El dios que fracasó, publicado por primera vez en 1949, es una antología en la que seis intelectuales de izquierda: André Gide, Arthur Koestler, Ignazio Silone, Stephen Spender, Richard Wright y Louis Fischer, relatan su desilusión con el comunismo soviético. Cada uno describe cómo pasó de creer en los ideales de justicia e igualdad a rechazar un sistema que, en la práctica, se volvió represivo y totalitario bajo el estalinismo. El escritor Félix de Azúa señala en el prólogo a la edición española: "Aquel amor inicial se transformó en rechazo y horror al descubrir que, tras los bellos ideales, se escondían crímenes atroces y retrocesos enormes en las libertades, de los que habían sido cómplices involuntarios". En Gide, el desencanto ocurrió tras su visita a la Unión Soviética en 1936. En las palabras introductorias a su testimonio, la crítica literaria irlandesa Enid Starkie apunta que "en 1937 ya no era capaz de señalar la diferencia entre las consignas inscritas en las paredes italianas y las que vio en Rusia. Las mismas frases en ambos credos idénticos: ‘cree, obedece, lucha’. ‘Estas inscripciones italianas —dijo en su Diario— podrían haber estado en los muros de Moscú. El espíritu comunista ya no está en oposición al fascista, ya no se diferencia en nada’. Más tarde pensó que el sueño soviético de un estado totalitario era una utopía opresora donde no se escuchaba a las minorías esclavizadas y donde, lo que era peor, todos pensaban igual".
Cuenta Homero cómo la diosa Deméter, en su errar en busca de su hija, llegó a la corte de Céleo. Nadie la reconoció, ya que iba disfrazada de vieja niñera. Un recién nacido, Demofonte, fue confiado a su cuidado. Por la noche, cuando las puertas se cerraban y todos dormían en la casa, Deméter apartaba a Demofonte de su caliente y blanda cuna y, con aparente crueldad, aunque en realidad inspirada por un gran amor y por el deseo de transformar al niño en dios, lo colocaba desnudo sobre un lecho de ascuas incandescentes y se inclinaba sobre aquel retoño como si fuera la encarnación de la Humanidad futura. El niño soportaba el calor de las brasas y esta prueba del fuego le hacía fuerte y glorioso; se preparaba así para todas las esperanzas y los sueños. Deméter, sin embargo, no pudo completar su atrevido propósito. La madre del niño, Metanira, así dice la leyenda, ansiosa por la seguridad del infante, irrumpió un día en la habitación y, apartando violentamente a la diosa, tiró las brasas y con ellas las virtudes sobrenaturales que transmitían, y para salvar al niño sacrificó al dios.
Hace unos años hice constar por escrito mi amor y admiración por la Unión Soviética, donde se llevaba a cabo un experimento sin precedentes que hacía latir mi corazón con fuerza y del que esperaba un avance inmenso, un impulso capaz de arrastrar a toda la Humanidad. Valía la pena estar vivo en ese momento para poder ser testigo de esta renovación y entregar la vida entera para apoyarla. Me uní resueltamente, en nombre de la cultura futura, a la suerte de la Unión Soviética.
Cuatro días después de mi llegada a Rusia declaré, en el funeral de Gorki, en la Plaza Roja de Moscú, que el destino de la cultura estaba ligado, para mí, al futuro de la Unión Soviética:
La cultura ha sido hasta ahora una prerrogativa de la clase privilegiada y requiere de tiempo libre para desarrollarla; la mayoría de la sociedad ha trabajado arduamente para que un pequeño número de gente pueda disfrutar de la vida, mientras el jardín de la cultura, de la literatura y del arte había estado cerrado y solo tenían acceso no los más inteligentes, sino aquellos que no habían sufrido necesidades desde la niñez. Es cierto que la habilidad no va acompañada necesariamente de la riqueza, y en la literatura francesa Molière, Diderot y Rousseau se elevaron desde el pueblo; pero sus lectores eran personas adineradas. Cuando la revolución de octubre agitó profundamente a las masas rusas, se dijo en Occidente, y se repitió y creyó universalmente, que esta marea arrasaría toda obra de arte. En el momento en que la literatura dejara de ser el privilegio de una clase se temió que constituyera un peligro. Para contestar a esta acusación los escritores de todos los países se agruparon con la firme convicción de realizar un deber urgente. Es cierto que la cultura estuvo amenazada, pero el peligro no vino de las fuerzas revolucionarias y liberadoras, sino, por el contrario, de aquellos grupos que trataban de subyugar estas fuerzas y destrozarlas. Es la guerra la amenaza mayor para la cultura; esa guerra hacia la que nos conducen las fuerzas nacionales inspiradas por el odio y la envidia. Sobre las fuerzas internacionales y revolucionarias recae el deber de proteger la cultura. Su destino está ligado, a mi entender, al destino de la Unión Soviética y debe ser defendido.
Este discurso pertenecía a la primera parte de mi visita, cuando todavía creía —todavía tenía la ingenuidad de creer— que se podían discutir seriamente temas culturales con los rusos. Ojalá todavía pensara lo mismo. Si yo me equivoqué al principio, debo reconocer mi error lo antes posible, porque tengo la responsabilidad ante los compatriotas a los que mis opiniones hayan podido llevar por el mal camino. Ningún orgullo personal —tengo muy poco, de todos modos— debe impedirme ver que hay cuestiones mucho más importantes que yo mismo y mi orgullo personal, más importantes, incluso, que la Unión Soviética. El futuro de la Humanidad y el destino de su cultura están en peligro.
"Todo me parecía maravilloso"
Como mi viaje por Rusia fue organizado, todo me parecía maravilloso. En contacto directo con los obreros, en sus talleres, en sus fábricas y en sus centros de recreo, pude disfrutar de momentos de profunda alegría. En ningún sitio como en la Unión Soviética se establecen tan fácilmente relaciones humanas cálidas y profundas. Las amistades se hacen rápidamente —a veces basta una mirada— y se forjan instantáneamente fuertes lazos de simpatía. Creo francamente que en ningún país como en la Unión Soviética se disfruta de un sentimiento tan profundo de fraternidad. Mi corazón se inflamaba y lloraba por exceso de alegría —lágrimas de amor y de cariño—. Los niños que vi en los campamentos estaban bien alimentados, bien cuidados y eran felices. Su mirada estaba llena de confianza y esperanza. Su expresión de felicidad iluminada la vi también en las caras de los obreros en los centros de recreo donde se reunían por la noche al final de su jornada. Todas las ciudades de la Unión Soviética tienen ahora centros de recreo y jardines de infancia. Como muchos otros visitantes, vi fábricas modelo, clubs, campos de juego, que me maravillaron. No deseaba otra cosa que dejarme llevar por la admiración y convertir a otros también, ya que esa sensación es muy agradable. Si protesto ahora contra este encantamiento es que tengo serios motivos para hacerlo.
"Mi error inicial fue creer todas las alabanzas que había oído".
Comencé a ver claro cuando, sin la compañía de guías oficiales, viajé solo por todo el país para poder ponerme en contacto directo con sus gentes. Había leído demasiada literatura marxista como para encontrarme desplazado en Rusia, pero también había leído demasiados relatos de viajes idílicos y demasiadas apologías entusiastas. Mi error inicial fue creer todas las alabanzas que había oído y desestimar todo lo que podría haberme iluminado por el tono despectivo en el que estaba expresado. Sucede demasiado frecuentemente que los amigos de la Unión Soviética rehúsan ver nada malo o, por lo menos, reconocerlo, en el país, así que la verdad se expresa con odio y la falsedad con amor. Mi inteligencia está constituida de tal forma que mi mayor severidad se dirige especialmente hacia aquellos que precisamente me gustaría aprobar siempre, y no creo que el mejor procedimiento de expresar amor sea contentarse solamente con alabanzas. Creo que hago un servicio mejor a la causa representada por la Unión Soviética al hablar sin demasiada circunspección y consideración.
Desde luego, no tuve personalmente motivo alguno de queja durante mi viaje, a pesar de todas las explicaciones que se inventaron posteriormente para invalidar mis críticas, que fueron frecuentemente interpretadas como resultado de un conflicto personal y de una desilusión, lo cual es completamente absurdo. Porque nunca he viajado con más lujo y comodidad; siempre con los mejores coches, un compartimento privado en el tren y las mejores habitaciones y comidas en todos los hoteles; siempre se me ofreció lo mejor y en todas partes se me dispensaron recibimientos triunfales. Fui aclamado y festejado; nada se consideraba demasiado bueno para mí. Era imposible que marchara sin un recuerdo maravilloso del recibimiento que me habían tributado. Pero, por el contrario, todos estos favores me recordaban constantemente los privilegios y las diferencias en un lugar donde había esperado encontrar igualdad.
"Confié en Rusia y lo que más me afligió no fue que no fuera perfecta".
Cuando escapé de los funcionarios y me mezclé con los obreros, descubrí que la mayoría vivía en la más terrible pobreza, mientras a mí se me ofrecía un magnífico banquete diario en el que la variedad, riqueza y cantidad de los entremeses bastaban para saciar el apetito antes de que comenzara la comida —una comida de seis platos que duraba cuatro horas—. Como nunca tuve que pagar nada mientras estuve en Rusia, no puedo calcular el coste de estas fiestas, pero un amigo mío, que conocía los precios de la Unión Soviética, me dijo que, probablemente, costarían entre doscientos y trescientos rublos el cubierto, y los trabajadores que yo conocía ganaban solamente cinco rublos diarios y tenían que contentarse con pan negro y pescado seco. Durante nuestra estancia en Rusia no fuimos huéspedes del Gobierno, sino de la adinerada Unión de Escritores Soviéticos. Cuando pienso en todo lo que se gastaron en nosotros —y éramos seis con nuestros guías y a veces el mismo número de invitados—, me asombro. Naturalmente ellos esperaban otra actitud a cambio de su dinero, y creo que parte del resentimiento de Pravda se debe al hecho de que conmigo hizo mal negocio. Ciertamente me parecía natural que recibieran a un huésped lo mejor posible y que le enseñaran todo lo mejor, pero me sorprendió encontrar una diferencia tan enorme entre lo mejor y lo corriente, tales privilegios excesivos junto a tales abismos de pobreza. Por mi admiración a la Unión Soviética y a las maravillas que ya ha conseguido, mi crítica tiene que ser severa; porque mis esperanzas, y lo ya realizado, me hacían esperar mucho más. Confié en Rusia y lo que más me afligió no fue que no fuera perfecta, sino encontrar allí todo aquello de lo que había huido: los privilegios que confiaba en ver abolidos para siempre.
¿Quién podrá expresar lo que la Unión Soviética había sido para mí? Mucho más que mi país elegido, un ejemplo y una inspiración; representaba lo que siempre había soñado pero nunca me había atrevido a esperar; era algo hacia lo que yo tendía con todas mis fuerzas; era una tierra donde la Utopía iba camino de ser una realidad. La Unión Soviética está, sin embargo, en una etapa primaria de construcción, esto hay que recordarlo constantemente; asistimos al parto del futuro. Hay cosas buenas y malas; más exactamente, las mejores y las peores cosas. Se mueve uno de lo más brillante a lo más oscuro con rapidez desconcertante. Ya se ha conseguido mucho, y esto nos ha llenado de gozo. Me pareció al principio que lo más difícil ya se había logrado y estuve dispuesto a entregarme con todo mi corazón al contrato que había firmado con la Unión Soviética en nombre de la Humanidad sufriente. Me encontré tan comprometido que ni podía pensar en un fracaso.
"No se puede llamar progreso a esta pérdida de la individualidad, a esta uniformidad hacia la que todo tiende hoy en Rusia".
Admiraba particularmente en Rusia el extraordinario impulso hacia la educación y la cultura. Pero lo malo es que la educación que recibe el pueblo solamente incluye aquello que elogia el estado de cosas existentes y le hace creer en la Unión Soviética Ave Spes Unica*. La cultura se dirige exclusivamente a un fin: la glorificación de la Unión Soviética; no es desinteresada y el juicio crítico brilla por su ausencia. Ya sé que simulan disponer de autocrítica y al principio hasta creí en ella, pensando que podía producir buenos resultados si se aplicaba con integridad. Pero pronto descubrí que la crítica consiste únicamente en averiguar si tal obra o tal otra está completamente de acuerdo con las opiniones del Partido. Estas opiniones del Partido no se discuten ni critican, pero en cambio es imperioso saber si una determinada teoría está de acuerdo o no con la sagrada línea de pensamiento del Partido. Ningún estado mental es más peligroso que este ni puede poner más en peligro la verdadera cultura. Los ciudadanos soviéticos permanecen en la mayor ignorancia de todo lo que ocurre fuera de su país y, lo que es peor, han sido persuadidos de que todo lo extranjero es muy inferior a lo que ellos tienen en Rusia. Por otra parte, aunque no les interesa lo que sucede fuera de su país, están muy interesados en saber lo que los extranjeros piensan de ellos. Lo que les interesa es saber si son suficientemente admirados fuera de sus fronteras; lo que temen sobre todo es que los extranjeros no estén muy enterados de sus méritos; lo que quieren son alabanzas, no información.
Visité una granja colectiva, una de las más prósperas de la Unión Soviética, y entré en algunas de las casas. Me gustaría poder dar una idea de la impresión uniformemente triste que producen aquellas habitaciones, con su total carencia de individualidad. En cada una de ellas hay los mismos feos muebles, el mismo retrato de Stalin, y absolutamente nada más; ni el más pequeño vestigio de ornato o de gusto personal. Cualquier casa podía ser cambiada por otra sin que su inquilino se diera cuenta de ello. Como es natural, los miembros de la granja gozan de los mismos placeres en común, y sus hogares son solamente lugares para dormir; todo el interés de sus vidas se concentra en el Club. Indudablemente la felicidad de todos puede alcanzarse más fácilmente sacrificando la individualidad. Pero no se puede llamar progreso a esta pérdida de la individualidad, a esta uniformidad hacia la que todo tiende hoy en Rusia. En la Unión Soviética se acepta de una vez para siempre, en cada cuestión, que solo puede haber una opinión: la correcta. Y cada mañana Pravda dice al pueblo lo que necesita saber y lo que debe pensar y creer. Cuando estuve en la Unión Soviética me asombró ver que en los periódicos no se hiciera ninguna referencia a la Guerra Civil española que, en aquel tiempo, causaba ansiedad en los círculos democráticos. Expresé mi sorpresa a mi intérprete y observé algún embarazo por su parte, pero me dio las gracias por mi observación, y me dijo que la transmitiría a la autoridad competente. Aquella noche, en la cena acostumbrada, hubo muchos discursos y brindis según la tradición.
"La desaparición del capitalismo no ha proporcionado la libertad a los trabajadores soviéticos".
Cuando ya habíamos bebido a la salud de todos los invitados, uno de nosotros, Jef Last, se levantó y, en ruso, brindó por el triunfo de la causa roja en el frente español. Todo el mundo aplaudió embarazosamente y con absoluta falta de cordialidad, y replicaron inmediatamente con su brindis a Stalin. Cuando llegó mi turno levanté mi vaso por los prisioneros políticos de Alemania. Esta vez el brindis fue clamorosamente aplaudido con evidente entusiasmo, y de nuevo fue contestado con otro brindis por Stalin. Todos los presentes sabían lo que tenían que pensar acerca de las víctimas del fascismo en Alemania y qué actitud tenían que tomar. Pero en la cuestión española, Pravda todavía no había hecho ninguna declaración oficial, y no osaban exponerse a aprobar algo sin antes haber tenido una indicación de lo que tenían que pensar. Pocos días más tarde, cuando llegamos a Sebastopol, una inmensa ola de simpatía, lanzada desde la Plaza Roja de Moscú, fue esparcida a través de Pravda por todo el país. Ahora las mentes del pueblo están tan entrenadas en la conformidad que todo esto se ha hecho natural y fácil para ellos —no creo que sea hipocresía—, así que cada vez que se habla con un ruso es como si se hubiera hablado con todos ellos.
La "burguesía obrera" y la dictadura de la burocracia
La desaparición del capitalismo no ha proporcionado la libertad a los trabajadores soviéticos. Es preciso que todo el proletariado del mundo se dé perfecta cuenta de esto. Es naturalmente cierto que ya no son explotados por unos accionistas, pero sí son explotados en una forma tan sutil y retorcida que ya no saben a quién culpar de su situación. La mayoría de los obreros viven por debajo del umbral de la pobreza y sus salarios de hambre permiten esos grandes sueldos de los trabajadores privilegiados, que son los sumisos y los complacientes. No se puede evitar sentirse impactado por la indiferencia de los poderosos hacia sus inferiores y el servilismo y zalamería por parte de estos, a quienes casi llamo “los pobres”. Confirmo que ya no hay clases en la Unión Soviética, pero entre los pobres sí las hay, y numerosísimas. Yo había esperado no encontrar o, más exactamente, fui a Rusia precisamente para no encontrar diferencias de clase. Pero la pobreza allí es mirada con recelo, como si se tratase de algo grosero y criminal; no provoca piedad o caridad, sino solamente desprecio. Los que tan orgullosamente se exhiben son aquellos cuya prosperidad ha sido comprada al precio de una infinita pobreza. No es que a mí me parezca mal la desigualdad de salarios; creo que es una medida inevitable y necesaria, pero debería haber algún medio de nivelar esas desigualdades tan tremendas.
Me temo que todo esto significa la vuelta a una forma de burguesía obrera, satisfecha y, por tanto, conservadora, demasiado similar para mi gusto a la pequeña burguesía de mi país. Se ven ya los síntomas. No hay ninguna duda que todos los vicios y fracasos burgueses yacen dormidos a pesar de la revolución. Los hombres no pueden ser reformados desde fuera; es preciso cambiar el corazón, y me llena de inquietud ver cómo se adulan los instintos burgueses y cómo se fomentan en la Unión Soviética, donde se vuelven a establecer las capas antiguas de la sociedad, si no precisamente clases sociales, por lo menos un nuevo tipo de aristocracia de biempensantes y conformistas. En la próxima generación quizá se convierta en una aristocracia del dinero. Es posible que mis temores sean exagerados. Sinceramente así lo espero.
"Los obreros son estafados y engañados y atados de pies y manos; su resistencia se ha hecho totalmente imposible".
Cuando visité Sochi me maravilló el número de sanatorios y casas de reposo que se construyen para los trabajadores. Estos edificios son muy agradables, con bellos jardines y playas privadas. Es digno del mayor elogio que todo este lujo se facilite a los trabajadores y, sin embargo, los que disfrutan de él son demasiado frecuentemente los que pertenecen a la nueva clase privilegiada. Es cierto que aquellos que necesitan descanso o tratamiento médico tienen prioridad, pero siempre y cuando estén de acuerdo con las directrices del Partido. Y es lamentable ver allí cerca a los obreros que construyen estas mismas casas de reposo tan mal pagados y alojados en sórdidos campamentos.
Tengo gran admiración por las casas de reposo de Sochi y lo mismo puedo decir del hotel de Sinop, cerca de Sujumi, donde me alojé, tan superior a todo lo que he visto y que puede compararse solamente con los hoteles más confortables y lujosos del extranjero. Cada habitación tiene baño privado, terraza, los muebles son de la mejor calidad y la cocina es igual a la más refinada de cualquier hotel europeo. Cerca del hotel hay una granja modelo que suministra sus productos, donde se ven establos modelo, así como un gallinero perfecto dotado de los últimos adelantos. Pero si se cruza el riachuelo que señala los límites de la granja se encuentra uno con una hilera de cobertizos pobrísimos, en los que, en un espacio de cinco metros cuadrados, se alojan cuatro personas, cada una de las cuales paga dos rublos mensuales de alquiler.
Aunque la tan cacareada dictadura del proletariado no se ha llevado a efecto, existe, sin embargo, una dictadura especial: la de la burocracia soviética. Es esencial reconocer esto y no dejarse engañar. Esto no es lo que se esperaba; en realidad es lo último que podía haberse esperado. Los trabajadores no tienen libertad ni siquiera para elegir a sus propios representantes para defender sus intereses amenazados. El sufragio libre, secreto o no, es una vergüenza y una irrisión; los votantes no tienen más que el derecho de elegir a aquellos que previamente han sido ya seleccionados. Los obreros son estafados y engañados y atados de pies y manos; su resistencia se ha hecho totalmente imposible. El juego ha sido bien llevado por Stalin, y los comunistas de todo el mundo le aplauden, creyendo que en la Unión Soviética, por lo menos, han obtenido una gloriosa victoria, y a todos los que no están de acuerdo con esto los llaman enemigos públicos y traidores. Pero en Rusia este estado de cosas ha creado una traición de nueva índole. Un medio excelente para prosperar es convertirse en confidente, ya que ello te pone en buenas relaciones con la peligrosa policía que te protege mientras te utiliza. Una vez que se ha lanzado uno por esa pendiente fácil y resbaladiza, ya ningún vínculo de amistad o de lealtad puede ser obstáculo; hay que ir cada vez más allá, hundiéndose en el abismo de la vergüenza. El resultado es que todos sospechan de todos y que las frases más inocentes, incluso en labios infantiles, pueden provocar la destrucción. Así, todo el mundo se mantiene en guardia y nadie habla francamente.
Durante mi recorrido me llevaron a que viera la ciudad modelo de Bolshevo, que es única en su especie, ya que todos sus habitantes son condenados por algún delito: salteadores, rateros y asesinos. Esta ciudad comenzó siendo un pequeño establecimiento penal, fundado en la creencia de que los criminales son meramente inválidos o neuróticos inadaptados que con tratamiento adecuado y comprensión amable pueden ser transformados en ciudadanos normales y valiosos, pero la floreciente ciudad actual, donde no solamente hay fábricas sino también bibliotecas, casas de reposo y clubs, me pareció, cuando llegué, uno de los experimentos más nobles y mejor logrados en la Unión Soviética. Solo después descubrí lo que no había sabido al principio, es decir, que únicamente los confidentes, aquellos que habían traicionado a sus compañeros, tenían derecho a vivir en este establecimiento modelo. ¿Puede caer más bajo el cinismo moral?
"Pensar por cuenta propia puede ocasionar el riesgo de ser acusado de contrarrevolucionario".
El desgraciado trabajador soviético está ligado a su fábrica del mismo modo que el trabajador agrícola está tan sujeto a su granja colectiva como Ixión a su rueda. Si el trabajador, por alguna razón personal, porque imagina o espera que se encontrará mejor en otro lugar, simplemente desea este cambio y piensa en abandonar su trabajo, entonces, como este está clasificado y reglamentado, corre el riesgo de no encontrar trabajo en ninguna parte. Incluso permaneciendo en la misma ciudad, si abandona su fábrica pierde el derecho a la casa en la que vive, por la que, además, pagaba su renta. Descubre también que al marcharse pierde una parte considerable de sus ingresos y de los beneficios acumulados de su trabajo colectivo. Por otra parte, si este traslado es considerado necesario por las autoridades, no puede negarse a él. No es libre para marchar donde desea o para permanecer donde tiene sus afectos o sus intereses personales. Además, si no pertenece al Partido, los que sí pertenecen le adelantan en los ascensos.
Sin embargo, no todos los que lo desean pueden ser miembros del Partido y, además, no todo el mundo posee las cualidades requeridas de adulación, obsequiosidad y sumisión. Si, por otra parte, tiene la suerte de ser un miembro del Partido, no puede causar baja sin perder todas las ventajas que le concedía su empleo y está expuesto a sospechas y represalias. ¿Por qué —dicen— querría alguien abandonar un Partido que proporciona unas recompensas tan sustanciosas solamente a cambio de simple conformidad y obediencia? ¿Por qué, además, querría alguien pensar por sí mismo, si todo el mundo está de acuerdo en que todo marcha muy bien y se vive en el mejor de los mundos? Pensar por cuenta propia puede ocasionar el riesgo de ser acusado de contrarrevolucionario, y entonces, si se pertenece al Partido, viene la expulsión y la probabilidad de acabar en Siberia. El empobrecimiento del elemento humano es tanto más trágico cuanto que pasa desapercibido, y los que desaparecen, o son hechos desaparecer, son los más bravos y los más independientes, aquellos que se distinguen de la masa y escapan de la uniformidad y la mediocridad. Estos deportados, que son miles, que no han podido ser humildes o no han doblado la rodilla, parece que flotan a mi alrededor en la oscuridad; sus gritos son los de incontables víctimas y me mantienen despierto en la noche; su silencio involuntario es el que me impulsa a hablar hoy; pensando en estos mártires escribo estas líneas, y su reconocimiento, si mis palabras pudieran llegarles, sería para mí mucho más precioso que todo el incienso del Pravda. Nadie interviene a su favor y los que son responsables de la justicia y de la libertad permanecen en silencio, mientras las masas del pueblo están ciegas. Cuando levanto mi voz por ellos se me dice —de nuevo en nombre de Marx— que estas deportaciones, la pobreza de los obreros y la abolición del sufragio son solo medidas provisionales y el precio necesario que hay que pagar por la victoria de 1917. Sin embargo, es aterrador ver abandonados, uno tras otro, todos los beneficios obtenidos al coste de tanto sufrimiento. Ya es hora de que se abran los ojos ante este trágico fracaso en el que han naufragado todas nuestras esperanzas.
"De arriba abajo de la escalera social reformada, aquellos que son más serviles tienen las mejores referencias".
Quizá pudiera aceptarse la ausencia de libertad personal e intelectual en la Rusia de hoy si por lo menos se observara un progreso material en las masas, siquiera lento y gradual. Pero lejos de ser este el caso, por el contrario, es evidente que todos los aspectos peores y más repulsivos de la sociedad capitalista están siendo restablecidos. Me temo que va en aumento la mentalidad pequeñoburguesa, a la que me he referido antes, y es, en mi opinión, profunda y fundamentalmente contrarrevolucionaria. Sin embargo, lo que ellos llaman contrarrevolucionario es precisamente ese espíritu revolucionario, ese torrente impetuoso que en un principio saltó por encima de los podridos diques del mundo de los zares. Uno querría creer que el amor todavía llena sus corazones hasta rebosar o, por lo menos, que tienen una necesidad apasionada de justicia, pero una vez que se consumó la revolución todo esto se desvaneció y el generoso ardor que inspiró a los primeros revolucionarios se convirtió, por así decirlo, en un montón de herramientas que ya no son necesarias después de utilizadas. Ahora que la revolución ya se ha establecido comercia con la iniquidad, y aquellos en quienes todavía arde el espíritu de rebeldía, aquellos que no aceptan estas sucesivas concesiones, son despreciados o liquidados. ¿No sería mejor reconocer de una vez que ya no prevalece la inspiración revolucionaria y que lo que se espera es sumisión y conformidad?
Lo que se pide es la aprobación de todo lo que hace el Gobierno. La más mínima oposición o una pequeña crítica expone a las más severas penalidades y es ahogada inmediatamente. De arriba abajo de la escalera social reformada, aquellos que son más serviles tienen las mejores referencias, y los que quieren mantenerse independientes son aniquilados o deportados. Muy pronto, de esta raza heroica que mereció nuestro amor y admiración no quedarán más que los aprovechados, los verdugos y sus víctimas. El trabajador pequeño e independiente es un animal perseguido, hambriento, destrozado y finalmente eliminado. Dudo mucho que haya otro país en el mundo, incluida la Alemania de Hitler, que haya esclavizado más la inteligencia y el espíritu y que haya aterrorizado más al pueblo que la Unión Soviética. Sin embargo, la supresión de la oposición en un país, y aun solo impedir su expresión, es algo muy peligroso: una invitación al terrorismo. Si todos los ciudadanos de un Estado pensasen del mismo modo, ahorrarían mucho trabajo al Gobierno, sin duda, pero ¿ante este panorama cabría hablar de cultura? La verdadera sabiduría consiste en escuchar las opiniones opuestas, incluso en fomentarlas, evitando, no obstante, que perjudiquen al bien común.
"El Estado ha extirpado en los artistas todo deseo de oposición"
La humanidad es muy compleja, no es de una pieza —hay que aceptarlo—, y todo intento de simplificación y regimentación, todo esfuerzo exterior para reducir a todo y a todos a un común denominador, siempre será pernicioso y peligroso.
Con los artistas esto es más siniestro todavía que con el ciudadano ordinario. Yo creo que el verdadero valor de un escritor consiste en su fuerza revolucionaria, o más exactamente —porque no soy tan estúpido como para creer que solamente las izquierdas tienen potencia artística e intelectual—, en su fuerza de oposición. Un gran artista es necesariamente un "inconforme" y debe nadar contra la corriente de su tiempo. Pero ¿qué ocurrirá en la Unión Soviética, donde el Estado ha extirpado en los artistas todo deseo de oposición? ¿Qué le sucederá al artista cuando no tenga posibilidad de oposición? ¿Se dejará arrastrar por la corriente? Sin duda, mientras la lucha persista y la victoria no haya sido alcanzada totalmente podrá dirigir la revolución y, combatiendo él mismo, asegurar su triunfo. Pero ¿qué le sucederá luego? Esto es precisamente lo que me hace observar con tanta ansiedad la Unión Soviética; esta fue la pregunta vital que yo me hice antes de ir a Rusia y a la que no pude dar una respuesta satisfactoria. Además, ¿qué le sucederá al artista verdaderamente sutil y original?
Un pintor con quien me encontré en Rusia me dijo que su país no necesitaba ni sutileza ni originalidad. Me afirmó que una ópera era algo inútil para los obreros si al salir del teatro no podían silbar algunos trozos de memoria. Lo que se necesitaba, insistió, eran obras que pudieran ser inmediatamente asimiladas y comprendidas. Protesté diciéndole que las grandes obras de arte, incluso las que luego se hacen populares, nunca fueron apreciadas en su primera audición, o lo fueron solamente por un selecto y reducido auditorio. Él admitió que incluso para Beethoven hubiera sido imposible en la Unión Soviética ser interpretado de nuevo si hubiera fracasado en una primera audición. Aquí, me dijo, un artista debe tratar por todos los medios de ajustarse a las directrices del Partido; de otro modo, incluso las más grandes obras de arte serán consideradas "formalistas". Esta es una expresión que se utiliza hoy en Rusia para designar todo aquello que no les interesa ver o escuchar. Intentamos, continuó el pintor, crear un nuevo arte digno del gran pueblo que ahora somos. Le contesté que esto obligaría a los artistas a ser conformistas y que los mejores y los más originales nunca querrían rebajarse y someterse a este diktat, que preferirían ser reducidos al silencio. La misma cultura que los jefes quieren fomentar, ilustrar y glorificar, los despreciaría entonces.
"En Rusia una obra que no se ajusta a las directrices del Partido es condenada y la belleza se tiene por aberración burguesa".
Me dijo que yo hablaba como burgués y que él, por su parte, estaba convencido de que el marxismo, que en tantos otros campos había conseguido grandes cosas, produciría también grandes obras de arte. Me afirmó que lo único que impedía su aparición era la excesiva importancia que todavía atribuían los artistas a formas de arte anticuadas. Hablaba cada vez en un tono más alto de voz, como si estuviera dando una conferencia o recitando una lección de memoria. No pude escucharle más tiempo pacientemente y me marché sin contestarle. Más tarde, sin embargo, vino a mi habitación y admitió que en el fondo estaba de acuerdo conmigo, pero que en el vestíbulo podía ser escuchado y que, como pensaba abrir una exposición de sus obras, necesitaba la aprobación y el apoyo oficial.
Cuando llegué a la Unión Soviética el público en general todavía no había resuelto la aguda controversia sobre el “formalismo”. Intenté llegar a comprender el significado de tal expresión y descubrí que las obras acusadas de formalismo eran las de aquellos artistas que ponían más énfasis en la forma que en el fondo. Debo añadir, sin embargo, que solo un contenido era digno de consideración, o más bien tolerado: el prescrito, y toda obra que no apuntaba en esta dirección era considerada “formalista”. No puedo escribir sin sonreír estas palabras: forma y contenido. Darse cuenta de que este es el espíritu inspirador de toda crítica en la Unión Soviética da ganas de llorar. Tal sectarismo quizá fue útil alguna vez políticamente, pero a eso no se le puede llamar cultura. La cultura estará siempre en peligro cuando no se pueda ejercer la crítica libremente. En Rusia una obra que no se ajusta a las directrices del Partido es condenada y la belleza se tiene por aberración burguesa. Por muy grande que sea el talento de un artista, si no sigue la línea del Partido, trabaja en el anonimato y sin reconocimiento alguno, si es que se le permite trabajar, pero si se somete recibe alabanzas y recompensas. Es fácil imaginar las ventajas que obtiene un Gobierno con estas recompensas para los artistas que entonan las alabanzas del régimen. Y a la inversa, es fácil ver las ventajas que puede conseguir un artista si está dispuesto a entonar las alabanzas de un Gobierno que le trata con tanta generosidad.
"Stalin solo permite alabanza y aprobación, y muy pronto estará rodeado únicamente por personas que nunca podrán contradecirle".
Entre todos los trabajadores y artesanos de la Unión Soviética, el escritor es el más favorecido y protegido. Los inmensos privilegios que me fueron ofrecidos me admiraron y me aterraron, porque tuve miedo de ser seducido o corrompido. Yo no fui a la Unión Soviética para conseguir beneficios, y los que allí vi me deslumbraron. Pero ello no impide que ejerza mi crítica, ya que la situación más favorecida es la que disfrutan los escritores rusos que se someten a la línea del Partido. Esto fue la señal de peligro para mí y en seguida me puse en guardia. El precio a pagar es la total rendición de toda oposición, y la oposición en Rusia es meramente el ejercicio de la libre crítica. Descubrí que cierto miembro distinguido de la Academia de Ciencias había sido recientemente puesto en libertad, y su único crimen había sido su independencia de juicio. Cuando los científicos extranjeros trataron de ponerse en contacto con él se encontraron con que siempre les comunicaban que se encontraba indispuesto. A otro se le destituyó de su cargo de profesor y no se le permitió utilizar el laboratorio por haber expresado opiniones científicas que no se ajustaban exactamente a la doctrina soviética, y fue obligado a escribir una carta abierta retractándose para de este modo evitar su deportación. Es un rasgo característico del despotismo ser incapaz de tolerar la independencia y permitir únicamente la actitud servil. ¡Ay del abogado que tenga que defender a un acusado al que las autoridades hayan decidido condenar! Por muy justa que sea su causa no podrá triunfar. Stalin solo permite alabanza y aprobación, y muy pronto estará rodeado únicamente por personas que nunca podrán contradecirle, simplemente porque no tendrán ninguna opinión.
Su retrato se ve por todas partes, su nombre está en todos los labios y los elogios a su persona pueden oírse en todos los discursos públicos. ¿Es todo esto resultado de la adoración, del amor o del miedo? Nadie puede decirlo. Recuerdo que, en mi camino hacia Tiflis, cuando cruzamos Gori, el pueblecito donde nació, pensé que sería una atención cortés enviarle un mensaje personal como expresión de gratitud por el cálido recibimiento que nos habían dispensado en la Unión Soviética, donde habíamos sido tratados con una hospitalidad desbordante. Pensé que no volvería a tener mejor oportunidad, y bajé del coche, entré en la oficina de Correos y entregué un telegrama que comenzaba así: “Al pasar por Gori, en nuestro maravilloso viaje, siento el impulso de enviarle…”. Pero el traductor al llegar a ese punto me dijo que no podía transmitir el mensaje así, ya que al hablar con Stalin había que darle un tratamiento, y que aquello no era suficiente, que había que añadir algo. Sugirió: “A ti, Caudillo de los obreros”, o bien “A ti, Señor del pueblo”; aquello me pareció absurdo y dije que Stalin estaba por encima de aquella baja adulación, pero todo fue en vano. Me dijo que no transmitiría aquel telegrama a menos que lo enmendase. Reflexioné tristemente y pensé que aquellas formalidades contribuían a crear una barrera infranqueable entre Stalin y sus súbditos. También se me obligaba frecuentemente a añadir o corregir párrafos de los discursos que pronunciaba a lo largo de mi recorrido. Me explicaron que la palabra “destino” debía ser siempre precedida por la palabra “glorioso” cuando me refiriera a la Unión Soviética; por otra parte, me dijeron que tendría que suprimir el adjetivo “grande” cuando se refiriera a un rey, ya que un monarca nunca puede ser “grande”. En Leningrado fui invitado a hablar en una sociedad de estudiantes y escritores, y presenté con anterioridad mi discurso al comité para su aprobación; pero me informaron de que lo que intentaba decir se consideraría impropio, ya que no se ajustaba a la línea del Partido. Se produjeron tantas dificultades y tan tortuosas que tuve que abandonar mi proyecto y no pronunciar mi discurso, que era aproximadamente así:
Frecuentemente he sido invitado a exponer mis puntos de vista sobre la literatura contemporánea soviética y me gustaría explicar por qué he evitado hasta ahora expresar mi opinión. Esto me permitirá aclarar y ampliar ciertas declaraciones que hice en la Plaza Roja de Moscú con ocasión del funeral de Gorki. Hablé entonces de los nuevos problemas que el éxito mismo de la revolución había provocado y dije que sería siempre un mérito eterno de la Unión Soviética haberlos resucitado para nuestra consideración. Como el futuro de la civilización está estrechamente ligado a la solución que se encuentre para ellos en Rusia, me parece provechoso plantear esta cuestión aquí de nuevo. La mayoría, aun cuando comprende a los mejores elementos, nunca aprecia lo que es nuevo o difícil en una obra de arte, sino solamente lo que puede ser fácilmente reconocido, es decir, el lugar común. Debe recordarse que hay clases y lugares comunes tanto revolucionarios como burgueses. Es también esencial percatarse de que lo que da calidad a una obra de arte y la eleva a la inmortalidad no es jamás lo que procede de la revolución o lo que refleja su doctrina, por muy noble que esta sea. Una obra de arte solamente puede sobrevivir por lo que tiene de original, por las preguntas que plantea o anticipa y por las contestaciones que da a las preguntas que todavía no han sido formuladas.
Me temo grandemente que muchas de las obras de arte impregnadas de la más pura doctrina marxista, a la que deben su éxito contemporáneo, serán consideradas por las generaciones futuras meramente como productos de laboratorio. Las únicas obras de arte que sobrevivirán son aquellas que se hayan elevado por encima de las preocupaciones contemporáneas. Ahora que ha triunfado la revolución, el arte corre un gran riesgo, tan grave como en las épocas de grandes opresiones: el peligro de convertirse en una ortodoxia. Lo que la revolución triunfante necesita conceder, sobre todo, al artista, es libertad. Sin completa libertad el arte pierde todo su significado y su valor. Y ya que el aplauso de la mayoría significa el éxito, la recompensa y la fama recaerá sobre aquellos cuyas obras puedan ser comprendidas por el público a primera vista. Muchas veces me pregunto ansiosamente si un Keats, un Baudelaire o un Rimbaud no languidecerán desconocidos hoy en la Unión Soviética, donde por razón de su fuerza y originalidad todavía no han sido escuchados. Precisamente son esos, los que en sus principios fueron despreciados, los que a mí más me interesan, los Baudelaire, los Keats, los Rimbaud, aquellos que han llegado a la inmortalidad. Quizá se me pueda decir que hoy no necesitamos este tipo de artistas, que solo tienen interés desde el momento en que reflejan la sociedad decadente y moribunda de la que fueron producto; quizá digan que si no prevalecen, peor para ellos y mejor para nosotros, ya que nada tenemos que aprender de ellos, y los escritores que pueden enseñarnos algo hoy son los que en esta nueva sociedad se encuentran perfectamente a gusto; en otras palabras, los que aprueban y adulan al régimen.
Pero yo, personalmente, creo que precisamente las obras que adulan y aprueban tienen muy poco valor educativo y que si una cultura ha de progresar debe ignorarlas. Por lo que se refiere a la literatura que se limita a reflejar la sociedad, ya he dicho lo que pienso de ella. Permanecer en una constante autocontemplación y autoadmiración puede ser quizá una etapa en el desarrollo de una sociedad joven, pero sería lamentable y trágico que esta etapa inicial se convirtiera en la única.
"Yo culpo a los comunistas de Francia y de todas partes"
Mientras el hombre está oprimido y sojuzgado, mientras la injusticia social lo mantenga sujeto, somos libres de esperar mucho de aquello que todavía no ha brotado, de la latente fertilidad de las clases en barbecho. Así como esperamos mucho de los niños que quizá luego se conviertan en personas muy vulgares, del mismo modo tenemos a veces la ilusión de que las masas estén compuestas de hombres de mejor arcilla que el resto de una humanidad que no nos satisface. Creo que son meramente menos corruptas y menos decadentes que nosotros, eso es todo. Veo ya una nueva burguesía creándose en la Unión Soviética de entre estas masas, con los mismos vicios y las mismas faltas que la nuestra. Tan pronto se han elevado por encima de la pobreza, desprecian a los pobres y se convierten en seres celosos y ansiosos de los bienes de los que tanto tiempo se vieron privados; saben cómo adquirirlos y cómo conservarlos. ¿Es este realmente el pueblo que hizo la revolución? ¡No! Son meramente aquellos que la han aprovechado para su propio beneficio egoísta. Quizá son todavía miembros del Partido Comunista, pero no son comunistas de corazón. Yo no acuso a la Unión Soviética por haber fracasado en sus fines; me doy cuenta de que no se podía conseguir nada mejor habiendo comenzado desde tan bajo; de lo que me quejo es de la magnitud de su engaño, de que se jactaran de que la situación de la Unión Soviética era deseable y envidiable, y esto en el país del que yo tanto esperaba me produjo verdadero dolor.
"La verdad está por encima del Partido".
Yo culpo a los comunistas de Francia y de todas partes, y no me refiero a los convencidos de buena fe, sino a los que sabían, o debían haber sabido, lo que iba a ocurrir, y, sin embargo, mentían a los trabajadores mientras buscaban únicamente fines políticos. Ya es hora de que los obreros de los países no soviéticos se den cuenta de que han sido miserablemente engañados por el Partido Comunista, del mismo modo que los obreros rusos lo fueron antes que ellos.
Si bien la situación en la Unión Soviética es deplorable y poco satisfactoria, yo hubiera guardado silencio si hubiera tenido la seguridad de que se progresaba hacia algo mejor. Pero al darme cuenta y llegar a la firme convicción de que la Unión Soviética se desliza por una pendiente que yo hubiera querido ascendente, y al ver que ha abandonado una tras otra, y por las razones más artificiosas, las libertades ganadas por la revolución tras tanta sangre y tanto dolor; al ver cómo arrastra hacia el caos a los partidos comunistas de otros países, he considerado mi deber hablar claramente.
Ninguna consideración de lealtad de partido puede impedirme el hablar francamente, porque la verdad está por encima del Partido. Ya sé que, según la doctrina marxista, la verdad no existe, por lo menos en un sentido absoluto, sino que solo hay verdades relativas. Creo, sin embargo, que en una cuestión tan seria es criminal inducir a otros a error, y es urgente ver los hechos tal y como son, no como desearíamos que fueran. La Unión Soviética ha defraudado todas nuestras más íntimas esperanzas y nos ha mostrado en qué traicionero cenagal puede hundirse una revolución honrada. La misma sociedad vieja y capitalista ha sido restablecida, un nuevo y terrible despotismo aplasta y explota a los hombres con toda la mentalidad abyecta y servil de la esclavitud. Rusia, como Demofonte, ha fracasado en su intento de convertirse en un dios y nunca podrá ya salvarse de la prueba del fuego soviética.
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*Gide juega con la locución cristiana en latín "Ave crux spes unica", que significa "Saludo a la Cruz, nuestra única esperanza". (N. de la T.)
(Traducción: Elena Tarrod)
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