Pinar del Río está muriendo. No con un estruendo, sino con el zumbido tenaz de un mosquito, con la fiebre que quema las sábanas al amanecer, con el silencio de una provincia que se desangra en una crisis sanitaria sin fin.
Dicen que el dengue, el zika y el chikungunya son solo virus, nombres técnicos que se repiten en informes oficiales y boletines epidemiológicos. Pero en la tierra del tabaco y las montañas, esos nombres tienen sabor a derrota. Son la razón por la que las camas de los hospitales se han convertido en territorios de lucha, donde el personal médico —carente de recursos, sobrepasado por la demanda— libra una batalla desigual contra un enemigo que no da tregua.
La gente de Pinar del Río ya no resiste. La resistencia tiene límites, y esos límites se llaman desabastecimiento de medicamentos, fumigaciones que nunca llegan, y la angustia de ver a un hijo, un padre, un vecino, sucumbir ante la fiebre y el dolor articular. El chikungunya, cuyo nombre significa "hombre retorcido" en lengua makonde, describe con crudeza la realidad: hay quienes se encorvan de dolor durante semanas, incapaces de trabajar, de caminar, de vivir.
La negligencia del régimen: más letal que los virus
¿Dónde está el sistema de salud que antes era un ejemplo para América Latina, según los discursos oficiales? Hoy es un espejismo. Las calles de Pinar del Río, otrora llenas de vida, son ahora un paisaje de puertas cerradas por el miedo. El mosquito Aedes aegypti ha ganado la partida. No porque sea invencible, sino porque la negligencia, la burocracia y el olvido le han allanado el camino.
Esta no es solo una crisis sanitaria. Es el síntoma de una enfermedad mayor: la indiferencia. Mientras los organismos internacionales emiten alertas, en los hogares pinareños se cuentan los días entre fiebres y rezos. No hay brigadas de fumigación , no hay campañas de prevención efectivas, no hay medicamentos para todos. Solo hay mosquitos y la certeza de que mañana habrá más enfermos.
Pinar del Río muere y nadie escucha sus gritos de auxilio
Pinar del Río no merece morir así, en silencio, convertida en un laboratorio de arbovirus y desidia. Merece que su grito sea escuchado. Merece que alguien, en alguna parte, recuerde que allí también hay gente que sueña, trabaja, ama. Gente que ahora se acuesta cada noche preguntándose si despertará sin fiebre.
La provincia se ahoga en su propia agonía. Y mientras tanto, el zumbido del mosquito sigue sonando, imparable, como un réquiem.
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