El cineasta ucraniano Vitali Manski (Leópolis, 1963) ha aportado a los anales del cine político un corpus documental que revela las esencias, consecuencias y cicatrices de los regímenes totalitarios de naciones como Rusia, donde ha realizado la mayoría de sus cortos y largometrajes, pero también de Cuba y Corea del Norte.
Sus películas taladran la epidermis de los sistemas de representación oficialistas, y descomponen, más bien descoyuntan, estos andamiajes propagandísticos. Expone todas las circunstancias, conflictos y problemas que estas estrategias buscan solapar bajo sus optimistas y triunfales discursos.
En lo que podría catalogarse como trilogía inconsciente o no declarada, que integran las películas Patria o muerte (Rodina ili smert, 2011), Bajo el sol (V paprscích slunce, 2015) y Los testigos de Putin (Svideteli Putina, 2018), Manski desenmascara las realidades de Cuba, Corea del Norte y Rusia valiéndose del mismo dispositivo. Bajo el pretexto de filmar una película sincronizada con las perspectivas oficialistas de cada territorio, revierte las imágenes y urde un discurso altamente crítico.
Esta estrategia la han aplicado otros cineastas como el británico-estadounidense Joshua Oppenheimer, director de la celebrada The Act of Killing (2013), que saja el corazón de los escuadrones de la muerte indonesios, responsables del genocidio organizado por el General Suharto tras el golpe militar de 1965.
Patria o muerte… bailaremos
Unos años antes, Manski llega a La Habana con las intenciones manifiestas de filmar una película documental sobre el baile de casino, su arraigo popular, sus muchos atractivos para los visitantes turísticos. Todo habla a favor de un título más, filmado por un extranjero más, que proviene de los aún considerados por el régimen como “países amigos” . Y que contribuirá además a la promoción de un imago Cuba propicio para la propaganda turística de corte pintoresco y costumbrista.
Manski consigue justo todo lo contrario, pues no es un extranjero más seducido por el sol tropical. Termina concibiendo una especie de antípodas de la muy famosa y no menos polémica Soy Cuba (Ya Kuba, Mijaíl Kalatosov, 1965), que buscaba urdir una épica definitiva de la recién estrenada revolución cubana.
Patria o muerte resulta de cierta manera el traspatio del frenético espectáculo proletario orquestado por Kalatosov, apoyado en la pasmosa fotografía de Serguéi Urusevski —verdadero gran aporte de la película al cine. La cinta de 2011 registra la marisma que se oculta tras el brillo enceguecedor de la triunfante utopía roja, es el callejón al que van a morir todos los sueños falsos prometidos por revoluciones como la soviética y la cubana. Es la sentina que siempre ignoran los anales oficiales.
La película de Manski se inserta además en una tradición singular del cine cubano, que desde los mismos albores del régimen, ha revertido la connotación jubilosa de los bailes populares, convirtiéndolos en poderosas alegorías de la alienación social, y por ende, heraldos de zonas muy oscuras del acontecer cubano.
Esta lógica abarca desde P.M. (Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez-Leal, 1960), la secuencia inicial de Memorias del Subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), Los del baile (1965) y Reportaje (1966), ambas de Nicolás Guillén Landrián, hasta segmentos significativos de películas como Los bañistas (2010) y Melaza (2012) de Carlos Lechuga, Si no se puede bailar, esta no es mi revolución (María Bernarda Briganti, 2014), El cementerio se alumbra (Luis Alejandro Yero, 2018), El futuro (Janis Reyes, 2018) o La bahía (Alessandra Santiesteban y Ricardo Sarmiento, 2018). La lista es muy extensa.
El realizador no deja de entrevistar a bailadores, como el carismático profesor de casino y zapatero de oficio que rezuma por igual simpatía y tragedia, en su brega diaria por la supervivencia de su familia. No deja de filmar bailes populares, como el lastimoso concierto del oficialista grupo Moncada, que emana no más que desesperación por ganarse las simpatías de los magros públicos que se arraciman en el local de mala muerte donde se presentan. Los extranjeros alcoholizados y sus acompañantes cubanos en igual estado, solo necesitan de una bulla más o menos armónica para avivar sus ideas de diversión.
Manski desvía su mirada del jolgorio y se adentra en la agonía cotidiana de una madre que busca celebrar los quince años a su hija y a una pariente que acoge, sitiada por la pobreza y las goteras de su hogar. Registra las angustias de la vida en las barriadas humildes cubanas, cronica el hambre, la desesperación y la violencia que la miseria provoca en los cubanos. Esa es la “patria” cubana que el ucraniano escoge representar, el país arruinado que deja de lado el triunfalismo propagandístico.
También hay “muerte” en la película. Las secuencias iniciales articulan una declaración de principios expresivos y discursivos: al baile desbocado de varias muchachas, siempre enmarcadas en hogares humildes, le sucede un viaje al mundo de los muertos, en este caso la Necrópolis de Colón, en La Habana. Largas filas de familiares aguardan por sus turnos respectivos para exhumar a familiares ya corrompidos. En Cuba hay que hacer cola hasta para desenterrar los huesos amados.
Bajo el sol del “amado líder”
En 2015, Manski estrena un documental filmado en la otra cara del mundo, que hasta el momento de la redacción de este artículo, es el mejor retrato cinematográfico logrado del feudalismo juche de la dinastía comunista Kim que rige Corea del Norte desde 1948.
A contrapelo de producciones previas como Corea del Norte: Acceso al terror (This World: Access to Evil, Ewa Ewart, 2009), que buscan mapear la poca amistosa nación, revelando didácticamente sus excentricidades y horrores, Bajo el sol se concentra en exponer los extremos mecanismos de manipulación de la realidad, usados por el poder norcoreano para “tapar el sol con un dedo”.
Manski promete a sus anfitriones respetar a pie juntillas el guion que ya tenían preparado antes de su arribo, escrito y aprobado por todas las instancias de seguridad oficiales posibles. La película deviene entonces en la crónica de un embuste, en la historia de la violación que comete Manski de su ética profesional como cineasta, a favor de desnudar la censura y la represión que motivan la pantomima.
El documental termina también ubicandose, de manera muy auténtica, en el nicho genérico de los documentales-making of (Corazones en tinieblas, Perdidos en La Mancha, Años luz), pues como pieza metatextual, el proceso cancela el filme previsto milimétricamente, a favor de un registro más fortuito de sucesos. Son captados desde la lucidez y la destreza para burlar la vigilancia perpetua de los “guionistas” que insisten en coreografiar la “verdad” sobre Corea del Norte tal como la pesean mostrar al mundo .
La familia obrera que protagoniza la película fue trasladada a un apartamento acondicionado de manera ideal. Las profesiones de los padres fueron cambiadas, los momentos más íntimos, como el de la cena, son reiterados ante el lente una y otra vez, ante la inconformidad de los agentes de la seguridad. Son los verdaderos directores de la película proyectada, que se adentra en la ficción más pura.
La premisa norcoreana parte de la selección de la hija del matrimonio para recibir el "alto honor" del ingreso a la Unión de Niños de Corea del Norte, equivalente local de la Organización de Pioneros cubana. Todos deben estar henchidos de orgullo, alegría y emoción. Sin límites, sin verosimilitud, sin sentido.
Pero la hija pequeña delata los procesos de falseo y manipulación de la verdad a Manski, quien se arriesga a revelar su fuente; a sabiendas de que el futuro de la pequeña y su familia peligraban. Es otro dilema ético que le tocó resolver a favor de la nación oprimida que busca defender con la cinta.
Las confesiones son deslizadas como subtítulos a lo largo de la película, calzando las elocuentes imágenes de las tomas y más tomas, que se le hacen a las sonrisas y el entusiasmo artificial de los obreros implicados en las secuencias laborales y políticas. Las bocas nunca se expanden lo suficiente, los dientes no brillan a la altura del amado líder. El esfuerzo sobrehumano de los agentes no es recompensado por las muecas y el agotamiento de los actores improvisados.
Manski expone a los titiriteros, cuya presencia en el corte final previsto por el gobierno norcoreano no debería notarse en lo absoluto. Los hombres invisibles se visibilizan y ganan la condición de coprotagonistas; a veces hasta de verdadero comic relief de la historia. El totalitarismo es ridículo y mortal. Sus acólitos son grotescos y desalmados.
Con Bajo el sol, el director ucraniano radiografía y deconstruye la esencia filosófica de un sistema extremo como el de Corea del Norte: la búsqueda del dominio absoluto sobre la realidad, sobre el universo. Cambiar el punto cardinal de salida del sol es el sueño secreto de los dictadores. Controlar cada pensamiento y gesto de sus súbditos como aspiración máxima.
El documental totalmente ficcionado que pudo ser Bajo el sol pudo ser la joya ideológica que transmitiera al mundo la armonía feliz en que viven los norcoreanos bajo la familia Kim. El experimento sociopolítico se mostraría como un éxito rotundo. Pero bajo el sol no hay nada nuevo ni oculto.
Los testigos perdidos de Putin
Con Los testigos de Putin, Vitali Manski construye una reveladora precuela a la dictadura zarista que Vladimir Putin ejerce sobre Rusia desde que fuera elegido presidente interino en 1999, tras la renuncia inesperada de Boris Yeltsin.
Manski tuvo el privilegio de filmar a Putin durante la génesis de estos definitorios procesos de toma de poder y consolidación como hombre fuerte, antes que desplegara todo su potencial como cuasi confeso heredero de Pedro el Grande. Ofrece imágenes de los estadios tempranos de la tormenta, que quizás permitan comprender más lo que vino después.
La película dialoga en este sentido con ficciones como El huevo de la serpiente (Das Schlangenei, Ingmar Bergman, 1977) o La cinta blanca (Das weisse Band, Michael Haneke, 2009), que prologan desde sutiles relatos, el ascenso del nacionalsocialismo y el fascismo, sin abordar la debacle posterior.
El inapreciable tesoro de imágenes con que el realizador trenza su película en 2018, fueron filmadas alrededor de 2000 y 2001, con la autorización oficial del gobierno ruso para elaborar audiovisuales institucionales sobre el mandatario. Pura y dura representación oficial. Pero una vez más, el ucraniano resignifica el material y lo convierte en una exploración casi psicoanalítica de Putin.
Los archivos definen al zar moderno como un sujeto sin empatía, frisando en lo psicopático: gélido, distante, calculador. Nunca parece estar en el mismo continuo espacio-temporal que el resto de las personas.
En algunos momentos, el exoesqueleto parece desvanecerse y Putin aparenta realizarse en la casi absoluta soledad. Vaga por las calles moscovitas con Manski. Se permite distenderse un poco, aunque no cesa de hablar de sus proyectos para la nación, de sus preocupaciones políticas. Su vida íntima, sus gustos, sus sentimientos, sus miedos permanecen a buen resguardo siempre. Siempre es el presidente, aunque pretenda “humanizarse” ante la cámara curiosa del ucraniano. Al final todo parece resultar otra jugada manipuladora que contribuirá a un propósito de poder aun oculto.
El realizador evita dejarse seducir por el político. Se involucra en el juego, simula creerse el personaje que Putin representa ante él en la madrugada. Le sigue la corriente para compilar el material relevante que luego vuelca en Los testigos…
La película termina funcionando como suerte de “guía máxima” para conocer a Vladimir Putin, entonces en constante empeño por vender una imagen de político de avanzada, a favor de la democracia, y a la vez respetuoso de los valores tradicionales rusos. Mientras, ya comenzaba la paulatina restitución de símbolos soviéticos, la sutil (ya no tanto) reivindicación de Stalin, hasta desembocar en sus afanes paneslavistas, y sus obsesiones con el antiguo imperio euroasiático.
Consecuente con el título de la película, Manski se centra el equipo de aliados y colaboradores políticos más cercanos a Putin en estos primeros años, que al pasar de los meses tras su primera elección oficial como presidente, fueron distanciándose de él, o renegando abiertamente, o desapareciendo. Fueron simples herramientas de carne y hueso que el zar moderno empleó para hacerse con el poder, y luego desechó mientras renovaba el pañol.
Al olvido relegó a Boris Yeltsin, que lo amparó y aupó. Apenas puede disimular su indiferencia durante el encuentro con su vieja maestra que lo idolatraba, ni la falsedad del abrazo ante cámara, ni la expresión de fastidio que le produce el reencuentro escenificado como un truco propagandístico más de su campaña presidencial.
Tras la desaparición casi total de todos los tesstigos presenciales del nacimiento delmonstruo, aun queda Vitali Manski. Es casi el único sobreviviente de una meticulosa cacería de opositores desplegada por el el mandatario. Invita a todos los potenciales espectadores de la película a compartir su valiosa información, a compartir su raro privilegio. Todos, de conjunto, se convierten (nos convertimos) en “testigos de Putin”. El título gana nuevas dimensiones. El documental es casi una petición de ayuda del autor para repartir el peso de toda esa memoria.
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