros movían la cola buscando atención. Alguno pensó que sería mejor que hubiera gatos para evitar los ratones, mientras una cola veloz se escondió detrás de los recipientes polvorientos.
Se leyeron dos discursos, más un alegato espontáneo del representante del Partido en la comunidad. No vale la pena recordar qué decían aquellos papeles mal doblados e ilegibles, salidos de los bolsillos de los vocales. Las frases eran similares, anquilosadas, con algunos signos de admiración, siempre las mismas.
Pero Los Combatientes no conocían otra manera de decir, no era posible que existieran otros modos, así que hicieron lo mejor que pudieron, o lo único que sabían, todos rebosantes de buena voluntad y total convencimiento del deber cumplido. La hija se concentró en las palabras que demostraban admiración, respeto y reconocimiento a la humildad y honestidad del padre, quien vivió como pensó que era correcto, aconsejaba con la sabiduría de la experiencia y era buscado por la comunidad ante las desavenencias. Los Combatientes no sabían que años atrás el capitán se plantó ante algunas propuestas incoherentes y que esos principios le costaron espacio y posición. Ese era su orgullo. “¡Buena mierda!”, pensaba ella.
Cuando el cuerpo llegó al lugar del fuego, ya había otros esperando por varias horas. Al momento de entrar al espacio del fin, un carro fúnebre todo negro y entorchado llegó con urgencia. Un funcionario regordete, sudado, ostentando su poder, se apresuró para llegar a la puerta y dio órdenes a los empleados del crematorio de paralizar el proceso. El recién llegado debía ser cremado de inmediato.
Los cuerpos se miraron, todos con la misma interrogante. Del carro fúnebre sacaron un féretro pulido y lo colocaron en una camilla con ruedas, diferente de las carretillas abolladas en que los movieron ellos. Los empleados llevaron la camilla hasta una puerta contigua, similar a la que estaban abocados el capitán y los otros: igual de hierro, pero forjada y brillante. El empleado responsable de esa área, vestido con uniforme de protección y con guantes, abrió la puerta y dejó pasar al privilegiado.
El resto de los cuerpos desnudos fueron trasladados en carretillas, de dos en dos y de tres en tres, a una enorme nave, similar a las bocas del averno que muchas veces el capitán de navío había conocido en sus vastas lecturas. Los colocaron lentamente en unas literas renegridas por fuegos de piltrafas y huesos que le recordaron al capitán sus años de juventud sacrificada, como le habían dicho que era correcto. Tenían que esperar. Ya eran casi las cinco.
Justo entonces, ante lo inconcebible de la espera, el capitán de navío decidió que haría su última declaración de principios. Se levantó de la litera, se acomodó como pudo —el techo de la nave era bajo para su estatura—, buscó con la vista al cuerpo cenizo que lo acompañó en el irregular recorrido final y encontró su mirada. El cuerpo cenizo comprendió en un instante y asintió. Se levantó, mostró a todos su complexión y atributos de mandinga, y se colocó al lado del capitán.
Así fueron levantándose poco a poco los otros, sobre sus huesos flacos, sobre sus pies dañados, con las tiras de piel sin grasa, con los estómagos estragados, con ojos hundidos en sus calaveras expuestas, algunos con más dientes que otros, y se acercaron. Los empleados se paralizaron. El capitán de navío caminó hacia la puerta con cerradura de bronce. Miró fijamente al portero. El ejército de cadáveres lo seguía incólume. El portero hizo un gesto de asentimiento, abrió con respeto, con ceremonia, y se unió a sus colegas, asombrados todos ante la inmensidad de lo increíble.
El funcionario regordete gritó histérico, pidió que vinieran las fuerzas del orden para reprimir tamaña insubordinación. Los cuerpos ignoraron el berrinche y siguieron de largo. Solo uno, al final del grupo, lo cató con sus ojos vacíos y le sopló su aliento profundamente terrenal y antiguo. El funcionario quedó paralizado, víctima de un terror infinito que lo acompañaría para siempre.
Mientras tanto, el capitán de navío entró a la nave de fuegos limpios, se acercó al cuerpo recién llegado y dejó que sus tripas finalmente se aliviaran. Toda la incomodidad de la última semana, toda la materia inmunda que lo había llevado a la muerte, todo el vaho que lo rodeaba desde entonces, salió disparado por las suturas viejas y nuevas, por el ano que había dejado de funcionar y que de pronto, consciente del deber impostergable que tenía, había resucitado para la misión final.
El de cuerpo cenizo y los otros hicieron lo mismo. Un concierto de sonidos sibilantes y estruendosos, de olores repugnantes, de líquidos viscosos fermentados, de orines ácidos, de heridas supurantes apagó las llamas. El cuerpo en la caja negra brillante quedó cubierto de las más grandes inmundicias producidas por el desamparo de los años.
Libres ya de amargura y desolación, los cuerpos volvieron a sus literas, todos juntos, sin preocuparse por los nombres mal escritos en cada bandeja. A las cinco de la tarde ardieron limpios.