El país de mis sueños
Cuando era niño, hablaba todas las noches con mi mejor amigo. Se llamaba Leonardo, pero le decía cariñosamente Leo. No vivía en mi barrio, ni siquiera en mi ciudad. Leo no existía para nadie más que para mí. Cuando la soledad me apretaba, cuando la oscuridad se apoderaba de mi pequeña casa y las velas apenas nos iluminaban, él aparecía y me hacía reír. Llenaba el silencio con su voz y su alegría.
—Oye, Leo, ¿sabes qué? —le decía mientras me tiraba en el techo de zinc caliente de la casa.
—¿Qué cosa? —respondía él con esa voz alegre que parecía venir del viento.
—Me imagino que vienes de un lugar distinto.
—¿Y cómo es ese lugar del que vengo? —preguntaba con curiosidad.
Yo cerraba los ojos y lo describía con la certeza de un niño: un país donde nunca cortaban la luz, donde los bombillos no parpadeaban cansados y las neveras nunca se convertían en cajas vacías. Un país donde los niños tenían cuadernos nuevos con dibujos de colores, y no hojas amarillentas arrancadas de aquí y de allá. Un país donde podía dormir y los mosquitos no me picaban en las noches.
El país de Leo era un lugar donde el pan alcanzaba para todos y olía a recién horneado en las mañanas. El café no se colaba a escondidas, medido con temor, sino que llenaba la casa con su aroma. Las madres no tenían que preparar la comida con casi nada porque los alimentos abundaban.
Allí las calles no eran grises ni llenas de baches, sino caminos rectos, arbolados, donde los niños podían correr sin miedo. Los parques tenían columpios que no chirriaban de óxido, y los bancos siempre estaban ocupados por risas, no por silencios. Los hospitales no daban miedo porque eran lugares de cura y no de espera infinita. Los maestros no estaban agobiados, sino orgullosos, y las escuelas eran templos de esperanza, no edificios descascarados.
En el país de Leo los sueños no se guardaban en maletas para cruzar océanos, sino que germinaban en la misma tierra donde habían nacido. Nadie tenía que marcharse a otras tierras para poder vivir.
Leo me escuchaba con paciencia infinita, como si mi realidad no fuera la suya.
—¿Y tu mamá cómo estaría allí? —solía preguntarme.
Yo callaba unos momentos porque mi mamá, en aquel país inventado, sonreía siempre. No tenía que hacer colas desde la madrugada, ni esconder lágrimas cuando no podía comprarme zapatos. Allí caminaba ligera, como si la vida no pesara tanto.
Creía que algún día iba a llegar a ese lugar. Estaba convencido. Pero los años pasaron y el país soñado nunca apareció. Crecí, me hice hombre, y la realidad me golpeaba cada día con la misma crudeza.
El techo donde conversaba con Leo se oxidó, la casa se cayó en pedazos y mis sueños de niño quedaron atrapados entre la escasez y los silencios obligados. Un día no pude más. Tomé la decisión que había jurado evitar: me fui.
El viaje fue duro, con más miedos que esperanzas. Desde niño siempre le tuve respeto al mar. Su inmensidad parecía querer tragarme. Pero fui valiente. Cuando al fin pisé el suelo de otro país, entendí que no era el de mis sueños de infancia. Era distinto: más ruidoso, más ancho. No entendía sus costumbres. Me costaba entender y pronunciar el idioma. Pero había luz eléctrica siempre, comida suficiente y libertad de decir lo que pensaba sin mirar con miedo hacia los lados. Eso bastaba.
Sin embargo, aunque el cuerpo estaba en otro sitio la mente seguía allí, en mi país soñado. Cada vez que caminaba por calles limpias y veía a los niños salir de las escuelas con mochilas llenas, me dolía. Porque era exactamente lo que había soñado junto a Leo, y sin embargo no lo estaba viviendo en mi país. A veces cerraba los ojos, y a pesar del ruido de la ciudad nueva, casi podía escuchar la voz de Leo.
—¿Lo ves, Daniel? —me decía— Al final llegaste.
Pero no era lo mismo. No era igual que haberlo tenido en casa.
Los años pasaron otra vez. Me hice viejo. De Leo solo quedaron el recuerdo y sus preguntas. A veces me cuestionaba si no sería yo mismo quien me las hacía para no sentir tanto la dureza de la vida.
Hace poco mi nieto me pidió que le contara un cuento. Sin pensarlo empecé a narrarle esta historia. Le hablé de un niño que tenía un amigo invisible con el que soñaba todas las noches un país distinto. Le conté sobre la esperanza, y que las cosas podían cambiar con solo imaginarlo.
Mi nieto me escuchaba y los ojos le brillaban. No me interrumpió ni una vez. Cuando terminé, me miró serio.
—Abuelo… ¿y ese niño llegó a ver el país que soñaba?
Callé. El silencio pesó tanto como los silencios de mi infancia. Al fin respondí:
—No, mi niño. Nunca lo vi. Ese país nunca existió. Tampoco pude inventarlo aquí adentro —dije señalándome la frente—, porque los sueños pesan demasiado cuando no los dejas volar.
Mi nieto siguió mirándome fijamente. Comprendí que había entendido más de lo que yo quería. Con la naturalidad que solo tienen los pequeños, dijo:
—Entonces lo voy a soñar por ti, abuelo.
Sentí un nudo en la garganta. Cerré los ojos, y escuché una vez más la risa de Leo flotando en el aire.
Entendí de repente que tal vez ese país soñado nunca existió en ningún mapa ni en los libros de geografía. Era un territorio invisible, levantado con anhelos y memorias. Sin embargo, seguía vivo en la imaginación de quienes todavía tenían la fuerza para soñarlo, como si cada pensamiento fuese un ladrillo y cada esperanza un cimiento.
Entonces comprendí que ese país no se busca afuera sino dentro de nosotros. Habita en la fe obstinada de resistir y en la capacidad de imaginar un futuro distinto. Quizá, después de todo, lo más cercano a alcanzarlo no era encontrarlo, sino atreverse a seguirlo soñando.