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Opinión | ¿A qué le teme un pueblo que muere lentamente?

"Un pueblo no muere cuando lo matan, sino cuando se resigna. Y Cuba, aunque herida, aún respira".

Imagen creada con IA que muestra una mujer de 76 años en un grito de dolor y frustración.
Imagen: Árbol Invertido (generada con IA)

El pueblo cubano no teme solo a la cárcel, porque en realidad vive en una prisión gigantesca. Una cárcel sin muros visibles, pero con un control asfixiante sobre cada palabra, cada paso, cada pensamiento. No teme únicamente a ser golpeado, aunque la represión física es cotidiana y brutal; teme también a la exclusión social, a perder su trabajo, a que sus hijos sean acosados en la escuela por pensar diferente, a ser vigilado por los vecinos, a que las fuerzas de seguridad irrumpan en su casa sin orden ni motivo real. 

Teme la censura que borra su voz, el acoso constante que desgasta el alma, la amenaza velada que impide la organización y el cambio. Teme ser perseguido por exigir derechos básicos: alimentos, medicinas, libertad. Teme que la esperanza muera no en una balacera, sino en el silencio impuesto. 

Teme la imposibilidad de hablar, de expresarse, de vivir sin miedo. Y teme, también, la traición de aquellos que, por conveniencia o miedo, prefieren callar y mirar hacia otro lado.

 El pueblo cubano es un pueblo que vive bajo un régimen que ha convertido la vida misma en una condena diaria. No solo al miedo tradicional de la prisión física, sino a la cárcel mental y social que atrapa a millones en un sistema que los silencia, los controla y los despoja de dignidad. 

Imagen creada con IA que muestra una mujer de 76 años en penumbras
Imagen: Árbol Invertido (generada con IA)

Acostarse sin electricidad y muchas veces sin alimentos no es la excepción: es la norma para un pueblo que languidece bajo una dictadura asesina y criminal, que ha llevado al colapso total de los servicios más básicos. Escribir sobre lo que vive el pueblo cubano no es fácil: es un sentimiento de tristeza y frustración que se clava en lo más profundo del corazón, no solo de quien escribe, sino también de quien lee. 

¿Cómo narrar el hambre, la desesperanza, la incertidumbre ante el futuro? ¿Cómo ser optimista cuando quienes gobiernan son los mismos que destruyeron el país desde 1959?  ¿Cómo decirle a un anciano que ha perdido toda su vida entre promesas incumplidas, que no se puede poner la solución en manos del problema? 

Porque sí, muchos aún creen que las cosas pueden cambiar. Y es cierto: pueden cambiar, pero no mientras sigan en el poder los corruptos del Partido Comunista de Cuba. 

Diana tiene 76 años. Fue maestra de Matemáticas durante gran parte de su vida, formando generaciones en un país que hoy parece haber olvidado la educación y la esperanza. Vive en un barrio humilde, en una casa con paredes agrietadas y techo que filtra. Su vida es la de miles de ancianos en Cuba: abandono, sobrevivencia y resignación. Su voz, pausada pero firme, es testimonio de lo que significa envejecer en un país destruido por más de seis décadas de promesas vacías. 

—¿Cuántos años tiene usted, Diana? 

—Tengo 76. No me da pena decirlo, me da más pena cómo los estoy viviendo. Pensé que a esta edad estaría descansando, en paz, viendo crecer a mis nietos, pero lo que hago es contar horas sin luz y días sin comida. 

—¿Cómo se alimenta? 

—Con lo que aparezca. A veces un poquito de arroz, un huevo si lo consigo, otras veces solo pan. Hay días que solo tomo café aguado. Mis hijos me mandan algo desde fuera, pero todo es tan complicado. Cuando llega el paquete o la remesa ya los precios subieron y no alcanza para nada. Y si no hay corriente, ni cocinar puedo. 

—¿Sus hijos la ayudan desde el exterior? 

—Sí, hacen lo que pueden. Trabajan mucho allá y siempre piensan en mí. Pero no me gusta que tengan que cargar conmigo. Ellos también tienen su vida. 

—¿Tiene acceso a medicamentos o atención médica? 

—Acceso sí, pero no hay nada. Lo que me receta el médico, muchas veces no lo tienen en la farmacia. Y si lo consigo por fuera, es carísimo. Tengo presión alta, artrosis, y últimamente casi no duermo. No hay calmantes, no hay pastillas. Lo que hay es aguante.

—¿Cómo enfrenta los apagones? 

—Ya uno se adapta, como si eso fuera normal. Cuando me agarra de noche, me quedo sentada en el sillón. Me da miedo moverme y caerme.  No hay ventilador, no hay televisión, ni radio. Solo oscuridad y calor. Es lo peor. 

—¿Siente miedo? 

—Miedo, sí, pero ya no como antes. Ahora siento rabia. Porque una cosa es tener miedo cuando tienes algo que perder, pero yo ya lo he perdido casi todo. 

—¿Qué piensa cuando ve que tantos jóvenes se van del país? 

—Siento tristeza, pero los entiendo. Aquí no hay futuro. Se van para buscar lo que aquí no existe: libertad, dignidad, esperanza. Cuba se está quedando sin juventud. Y los viejos como yo, pues aquí, esperando que algo cambie. 

—¿Cree que este sistema pueda cambiar algún día? 

—No mientras estén los mismos. Ellos no van a soltar el poder, porque saben que les tienen miedo a sus propios crímenes. Esto se pudrió hace mucho. 

—¿Cómo imagina sus últimos años? 

—Con paz. Pero no sé si la voy a tener. Ya no sueño con lujos, ni con cosas materiales. Solo quiero tranquilidad, que no se me vaya la luz, que no me falte un plato de comida, que pueda hablar sin miedo. Pero hasta eso aquí es pedir demasiado. 

—¿Qué le diría a quienes todavía defienden este sistema? 

—Que vengan a vivir una semana en mi casa. Sin luz, sin comida, sin agua, con las medicinas racionadas. Que vivan sin hijos cerca, con la pensión que no alcanza, y con la tristeza de ver a un país entero derrumbado. Después hablamos. 

—¿Y qué le diría a los que están fuera, que a veces ya no quieren mirar lo que pasa en Cuba?  

—Que no se olviden. Que sigan hablando, que sigan denunciando. Que el silencio también mata. Aquí nadie puede hablar, pero allá sí. 

El adoctrinamiento: una maquinaria que comenzó en 1959 

Desde 1959, el régimen cubano no solo se propuso controlar el poder político y económico: también se propuso moldear la mente de todo un pueblo. La revolución entendió que para sostenerse en el tiempo, necesitaba dominar el pensamiento, monopolizar la verdad y reescribir la historia. Así se puso en marcha una maquinaria de adoctrinamiento profunda, que aún hoy sigue operando. 

Desde las aulas más tempranas, los niños cubanos aprenden que Fidel es un padre, que el Partido es infalible, que la patria es una sola y que pensar diferente es traicionar. Se le canta al Che, se repite cada día que “seremos como él”. Se adoctrina no solo con libros, sino con rituales, con discursos, con símbolos. La escuela es un brazo ideológico del Estado. Y la historia oficial no admite debate: es una única versión, sagrada e inmutable. 

Los medios de comunicación han sido otro pilar de este aparato. No existe prensa libre dentro del país. Toda emisora, canal o periódico responde directamente a los intereses del Partido Comunista. Las noticias no informan: orientan. No se reporta lo que sucede, sino lo que conviene decir. Todo discurso alternativo ha sido perseguido, censurado o criminalizado. 

El arte, la literatura y la música tampoco escaparon. Los artistas que no se alinean con “los principios de la revolución” son invisibilizados, expulsados o incluso encarcelados. El miedo a expresar lo que se piensa ha calado hondo. Y esa es quizás la victoria más amarga del sistema: convertir la autocensura en instinto. 

Por décadas, esta maquinaria logró lo que parecía imposible: que millones de personas creyeran que no había alternativa. Que repitieran consignas vacías como dogmas. Que amaran a sus opresores. Que defendieran la miseria como si fuera dignidad. 

Y aunque hoy esa estructura se resquebraja —gracias a internet, a las voces disidentes, al contacto con el exterior—, el daño está hecho. Quienes crecieron dentro del sistema aún cargan con cicatrices mentales que no se borran fácilmente. Desconocer, en Cuba, es también un acto de rebeldía. 

Imagen creada con IA que muestra una mujer de 76 años con la boca tapada por una mano ajena.
Imagen: Árbol Invertido (generada con IA)

El éxodo como única válvula de escape

Mientras exista una puerta, por pequeña que sea, para salir de Cuba, quienes puedan cruzarla lo harán sin mirar atrás. No se trata de cobardía, sino de supervivencia. Para miles, enfrentarse al régimen significa exponerse a la cárcel, a la represión, al escarnio, a perder lo poco que se tiene. En cambio, emigrar —aunque duela— se ha convertido en el único camino hacia la dignidad. 

La dictadura lo sabe. Por eso no detiene el éxodo: lo permite, lo regula, lo usa como mecanismo de descompresión. Se van los inconformes, los jóvenes, los preparados, y se quedan los cansados, los vulnerables, los resignados. 

Es justo aquí donde salta la pregunta. ¿Por qué no se revela el pueblo cubano? 

No es fácil responder a esta incógnita desde la distancia o desde el juicio. Cuba no es una sociedad libre, ni abierta, ni segura para disentir. En un país donde todo está vigilado, donde las paredes oyen y los vecinos denuncian, rebelarse no es simplemente salir a la calle: es arriesgarlo todo. La represión ha sembrado un miedo profundo, que se hereda y se naturaliza. 

A eso se suma el agotamiento. Enfrentarse al poder requiere energía, organización, voluntad colectiva. Pero el cubano promedio gasta sus días en conseguir un litro de aceite, en sobrevivir sin corriente, en buscar cómo llegar al trabajo sin transporte. El día a día no deja espacio para el activismo. Es una estrategia del régimen: agotar al pueblo para evitar que piense en otra cosa que no sea sobrevivir. 

Cada joven que emigra es una voz menos dentro de la isla. Cada salida es también una señal: es más fácil escapar que luchar, muchos lo saben. No lo hacen por cobardía, sino porque no ven otra opción. Porque rebelarse sin red, sin respaldo, sin estructura, es casi un acto suicida. Y el pueblo cubano, aunque dolido, quiere vivir.

El pueblo cubano vive, resiste, y en algún momento decidirá no callar más.

Rebelarse requiere esperanza, y eso es lo primero que te arrebatan. Porque un pueblo desesperado, desmovilizado y aislado, es más fácil de dominar. Pero esa llama, aunque débil, sigue viva. 

El drama cubano no está en los titulares todos los días, pero sigue ahí: en cada apagón, en cada estómago vacío, en cada madre que llora en silencio, en cada anciano como Diana que espera sin saber qué espera.

No se trata de victimizar a un pueblo, sino de devolverle su voz. Cada vez que se normaliza la miseria, se perpetúa la injusticia. Y cada vez que alguien calla por miedo, el régimen gana tiempo. 

La revolución que prometió justicia terminó siendo un sistema que castiga la vida. Y aunque el pueblo aún no se haya levantado en masa, eso no significa que esté dormido. Vive, resiste, y en algún momento decidirá no callar más. Porque un pueblo no muere cuando lo matan, sino cuando se resigna. Y Cuba, aunque herida, aún respira.

 

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Owen

Árbol tatuado en un brazo.

(Seudónimo de joven cubano, residente en Cuba, que por motivos de seguridad prefiere mantener el anonimato.)

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