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Oficio Escritor | Sergio Pitol (Premio Cervantes 2005): Consejos a los jóvenes novelistas

"El relato debe contarse y recontarse desde distintos ángulos, y en él cada capítulo tiene la función de aportar nuevos elementos a la trama y a la vez desdibujar o contradecir el bosquejo que los precedentes han establecido".

"Los tormentos del trabajo creativo", Leonid Pasternak (1892).
"Los tormentos del trabajo creativo", Leonid Pasternak (1892).

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Consejos a los jóvenes novelistas

Texto publicado originalmente con el título "Primer acercamiento a una Ars Poética". Literatura Mexicana de Hoy, número especial de Aleph: Revista de Literatura Hispanoamericana, no. 9, septiembre de1994, pp. 20-27.

Hace un par de meses recibí una invitación para asistir a la Bienal de Narradores que tiene lugar en Mérida, Venezuela, donde cada uno de los asistentes debería exponer su ars poética personal. La enunciación del tema me mantuvo aterrado durante unos días. ¿Qué podría yo decir al respecto? A lo más que podría llegar, me decía, sería a esbozar un bosquejo de ars combinatoria, o sea a enumerar algunos de los temas y circunstancias que de una u otra manera han individualizado mi escritura. 

"En México, durante la adolescencia, frecuenté larga y devotamente la obra de Alfonso Reyes".

El bagaje teórico ha sido a lo largo de mi vida lamentablemente raquítico. Sólo a edad avanzada, durante una estancia de trabajo en la embajada mexicana en Moscú, me acerqué a la obra de los formalistas rusos y de algunos continuadores de su obra. ¡Quedé deslumbrado! No lograba explicarme cómo había podido ignorar hasta esa fecha aquel mundo cuajado de incitaciones prodigiosas. Me propuse estudiar posteriormente los aspectos fundamentales de la lingüística, las diversas teorías de la forma, asomarme a la Escuela de Praga, llegar al estructuralismo, a la semiótica, a las nuevas corrientes, a Genette, a Greimas, a luri Lotmann y la Escuela de Tartú. La verdad sea dicha, ni siquiera llegué a mayores en el estudio del formalismo ruso. Leí eso sí, con indecible placer, los tres volúmenes que Boris Eijenbaum dedicó a la obra de León Tolstoi, el libro de Tynianov sobre el joven Pushkin, la Teoría de la prosa, de Viktor Sklovski, ya que también en ella lo que de teoría literaria se filtraba estaba aplicado a determinadas obras concretas, las de Boccaccio, Cervantes, Sterne, Dickens y Biely, entre otras. El placer se volvió aún más intenso al llegar a Bajtín y leer sus estudios sobre Rabelais y Dostoievski. Cuando traté de asomarme a los textos especializados, los llamados "científicos", me sentí perdido. Me confundía a cada momento, desconocía el vocabulario. No sin remordimientos los fui abandonando paulatinamente. De cuando en cuando me aflige mi torpeza y me inflama la esperanza de que en un futuro estaré en condiciones de continuar esos estudios. 

"Mi aprendizaje es el resultado de una lectura inmoderada de cuentos y novelas".

En México, durante la adolescencia, frecuenté larga y devotamente la obra de Alfonso Reyes, que incluye varios libros de teoría literaria: El deslinde, La experiencia literaria, Al yunque. Los leía, me imagino, por el puro amor a su idioma, por la asombrosa música verbal que se desprendía de ellos. Si algo le debo a Reyes y a los varios años de tenaz lectura de su obra, fue la pasión por el lenguaje, su insospechada y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para insertar giros del lenguaje cotidiano, en apariencia reñidos con la prosa literaria, en alguna compleja disquisición sobre Góngora, Virgilio o Mallarmé. La razón teórica en Reyes no encontró en mí sino sordera. Le soy deudor en cambio de una posible afinación del gusto y el acercamiento a varios mundos literarios a los que de otra manera quizás habría tardado en llegar: los poemas homéricos, la literatura española medieval y la de los Siglos de Oro, la novela del sertón y la poesía vanguardista de Brasil, Sterne, Borges, la novela policiaca. ¡Y tantas cosas más! Su gusto era ecuménico. Reyes se movía con ligera seguridad, con extremada cortesía, con curiosidad insaciable por zonas literarias poco sospechadas. Concebía como una especie de apostolado el compartir con su grey todo aquello que le deleitaba. Fue un esperanzado y paciente pastor que se propuso, y en algunos casos lo logró, desasnar a varias generaciones de mexicanos. Lo que la mía le debe es invaluable. En una época de ventanas y puertas cerradas, Reyes nos incitaba a emprender todos los viajes. Evocarlo me hizo recordar uno de sus primeros cuentos: La cena, un relato de horror inmerso en una atmósfera cotidiana, donde a primera vista todo parece normal, anodino, hasta, podría decirse, un poco dulzón, mientras entre líneas el lector va poco a poco presintiendo que se interna en el mundo de la demencia, quizás en el del crimen. La lectura de La cena debe haberme herido en un punto propicio. Años después comencé a escribir. Y sólo ahora advierto que una de las raíces profundas de mi narrativa se hunde en aquel cuento. Buena parte de lo que más tarde he escrito no ha sido sino un juego de variaciones sobre aquel relato.

Sergio Pitol, escritor mexicano (1991).
Sergio Pitol, escritor mexicano (1991).

Mi aprendizaje es el resultado de una lectura inmoderada de cuentos y novelas, de mis empeños como traductor y del estudio de algunos libros sobre aspectos de la novela escritos casi siempre por narradores, como el ya clásico de E. M. Forster, el elaboradísimo cuaderno de notas de Henry James, o el fragmentario de Anton Chéjov, así como de una larga serie de entrevistas, artículos y ensayos sobre la novela escritos también por novelistas; sin olvidar, por supuesto, las conversaciones con la gente del oficio.

"El novelista deberá entender que la única realidad que le corresponde es su novela".

Los decálogos, esa enumeración de instrucciones para uso de jóvenes aspirantes a escritores, siempre me han resultado fascinantes por el mero hecho de permitirme leer después la obra de sus autores bajo una luz que tal vez sin ellos no hubiera sospechado. Los preceptos que Chéjov escribió para orientar a un hermano menor decidido a emprender el oficio literario son la clara exposición de una poética que de manera gradual el narrador ruso había forjado. No son la causa sino el resultado de una obra donde el autor había perfilado su mundo y fijado ya su especificidad literaria. Pero, ¿entendemos mejor a Chéjov al conocer esa preceptiva extraída de su propia experiencia? Me parece que no. A cambio, el conocer la artesanía empleada para escribir sus relatos admirables con toda seguridad intensificará el placer de la lectura. Conocer esa preceptiva le permitirá descubrir si no su mundo conceptual sí algunos secretos de su estilo, o, más bien, los misterios de su carpintería. Sólo que si aplicamos como norma esa misma preceptiva a Dostoievski, a Céline o a Lezama Lima, tendríamos que descalificarlos como narradores, pues tanto su universo como sus métodos y fines se encuentran en total oposición a los de Chéjov. ¿Podría acaso el decálogo de Horacio Quiroga aplicarse a la obra de Joyce, de Borges o Landolfi? Me temo que no. No por otra razón, sino porque pertenecen a familias literarias diferentes. Cada autor, a fin de cuentas, ha de crear su propia poética, a menos que se decida a ser el súcubo, o el acólito de un maestro. Cada uno construirá, o, tal vez sea mejor decir encontrará la forma que su escritura requiere, ya que, sin la definición de una forma no existe narrativa posible. Y a esa forma, el hipotético creador deberá llegar guiado sólo por su propio instinto. 

Uno aprende y desaprende a cada paso. El novelista deberá entender que la única realidad que le corresponde es su novela, y que su responsabilidad fundamental se finca en ella. Todo lo vivido, los conflictos personales, las preocupaciones sociales, el amor, las lecturas, y, desde luego, los sueños, habrán de confluir ahí, puesto que la novela es una esponja que deseará absorberlo todo. El narrador cuidará de alimentarla y fortalecerla, pero sin permitirle su intrínseca propensión a la obesidad. “La novela en su definición más amplia -dijo Henry James- no es sino una impresión personal y directa de la vida." 

"El mundo real sufre un proceso de deformación al ser filtrado por una conciencia".

Y ya que cito a este gran narrador, debo reconocer que algunas de las lecciones decisivas sobre el oficio las debo a su lectura. He tenido la suerte de haber traducido al castellano siete de sus novelas, entre ellas una de las más endemoniadamente difíciles que pueda permitirse cualquier literatura: Lo que Maisie sabía. Traducir permite entrar de lleno a una obra, conocer su osamenta, sus sostenes, sus zonas de silencio. James me confirmó en una tendencia que había aparecido ya desde mis primerísimos relatos: un acercamiento furtivo y sinuoso a una franja de misterio que nunca queda aclarada del todo para permitir que el lector elija la solución que le parezca más adecuada. Para lograrlo, James me proporcionó una solución sumamente eficaz: la eliminación del autor como sujeto omnisciente que conoce y determina la conducta de sus personajes y su sustitución por uno o, en sus novelas más complejas, varios "puntos de vista", a través de los cuales el personaje se interroga mientras trata de alcanzar el sentido de algún hecho del que ha sido testigo. Por medio de ese recurso el personaje se construye a sí mismo en el intento de descifrar el universo que lo circunda. El mundo real sufre un proceso de deformación al ser filtrado por una conciencia. Nunca sabemos hasta dónde aquel narrador (aquel "punto de vista") se atrevió a confesar en su relato, ni qué porciones decidió omitir, así como tampoco las razones que determinaron una u otra decisión. 

"El relato debe contarse y recontarse desde distintos ángulos."

De la misma manera, y aún antes de leer a James, mis relatos se caracterizaron por sostener una visión oblicua de la realidad. Por lo general existe en ellos una oquedad, un vacío ominoso que casi nunca se cubre. Al menos, no del todo. La estructura debe ser muy firme para que esa vaguedad que me interesa no se transforme en caos. El relato debe contarse y recontarse desde distintos ángulos, y en él cada capítulo tiene la función de aportar nuevos elementos a la trama y a la vez desdibujar o contradecir el bosquejo que los precedentes han establecido. Una especie de tejido de Penélope que se hace y deshace sin cesar, donde una historia contiene el germen de otra historia que a su vez llevará a otra hasta el momento en que el narrador decida poner fin a su relato. Se trata de una convención literaria que de ninguna manera es novedosa. La tradición literaria remonta sus orígenes a Las mil una noches. En el Lejano Oriente este género ha sido empleado con frecuencia y ha producido algunas obras que irremediablemente tenemos que llamar maestras: El sueño de los pabellones rojos de Cao Xuequin, escrita en China en el siglo XVIII, y el Rashomón de Ryunosuke Akutagawa en el Japón de este siglo. La filiación occidental es más fácil de trazan La encontramos en el Quijote, en Los cuentos de Canterbury. En el Siglo de las Luces rebrota con energía asombrosa en Jacques el fatalista, de Diderot, en El manuscrito hallado en Zaragoza, de Jan Potocki, y en ese portento de portentos que es Tristram Shandy de Laurence Sterne. En nuestro siglo, este tipo de novelas cuya composición siempre se asoció a las cajas chinas o a las matrioshkas rusas, y que hoy día los teóricos denominan mise en abîme (puesta en abismo), ha encontrado una legión de seguidores. Me conformo con citar tres títulos deslumbrantes: El buen soldado, de Ford Maddox Ford, La verdadera vida de Sebastian Knight, de Nabokov, y El jardín de senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges. 

"La armonía y el delirio, la tragedia y lo grotesco no tienen por qué ser caras diferentes de una misma moneda".

La elaboración de mi primera novela, a finales de los años sesenta, coincidió con una actitud universal de desprestigio de la narración, de aborrecimiento del relato. Confesar algún interés por la obra de Dickens, para citar un solo ejemplo, podía considerarse como una provocación o una cándida declaración de chabacanería. Tel Quel era el árbitro del mundo. La literatura, el cine, la pintura eran sus colonias. Como casi todos mis compañeros de generación, estaba convencido de que la renovación de formas era necesaria para devolverle a la novela una salud que le estaba fallando. Aplaudíamos con fervor las nuevas experiencias, aun las más radicales, pero en mi caso el interés por lo nuevo jamás logró mitigar mi pasión por la trama. Sin anécdota, la vida me ha parecido siempre disminuida. Contar historias reales e imaginarias ha sido mi vocación. Cualquier posible incertidumbre al respecto se me ha desvanecido ante la frecuentación de Galdós, ese desconocido, mi amado y verdadero maestro. En su obra, al igual que en la de Goya, descubrí que la armonía y el delirio, la tragedia y lo grotesco no tienen por qué ser caras diferentes de una misma moneda, sino que pueden lograr integrar en plenitud una misma unidad. 

Escribir novelas ha sido para mí, si se me permite emplear la expresión de Bajtín, dejar un testimonio personal del perpetuo inacabamiento del mundo. 

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Sergio Pitol

Sergio Pitol.

Sergio Pitol Deméneghi (Puebla, 1933 - Xalapa, 2018) fue un escritor, traductor y diplomático mexicano, galardonado con el Premio Miguel de Cervantes en 2005. Entre sus numerosos reconocimientos destacan el Premio Xavier Villaurrutia (1981), el Premio Herralde (1984), el Premio Nacional de Ciencias y Artes (1993) y el Premio Juan Rulfo (1999). Su obra incluye libros de cuentos como Vals de Mefisto (1984) y Cuerpo presente (1990); novelas como El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991); y obras memorialísticas que crearon un género narrativo muy personal: El arte de la fuga (1996), El viaje (2000) y El mago de Viena (2005). Fue también un prolífico traductor de autores como Jane Austen, Henry James, Joseph Conrad, Witold Gombrowicz y Antón Chéjov, vertiendo al español obras del inglés, italiano, polaco, ruso, húngaro y chino.

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