El método de la Navaja de Ockham propone como la explicación más plausible a cualquier misterio que se presentara ante el ser humano, la más simple: aquella que implica la menor cantidad de entes y el menor número de relaciones cuantificables entre ellos.
La repetida aplicación de este artilugio gnoseológico a lo particular y concreto solo hacía desaparecer el abigarrado y viviente mundo del sujeto pre-moderno. En lugar del mundo ancestral, el nuevo quedó reducido al observador y experimentador que usaba el método de la Navaja de Ockham para explicárselo; a las cosas materiales, privadas de subjetividad y de voluntad; y a una Voluntad —con mayúsculas— remota que había creado tanto a las cosas materiales como a quien las observaba y experimentaba con ellas, para inmediatamente después de crearlos retirarse por completo fuera de ese mundo nuevo.
La simplificación del mundo
Más tarde, durante el llamado Siglo de las Luces, que habría de terminar en los baños de sangre de la Revolución Francesa de 1789 —armada también ella de otra inflexible hoja de acero: la guillotina—, esa Voluntad remota fue desechada por innecesaria en la búsqueda de la tan ansiada simplicidad, al aplicarse la Navaja con mayor consecuencia al problema de explicación del Universo.
Era más simple suponer que tanto las cosas materiales, como quien las observaba y experimentaba con ellas, respondían a unas leyes inmanentes a su existencia, y no a una Voluntad remota, que aunque había optado por retirarse fuera de su creación, conservaba su omnipotencia y omnisciencia. Las leyes, sin voluntad pero inexorables y universales, prometían un mayor grado de predictibilidad de lo que podía esperarse en un mundo en las inmediaciones del cual merodeara un Dios que quién sabe si mañana se le antojaba volver a intervenir en sus asuntos.
No cabe dudar de la buena fe de los proponentes de la Navaja, al creer que con ella harían más libres a los hombres. Con ella se los libertaría, según creían, de los dogmas y los prejuicios. Se los acercaría a la Verdad, sin la cual no hay Libertad posible.
El error estaba en confundir Verdad con Predictibilidad. Conocer la Verdad no nos hace a los humanos más predecible el mundo y el comportamiento de nuestros semejantes en él. Equiparar Verdad con predictibilidad solo es posible en el caso de un ente omnisciente, que por definición propia conoce el mundo presente hasta el más ínfimo detalle, así como todas sus infinitas y sucesivas existencias pasadas y futuras. O en el que las leyes que rigen el mundo pudieran reducirse a una expresión mínima, única, manejable por un pensamiento que discurre a la manera del nuestro, en la que los hombres alcanzáramos a encontrar respuestas a absolutamente todas las situaciones imaginables que se nos presenten, de manera fácil y rápida. La Ley en Leyes.
Que no somos omniscientes es algo en lo que no creo sea necesario insistir. En cuanto a la Ley en Leyes aun (sin tilde) los más optimistas ubican su descubrimiento en un futuro mediato, utópico. Incluso para quienes creen en su posibilidad es como esas asíntotas, a las que las funciones matemáticas se acercan eternamente, más y más, sin llegar nunca a alcanzarlas. Lo que hemos visto hasta ahora de la ciencia más adelantada, la Física, es que de las relativamente simples ecuaciones newtonianas hemos llegado a las mucho más complejas de la Teoría General de la Relatividad y la Mecánica Cuántica. Ecuaciones que requieren de una formación matemática cada vez más especializada para comprenderlas y aplicarlas; y teorías, por cierto, cuya interpretación no parece ser posible desde el mundo que nos ha dejado el uso generalizado de la Navaja de Ockham. Al menos en el caso de la Mecánica Cuántica.
Desengañémonos: ante un mundo de sucesivas infinitudes, inagotable por esencia, la certeza es inalcanzable para seres con una capacidad sensitiva e intelectiva limitada, finita. Como nosotros, dotados de un pensamiento que discurre, mediante el cual solo conseguimos pensar algo a la vez, reduciéndolo en el tiempo a un teorema, un discurso o un relato.
Para nosotros, los mortales, la Verdad es que solo sabemos que no sabemos nada, como refirió Sócrates, y así será mientras seamos hombres en este mundo. Nuestra Verdad es por lo tanto nuestro inexorable sometimiento al antónimo de la Predictibilidad: el Destino. Hemos renunciado a una Providencia que provee sabia y justamente.
Reducir el mundo a nosotros y a cosas materiales regidas por leyes universales, nos sirve para hacer nuestro trato con estas últimas más previsible, y en consecuencia sacarles provecho: permitimos una mejor alimentación, enfermar menos y vivir unos años más con mejor estado de salud, viajar de un lugar a otro con mayor rapidez, alcanzar lugares tan distantes como la Luna, dormir con mayor comodidad, trabajar para ganarnos el sustento.
Pero no creo que con la simplificación del mundo que refiero hayamos logrado hacer más predecible nuestro comportamiento y el de nuestros semejantes, de lo que ya era en la Antigüedad o el Medioevo. No creo que el conocimiento del ser humano que tenía Sócrates, o cualquiera de los fislósofos griegos haya sido superado por la Antropología, la Psicología u otras disciplinas que estudian lo humano.
Con la Navaja de Ockham no se accede a la Verdad, al menos a la nuestra, a la humana, ni se logra hacer de ella algo diferente a una palanca, una llave o una navaja. La Navaja de Ockham es solo una herramienta en nuestro trato con las cosas. Nos permite cierto grado de predictibilidad en nuestra relación cotidiana con lo particular y lo concreto. Nada más.
Para nosotros, los mortales, la Verdad es que solo sabemos que no sabemos nada, como refirió Sócrates.
Sin embargo el uso continuado y exitoso que hacemos de la Navaja en lo particular y concreto, conlleva la tentación de usarla en lo universal, y a desechar lo trascendente. Su uso nos mal acostumbra a solo contar con las cosas materiales y las relaciones cuantificables entre ellas, hasta el punto de concebir al mundo como solo poblado por estas.
Porque en el mundo que nos deja la Navaja no solo desaparece la “tiránica” Providencia, sino incluso la persona humana, y en específico la mía, la tuya. Es el primer paso hacia el ser consecuente con la simplificación, con la estandarización del mundo; el primer paso en pos de la ansiada predictibilidad, para sostener que el comportamiento de los entes a quienes vemos actuar de manera semejante a la nuestra, los demás humanos, no responde a sus voluntades libres, sino a leyes físicas, químicas, biológicas, psicológicas, económicas e históricas (incluyo aquí las leyes del mercado, por cierto), o lo que es lo mismo: convertirlos en cosas. Por ahí no debe ir el razonamiento simplificante.
A no ser que podamos marcharnos a alguna isla desierta, a lo Robinson Crusoe, o mejor, a alguna estación espacial en el otro extremo de la galaxia, sin perder la razón en el intento (sinceramente, dudo que haya personas con tal capacidad de prescindir de los demás), el convertir al prójimo en cosas a su vez nos convierte a nosotros en consecuencias de reacciones químicas, eléctricas, regidos por inflexibles leyes naturales.
No perdamos de vista que de lo único que podemos tener constancia absoluta es de la realidad en que pensamos, pero no de lo pensado por nosotros. Por ejemplo, si discutimos si el cerebro es o no el recipiente material de nuestros pensamientos, asumimos la idea "cerebro" como todo lo que nos resulta evidente, pero de que el "tal" cerebro sea real no tenemos ninguna evidencia definitiva.
La trampa de la Predictibilidad
La Modernidad tiene en la Navaja de Ockham uno de sus pilares fundamentales, pues busca la Libertad al través de la Predictibilidad, lo cual resulta contraproducente.
En la Modernidad la Libertad pasó a ser definida como conocimiento de la Necesidad. O sea, la Libertad era el conocimiento de esas leyes universales e inexorables que vinieron a ocupar el puesto del Dios omnipotente y omnisciente de nuestros ancestros medievales, o de los inmutables dioses y espíritus de los antiguos. Pareciera un salto titánico hacia la "definitiva" liberación del Hombre, si de paso nosotros mismos no hubiéramos quedado sometidos a esas mismas leyes.
De hecho, en el simplificado mundo de la Modernidad solo podíamos descubrir las leyes universales e inexorables según un rígido itinerario, regido a su vez por esas mismas leyes: las de la lógica, de las matemáticas, o de la economía. La creatividad humana, que en el mundo pre-moderno tenía su origen en la libre voluntad de Dios, como la concesión de un Padre todopoderoso a sus hijos, quedaba en el ser en la Modernidad sometida a leyes exteriores a sí misma.
En la Modernidad la Libertad pasó a ser definida como conocimiento de la Necesidad.
En el supuestamente más libre mundo de la Modernidad ya no había una Voluntad suprema que interviniera a su antojo en nuestras vidas, en cambio nosotros mismos dejamos de ser sujetos libres para convertirnos en objetos de leyes inmanentes a la naturaleza de las cosas. Entre las cuales nuestro cerebro y su idea era otra cosa más.
La trampa estaba en que mientras la Voluntad Suprema podía optar por permitirnos elegir en consecuencia ser libres, las leyes universales sin voluntad son inexorables, y no nos dejan ningún resquicio de real libertad. Hacen de nosotros una cosa más, sometidos en nuestro comportamiento a esas mismas leyes cuyo conocimiento nos convierte supuestamente en amos del Universo.
El precio de la Modernidad
Nos engañamos: la Modernidad liberal o socialista, burguesa o proletaria, no nos ha hecho más libres. Por el contrario. Como cualquier tendero hábil en disímiles artimañas nos ha pasado Predictibilidad por Verdad, comodidad y relativa seguridad por Libertad.
La Predictibilidad nos permitió usar con mayor eficacia las cosas materiales para satisfacer nuestras necesidades y deseos materiales, y en consecuencia alcanzar la abundancia que disfrutamos en el presente.
La Modernidad logró evolucionar la Navaja de Ockham en navaja suiza gnoseológica: la ciencia, novedosa religión que nos ha permitido fantasear con haber tomado nuestros destinos en la mano.
El Porvenir, no obstante, tras quinientos años de Modernidad, no es tan impredecible en el presente como siempre lo fue en el pasado. La Muerte, aunque alejada en las estadísticas algunos años de nuestros nacimientos, sigue ahí, inmutable y tan sin fecha fija como siempre.
Es cierto que la tal esperanza de vida ha dado un salto de decenas de años en los últimos dos siglos Pero a pesar de lo reconfortante que nos resulta la conciencia de la estadística, el tenerla no nos evita que en el mismísimo instante en que suframos algún accidente no nos saque de este mundo, mucho antes de las edades registradas.
Por otra parte, hemos conseguido hacer desaparecer casi por completo el dolor físico mediante drogas más sofisticadas, descubiertas gracias a la ciencia. Mas los dolores del alma no han disminuido, incluso se han multiplicado y fortalecido, en la misma medida en que nos hemos mudado de los vivientes mundos anteriores a este gran cementerio de cosas materiales que es el mundo moderno.
La muerte y el sufrimiento permanecen entre los modernos como mismo entre los antiguos. Si tenemos el lujo de vivir como si no los admitiéramos, es porque al estar más seguros y cómodos en el inminente presente (ya no una reducida élite, pero una significativa mayoría) a los modernos les ha sido dado vivir, por primera vez, según el Carpe Diem (aprovecha el día). Estamos anestesiados de tal modo por el flujo indetenible de nuestros pensamientos que ya no vemos, justo al fondo de ese río que es lo único constatable de nuestra existencia, el lecho por el cual discurre esa otra fase sin la cual la primera pierde su complementario sentido original: Memento Mori (recuerda que morirás).
Memento Mori
La Modernidad nos ha convertido en los cerdos satisfechos contra los que hace dos mil quinientos años advertía el insatisfecho (por definición) de su humanidad, Sócrates. Si la principal diferencia entre nosotros y los animales era nuestra conciencia (que en ellos falta) de que moriremos inevitablemente, en el mundo que nos hemos recortado haciendo uso de la Navaja, nos es posible vivir como si no existiera lo inevitable, sumidos en el culto fanático de la juventud y lo sensorial.
Admitámoslo: lo único que nos hace soportable el mundo abarrotado de cosas materiales, el mundo poblado, habitado por una pluralidad de entes, y regido por una Voluntad omnipotente, es el encerrarnos en el instante presente; como si la muerte, el dolor y el sufrimiento hubieran sido erradicados. Sin embargo, por más que desviemos la atención en medio de la vorágine materialista, todo ello permanece al acecho, tras cada instante futuro o súbita remembranza de lo pasado.
Por demás, cuando salimos de la modorra moderna y chocamos con lo inevitable, nos anega un abismal sentimiento de desamparo. Es que nos falta definir un sentido para nuestras existencias, en un mundo sin propósito, en que las dos únicas opciones disponibles son las de terminar con nuestra vida, o aferrarnos a ella pero amodorrados en la abundancia material que nos ha traído la Modernidad.
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