Reinaldo Soto, muy joven, escribió una carta a Fidel Castro llamándolo “asesino”, terminó en la cárcel y luego el exilio. En estos poemas de su libro Para ver si alguien pasa con mi nombre (Ediciones Homagno, 2025), Soto traza un mapa poético donde la nostalgia y el desarraigo dialogan con la memoria y el olvido. Las imágenes y el ritmo de sus versos construyen un universo donde lo cotidiano se vuelve sublime y lo efímero se transforma en eternidad.
Un sueño como un hacha
Soñé que iba en las calles de este siglo
que cual várices reptan sobre el rostro
de una ciudad poblada por fantasmas,
entre individuos fuera de sí mismos
quienes traían clavada la mirada,
como un hacha en el cráneo de una niña,
sobre el líquido vítreo del teléfono…
Y llego a un punto en que me veo tan solo
que no siento conmigo ni a mi sombra
por lo que me detengo frente a una
que encuentro acurrucada en esta esquina,
tan sola así, como quien quiere un beso
aunque sea de un lobo o de una víbora,
la cual según he calculado tiene
el ancho de mis hombros, mi estatura…
Pero intento obligarla a que me siga
diciéndole que es mía. ¡Y no se mueve!
Y la he saltado, y la he rodeado en círculos
y la he mirado a donde creo que tiene
los ojos que no tiene, y la he pateado
y he fingido que me iba, y me he pegado
la goma de mascar en el zapato
para ver si lograba levantarla
y arrastrarla a mi suerte. Pero nada.
Pasó luego a mi lado un perro sucio,
sin collar y sin dueño, y un anciano
con su casa portable en la cabeza…
Poco después una señora fina,
muy blanca, casi rosa, desafiante,
de esas que ahora está abortando el siglo
mirando al sol como si fuera suyo
con un niño muy negro de la mano,
seguro que adoptado, de trofeo.
¡Pues todos con su sombra, y yo sin una!
Y aquí me tengo, anclado en este punto
sin quererme marchar, pues me avergüenza
lo que diría la gente si me viera
andar tan solo que ni sombra tengo.
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Ah, esta isla, otra vez
Isla beso de pólvora que en una chispa estallas,
y ya eres mueca, espasmo, maldición, mordida,
jirones de algún labio que cuelga en el alambre
como carne salada puesta a secar al viento
del monte en lo más solo. Ya sin nombre, sin dueño,
sin rostro, sin espera. Isla espina del largo,
del ancho, de la fuerza de la raíz de un roble
que te clavas y creces debajo de las uñas
de aquellos que nacimos con la lengua y los dedos
mordidos en las piedras de un molino; ese ubérrimo
silencio con su total ausencia de esperanza
que ensordece de golpe a todo quien lo escucha.
¿Por qué aún te traigo atada como una oruga al cuello
si es mejor no tocarte ni con la luz de un rayo?
¿Por qué giro en mí mismo, como el perro que muerde
la punta de su cola, intentando volver
a aquella insana infancia en donde no fui libre,
ni dichoso, ni límpido, ¡como tal vez creía!,
sino un sórdido y mustio soldadito de plomo
con las manos colgadas con alambre de espino,
de la aciaga cruceta de aquel titiritero,
la bestia verde olivo que además nos dio el hambre,
el miedo, la zozobra, la sensación sin bordes
de sus ojos de hielo herrándonos la espalda,
que aun sigue imperturbable en mí, en los de mi tiempo,
sin importar lo largo ni lo hondo que escapemos?
¿Por qué sigo buscando sin verla, en sus rescoldos
a la que fue esa patria que ahora es ya acaso un leño
transversal del que cuelgan millones de suicidas?
¿Por qué insisto en querer salvarnos de este miedo
a que solo haya sido lo que creí nación
un pacto de suicidio entre un pueblo y su bestia?
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La traición de las cosas
Imagina que llegas a un punto en que tus cosas,
todos estos objetos que sientes que te quieren
y que te necesitan como la hiedra al muro
porque sin ti no lucen, en masa te traicionen.
Y de súbito empiecen a comerte los labios
tu plato y tu cuchara; a escupirte las manos
tu pluma y tu cartera —aquella de oro y plata,
ésta de cuero fino y que con gesto ufano,
sacas en las reuniones como trofeos de guerra—.
Imagina que el cerco de ese anillo de bodas
que es tu orgullo y tu cárcel se estreche hasta que salte
como de un puente el dedo y que mil cascos lo esparzan
cual si fuera un coágulo de toro sobre el ruedo.
Y que luego el latido del reloj, sus diamantes,
se extiendan como un herpes de tu muñeca al hombro
poniéndote las venas sobre la piel. Y entonces
imagina que salten las patas de tus gafas,
a atenazar tus ojos con hambre de langostas;
que tu corbata, airada, restalle y se te enrosque
como una cobra al cuello, que se llenen de espuelas,
dentro tus zapatos, y se te pudra el vino
cuando lo estés bebiendo, mientras la copa arranca
como un cincel tus dientes, uno a uno. Imagina
que a lo bonzo se incendien sobre tu propio cuerpo
tu saco, tu camisa, tu pantalón, tus medias.
Que se convierta en tábanos el forro de tu almohada
y se vuelvan tus sábanas tejido de alacranes
con el crujido terco, de un cuerpo que se crema,
y que la propia silla, la del cojín de siempre
en la que te derramas hecho un nervio sin músculos
hasta de piel desnudo, para escribir tus versos
como si fuera el último refugio de tu mundo,
se vista de alfileres. Y que escapas del sueño
de esta cruel madrugada, comiéndote a ti mismo…
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El pasado es mañana
—Apártese de esta isla. Y ya no vuelva atrás
ni a recoger su nombre —me dijo la adivina.
—El pasado es mañana en una tierra inhóspita
en donde el tiempo roe los bordes de su sombra
con el hambre de un lobo sin madre en cada rostro—.
—Huya, sálvese… Tiemble, —susurró la gitana
mirándose en mis ojos— tan solo de pensar
en ver como esta gente se arrastra por las calles
acunando el cadáver de lo que fue su vida.
A tientas, por esta isla muñeca de vudú
colmada de alfileres, sin brazos y sin piernas,
y con un ancla al cuello, que lleva entre los ojos
un leño del que cuelgan millones de suicidas.
Huya y queme sus naves, —volvió a insistir la oráculo
leyéndome la mano. —Hasta los puertos quémelos,
no es una patria ni un país, sino un naufragio en ciernes.
Y algún día, si no vuela a tiempo, hasta a el jilguero,
el propio viento escuálido que sube de la tierra;
los árboles, las casas, los nidos de los pájaros
cuando nadie lo mira, le pudrirá las alas—.
—Sálvese y no regrese. Ni a por sus muertos vuelva.
¿No ve que todos huyen — preguntó la adivina
haciendo que leía las líneas de mi mano—
sean vivos o cadáveres, impútridos o en polvo,
pero que nadie escapa. Y que ni el rostro vuelven
cuando acaso les nombran, porque andan en un círculo
de orfandad en torno a los confines de su isla?—.
Entonces desperté, corrí y ya no he parado
de escapar, y vigilar y perseguir mi sombra
no sea que me devuelva a allí de donde vengo.
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Desarraigo
Yo les puedo jurar que no soy árbol,
que esta mirada llena de gorriones
con que al azote de las soledades
pongo a escurrir mis huesos junto al mar,
y este rumor que fluye de mi cuerpo
cuando arrojo mi sombra a las gaviotas
a que la picoteen en los crepúsculos;
ya un viernes, ya un abril, algún enero,
entre tanto los ojos se me tornan
interminable red de pescadores
son obra de mis pérdidas, mis fugas,
aquel montón de mí que ha ido quedando
en los trasiegos de mis desarraigos.
No una intención arbórea o de raigambre
que no tendré ni tuve, que no quiero,
aun cuando ahora ya sé que todo escape
es una sed sin fondo, una desolación,
un miedo,
un frío.
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Estos poemas pertenecen al libro Para ver si alguien pasa con mi nombre (Ediciones Homagno, 2025), de Reinaldo Soto.
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